martes, 29 de noviembre de 2011

Una historia vocálica y alfabética


Había una vez un grupo de tres letras, tres aes, que aborrecían mucho, pero mucho, a un par de letras e: tanto las odiaban que con su furia eran capaces de hacer, cuando se enfadaban, que el día se volviera noche y, algo mucho más difícil, que la noche se hiciera día.

Como las letras, las tres aes, eran medio brujillas, decidieron lanzar un hechizo para alejar de allí, para siempre, a las poco amistosas es. Movieron la varita mágica por aquí y por allí y zas, las convirtieron en dos barcos, en dos bajeles que inflaban sus velas y flotaban sobre sus graciosos pies curvados. Incluso se adornaron de llamativos mascarones con una sirena y un tritón; en el puente de una de las es aparecía un capitán con loro y garfio que miraba por un largo catalejo.

Las letras a remataron la faena con un último movimiento de varita: desencadenaron un viento huracanado que se llevó volando por los mares, generalmente tranquilos en ese equinoccio, a las dos letras e: muy muy lejos de allí. Más allá de las Antillas, de Cayena, mucho más allá. Y así, un grupo de consonantes desanimadas que llevaban una existencia herrumbrosa, imantada por culpa de aquellas es impertinentes, pudo recuperar, poco a poco, su relumbrón.

Y las aes, satisfechas, empezaron a maquinar que podían hacer para acabar con los días festivos, que les caían tan gordos, o incluso más, que las propias letras e que ya bogaban más allá, mucho más allá, de las Columnatas de Hércules, de Zanzíbar o de Fernando Poo.

Quizás, sí, sería buena idea convertir las tiradas de días festivos en ristras de salchichas… y juntas, las tres letras a movieron a la vez su varita…

Pero eso ya es otra historia.

O, al menos, no es historia para que sea contada aquí.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Warszawa Centralna


Fue una tarde de cumpleaños hace mucho tiempo, en los vestíbulos de la estación de Warszawa Centralna. Arriba, el monumental edificio del Palak Kultury hería la historia y el dolor de la ciudad. Abajo, entre mendigos y grupos de ucranianos desplazados, contemplábamos la televisión local en los monitores cubiertos de grasa. Era fácil entender la noticia, a pesar de los subtítulos en polaco y el volumen apagado: Freddie Mercury había muerto.
Fue en Warszawa Centralna, entre grupos de ucranianos y de piojos, entre pobres y ese olor de goma requemada, de queroseno barato que emergía de la boca de los andenes. Allí, en una pantalla, Freddie Mercury había fallecido. Allí, entonces, recordé que era mi cumpleaños y que necesitaba llamarte. Decirte todo lo que te quería.
Allí: encontré un locutorio y te llamé.
Sólo lágrimas.
Sólo lágrimas, no encontré al otro lado de la llamada nada más que eso: lágrimas.
Sólo lágrimas: al otro lado del teléfono, extendiéndose por toda Warszawa Centralna y mezcladas con el humo y el vaho, con el queroseno requemado que retrepaba por la garganta.
Sólo lágrimas, y las imágenes, excesivas, de Freddie Mercury que había muerto y. al otro lado, tu voz, que era la voz de tu dolor porque te esforzabas para quererme hasta reventar las lágrimas: sin resultado.
Todo ello: en Warszawa Centralna.

El "valiente y respetable enemigo" enterrado


Veinticuatro de abril de 1918:

Era una mañana entre nublada y soleada que terminó por cerrarse con grandes y negros nubarrones que eligieron descargar una pesada lluvia en el mismo momento en que se enterraba el féretro de Manfred von Richtofen, alias el Barón Rojo.

El ataúd desfiló a hombros de los miembros de su escuadrilla. Encabezaba la marcha un cura que recitaba responsos y, a los lados, varias filas de soldados en actitud marcial presentaron sus armas y honores a los restos del piloto caído y, en extraño y romántico gesto, una de las coronas que adornaban el ornato fúnebre fue enviada por sus propios adversarios. En ella podía leerse:

A nuestro valiente y respetable enemigo.

Repetidas salvas de fusilería, bajo la tenaz lluvia, acompañaron las paletadas de tierra que ocultaron el féretro.

La gloria fue para Errol Flynn


Trincheras del Somme, en la tarde del veintiuno de abril de 1918

Antes de que el aparato de Roy Brown aterrizase en el aeródromo de Bertangles la noticia ya corría como la pólvora. Que se mostrara algo azorado en su modestia al descender de la carlinga no era sino una mera pose. Acababa de sobrevolar de forma rasante el campo de trincheras del valle del Somme para rubricar su hazaña. Henchido de orgullo se pavoneó en el aire como uno de los gallos de Faverolles del mariscal Merde, en un claro reclamo para sí de la paternidad del derribo. Todo el mérito de haber terminado con el Barón Rojo era suyo y, allá abajo, los soldados atrincherados lanzaron sus cascos al aire en señal de alegría y agradecimiento. Y Brown pensó que eso era lo mejor de todo, el agradecimiento. Se lo agradecían, por eso se preocupó de que nadie albergase la más mínima duda acerca de lo que allá arriba acababa de ocurrir: él era quién debía de pasar a la Historia como el piloto que abatió al mito alemán.

-Yo preferiría brindar con una buena cerveza -les dijo a los muchachos que ya lo rodeaban alborozados y sin apenas darle tiempo a bajarse por completo del avión. La ocurrencia se celebró con una gran risotada. Se apiñaban los mecánicos, los mozos de hangares, los soldados del retén, los encargados del aeródromo, los de intendencia, sus otros camaradas pilotos... que le propinaban sonoras palmotadas en la espalda, apretones de manos, piropos, elogios, alharacas, enhorabuenas. Entonces, el corrillo se abrió y apareció el comandante con una botella de champán en una mano y la espumosa jarra de cerveza en la otra.

-¡Muy bien, muchacho! -le felicitó a la par que descorchaba la botella y salpicaba a todos con un reguero de líquido. A las pocas horas, Brown recibía un mensaje del Alto Estado Mayor Aliado: le proponían para un par de condecoraciones, el Gobierno del Canadá lo invitaba personalmente para un acto de reconocimiento y se le concedían dos semanas de permiso. Luego vendrían los homenajes en Toronto, en su barrio, en su escuadrilla, y las medallas, los diplomas, las conferencias, una biografía, una película de Hollywood, la fama, el éxito...

Ajeno a todo, el ametrallador Perth aplastaba la cara contra el embarrado suelo de la trinchera como una manera de que no se la volaran los fragmentos desprendidos de las carcasas de los obuses. Con los ojos llenos de tierra y con los churretes de barro que correteaban por sus mejillas, poco podía saber él de la cantidad de homenajes y de fama que el aviador Brown cosechaba por un derribo que tan sólo se le podría atribuir a Perth.

Sin embargo, no muy lejos de las trincheras, en las tiendas de campaña, el sargento de la compañía a la que pertenecía Perth luchaba a brazo partido con la burocracia y el estamento militar para que se reconocieran los méritos del soldado, que no sería sino reconocer los méritos de la división australiana, que incluso podría recibir una medalla. Con ella vendría aparejada la gloria.

-Es una inyección de moral para la tropa, señor -el sargento mentía, ese argumento no era cierto en absoluto, tan sólo perseguía su propio éxito al mando- y además, lo que es justo es justo, ese Brown no merece, ni de lejos, toda la polvareda triunfal que se ha montado a su alrededor.

El coronel escuchó con atención la historia de su sargento. Tras reflexionar unos minutos resolvió que trajeran de inmediato al ametrallador Perth ante su presencia. El sargento, al escuchar la orden, supo que acababa de conseguirlo, que se terminaría por saber la verdad y que se despojaría a Brown de tan injustos honores. Se levantó eufórico, saludó a su superior y gritó alborozado:

-¡Al instante, señor!

El sargento corrió a lo largo de la línea del frente y gritó incansablemente el nombre de Perth. Siempre se encontraba con alguien que acababa de verlo o que sabía de su última posición. “Iba por allá”, “le vimos en esas trincheras de allí”... y las indicaciones y las conversaciones se interrumpían bruscamente por el impacto de algún obús o por el tableteo del fuego de las ametralladoras enemigas.

-¿Es cierto eso que se comenta por ahí? -le preguntaban los compañeros a Perth, pero él manifestaba no saber nada de nada, ignoraba a que diantres se referían. Al enterarse de que se le atribuía el derribo del Barón Rojo sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. “No puede ser”, pensó. Era un hombre más bien tímido, no quería notoriedad, prefería mantenerse alejado de la fama, de las condecoraciones, de los homenajes.

Prefería continuar con vida.

-¡Te propondrán para una medalla, una de las gordas! -le gritó un compañero. Perth se notaba aterrado por la responsabilidad.

“¡Perth, ametrallador Perth, Perth, Perth, Perth!”, le llamaba sin cesar el sargento por entre el barrizal de la línea de trincheras. “¡Señor!”, le avisó un soldado. El sargento se volvió expectante. “Lo busca por lo de la medalla, ¿no es verdad?”. El sargento meneó la cabeza afirmativamente. “Pues no lo busque más, que ya lo ha encontrado, está por ahí detrás desde hace un par de horas”, y le señaló el talud de una profunda trinchera.

Con gran nerviosismo, el sargento rodeó el montículo para aparecer por el lado más bajo de la trinchera, el que miraba a la retaguardia, a la vez que gritaba alborozado: “¡Maldito sea Perth, llevo todo el día buscándolo por en medio de este barrizal infernal!”. Y añadió un: “¡Venga, vamos!, lo llaman de Comandancia, le van a dar una medalla por lo de...”, pero no pudo acabar la frase. Al girar y descubrir el suelo de la trinchera se encontró con cuatro cadáveres en fila. El tercero por la derecha era el del ametrallador Perth. Un gran agujero abierto en su pecho dejaba ver algunas costillas desgajadas y un reguero sangriento. Un gran agujero justo en el lugar en el que iban a colgarle la medalla.

“Ha muerto sin la gloria que merecía...”, reflexionó el desencantado sargento, que se acababa de quedar sin la propia gloria que para sí tanto ansiaba. Nunca condujo a Perth en presencia de los superiores, nunca se investigó la autoría real del derribo. Brown pudo disfrutar de un par de semanas de permiso y descanso en Canadá y pudo sacar brillo a sus medallitas.

Al fin y al cabo, las guerras necesitaban de héroes, daba igual quienes fueran, acertados o no.

Errol Flynn encarnó a Brown en la película.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Ritual del dolor a vivir


En Pennsylvania

una bomba

ha matado a 25 personas

en el hall de un hotel:

sus restos

han quedado

esparcidos

por la moqueta.


Sobre el cielo de Lockerbie

el vuelo 103

ha reventado

en pedazos:

no hubo

supervivientes.


En un oscuro

y polvoriento

lugar

de Libia

un tirano

ha sido

rematado

a balazos.


Un blindado

ha disparado

a

la azotea

de

un Hotel

en

Cisjordania.


Dos trenes

han reventado

en el metro

de

Londres.


En Brasil,

los miembros

de una secta

se han inmolado

en un suicido

ritual.


En Madrid

ha llovido

a

cántaros.


Y

sigues

sin quererme.

viernes, 18 de noviembre de 2011

El últmo vuelo del Barón Rojo


-Sobre el frente del Somme en la mañana del veintiuno de abril de 1918-

-¡Ahí vienen, ahí vienen! -le advirtió su compañero, el servidor de la ametralladora.

Perth se encontraba entre tenso y asustado, pero en absoluto nervioso, no podía temblarle el pulso ahora que dependía su vida de ello. Varios aviones alemanes, en formación de ataque, perseguían a un grupo de combate inglés sobre el cielo del frente del Somme. Desde abajo apenas podían ayudar a sus compañeros aliados, la altura era demasiada como para soñar en acertarles a los aparatos con los disparos desde el nido de las ametralladoras.

Como sucedía cada mañana en el campo de aviación de Cappy, el Barón Rojo montó en su triplano Fokker Dr I y salió, junto a otras dos docenas de aviones que formaban el agrupamiento, a la caza de una escuadrilla de aviones Sopwith Camel aliados que evolucionaban sobre el área del pueblecito de Saylli-le-sec; sería coser y cantar, un trabajo fácil. Les infligían tantas bajas a los ingleses que sus pilotos eran cada vez más jóvenes e inexpertos.

El Barón se sentía despejado por las dos tazas de café y pensó que desde entonces siempre desayunaría dos tazas, tal era el grado de alerta en el que se encontraba.

Avistaron la escuadrilla enemiga y se abalanzaron sobre ella. Muy pronto comenzó la mengua aliada; por contra, los alemanes apenas sufrían algún rasguño en la carena de sus aviones. En eso, Von Richtofen, demasiado excitado y seguro de sí mismo, tal vez por la taza extra de café ingerida, se lanzó en una alocada persecución en pos del alférez novato Wilfrid May. Traicionaba así a sus maniáticos y milimétricos hábitos, a sus ritos sagrados, pero no por segunda vez en ese día, sino ya por tercera vez porque, justo antes de acceder al hangar donde se encontraba su avión, se dejo hacer, en contra de la superstición de la flotilla, una foto junto a un perrillo. Esa foto del barón, sujetando a un fox terrier en sus brazos, se haría famosa al convertirse en la última imagen de Von Richtofen con vida.

Sí... se dejó fotografiar y, además, se tomó una taza extra de café... Pero, sobre todo, y eso era lo grave, se dejó fotografiar antes de un combate.... De repente, se encontró sin cobertura por parte de su escuadrilla, abismado en un vuelo demasiado cercano del suelo.

Sintió varios impactos en la cola del aeroplano que provenían de la ametralladora Vickers del capitán canadiense Roy Brown. El enemigo se aprovechaba de su retaguardia desguarnecida y le hostigaba. Richtofen debía de olvidarse del novato al que perseguía, remontar el vuelo y ponerse a salvo del posible fuego de tierra. ¿Cómo era tan estúpido para meterse tan abajo, entre dos líneas de disparo? Pensó en que la culpa de todo radicaba en la segunda taza de café, que obnubilaba sus nervios... pero sabía que el problema era el gafe de la maldita fotografía.

Una ráfaga de ametralladora lanzada desde el frente de tierra le segó el pecho.

El aparato del Barón Rojo se empotró contra los árboles de un bosque cercano. Los soldados que presenciaron desde tierra la maniobra de Brown lo celebraron alborozados. El piloto canadiense levantó los brazos en señal de alegría y ejecutó dos triunfales pasadas rasantes sobre el frente aliado para atribuirse todo el mérito del derribo.

-¡Lo he visto todo, soldado Perth! -le advirtió su sargento.

-¿Qué es lo que ha visto, mi sargento? -preguntó Perth, todavía aturdido por la salva de disparos que acababa de lanzar al aire.

-¡Que acaba de derribar al Barón Rojo! -pero el soldado ametrallador Perth se encontraba tan exhausto de la refriega que le temblaron las piernas, se quedó sin aire y se desplomó sin sentido. Su sargento salió a toda prisa de allí, en dirección a las tiendas de la Comandancia:

-¡Debo de informar sobre esto! ¡La gloria del derribo le pertenece a nuestro pelotón! ¡Será una sensacional inyección de moral para nuestros hombres!

El ametrallador Perth fue reanimado con un poco de agua sucia y embarrada

En el hangar alemán, un hombre con un fox terrier y una cámara fotográfica en brazos se deshacía en impacientes preguntas acerca de cuándo regresaría el Barón Rojo, de quien ansiaba una nueva fotografía tras su misión triunfal.

Arrasado


Todo lo de hermoso que había en mi vida te lo llevaste en el pelo, en los ojos, en las palmas de las manos, entre los labios y entre los pechos: en tu respiración. También en la punta de los dedos de tus pies: y en los talones. Y en ambas nalgas. Y arrastrado por tus caderas.

Todo lo de hermoso que hubo, una vez, en mi vida, lo arrasaste con un furioso movimiento de tu lengua, prendido en cada uno de tus dientes, borrado con los párpados, esos que entrecerrabas cuando recostabas tu cabeza sobre mi hombro y yo soñaba con un mundo mejor y contigo y tú: con cualquier otra maldita cosa.

martes, 15 de noviembre de 2011

El ametrallador Perth saborea su té


-Trincheras del Somme, en la mañana del veintiuno de abril de 1918-

-¡Hum! –fue el placentero suspiro del ametrallador Russell Perth, del VI regimiento aussie de Infantería; un suspiro placentero producto del reconfortante paladeo de su té matutino, un bebedizo elaborado entre las trincheras y los agujeros de obús del frente del Somme, entre el barro y que, al menos, le servía para calentarse los congelados dedos y las palmas de las manos, unas manos apenas protegidas por unos sucios mitones.

Durante esas primeras horas en las trincheras no solía existir mucho jaleo. Eran unas horas que Russell Perth aprovechaba para desperezarse ante una nueva mañana, una mañana más de nubes y lluvias torrenciales. Los bombardeos, el fuego cruzado de obuses y los gases venenosos, solían empezar pasadas las diez de la mañana. Era como si se hubiera establecido un acuerdo tácito para permitir el descanso de los hombres, para que todo el mundo pudiera disfrutar de sus desayunos... por llamar a la taza de agua sucia de alguna manera.

¿Qué hacía un australiano allí, en el frente de Bélgica, tan alejado de su casa, de su tierra, de su isla? Perth no encontraba respuestas, solo sabía que, tras alistarse y soportar un largo viaje, terminó en la embarrada Europa.

-¡Cuidado! -gritaron dos observadores. Los enemigos cumplían milimétricamente con el horario habitual del ataque: las diez en punto y, desde lejos, una escuadrilla de aviones alemanes se aproximaba hacia la situación donde se ubicaba Perth. Arrojó la taza con los restos de su humeante té al suelo y adoptó una posición defensiva en su nido de ametralladoras. Asió el arma fuertemente con ambas manos para, acto seguido, apuntar al cielo.

De cómo dos mamarrachos presentan un libro


Érase una vez un mamarracho que escribió un libro.

Érase una vez otro mamarracho que lo presentó delante de un público repleto de enanos mentales.

Érase una vez un libro de poemas que no tenía la culpa de haber sido perpetrado por el mamarracho número uno y érase una vez una editorial y un editor que no sólo publicaban a mamarrachos sino que los alentaban, jaleaban con palmotadas y risotadas.

Érase una vez un mamarracho que escribió un libro.

Érase una vez otro mamarracho que lo presentó delante de un público repleto de enanos mentales narrando imbecilidades que pasaban por ser anécdotas jugosas, tan jugosas que fueron acogidas con tanto regocijo, tanta alegría, tanto gusto, que les parecían cosas tan deliciosas y en tanta sazón, que entre unos y otros se fueron hinchando, inflando, creciendo enormemente, emborrachados de sus egos, ahítos, hasta reventar, estallar todos de gusto y placer.

Y aunque dejaron las paredes de la sala perdidas de sangre y vísceras, incluso algún intestino coronaba la calvita de uno de los enanos mentales, todo salpicado, ¡joder, estaban tan satisfechos de haberse conocido!

Y la mierda, y todo el asco del mundo flotaba entre ellos, hasta, empezando por los tobillos, cubrir y asfixiar los poemas del librito que no tenía ninguna culpa de haber sido escrito por el mamarracho uno y presentado por el mamarracho dos.

Y unos pocos, al fondo, vomitaban en el interior de unos cubos de acero inoxidable y eran señalados con escándalo por los enanos mentales:

Como unos monstruosos y abominables seres sin corazón.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Las efervescentes aventuras de Franz y Joseph : un retablo centroeuropeo (2)



En el café de Praga, Franz y Joseph sentados cara a cara, uno deglutiendo un bocadillo y el otro dando cuenta de una botella de licor.
Franz tenía una manía: la fletcherización. Es decir: según un tal Fletcher, masticar insoportablemente los alimentos hasta reducirlos a pulpa.
Joseph tenía una manía: beber, al menos, una botella de coñac, o de ginebra, o de lo que fuera, al día; pero nunca empezaba a beber antes de la media mañana.
Así que allí estaba sentados, uno miraba al otro, poniéndose cada vez más nerviosos e irritados. Franz, masca que masca, hundido en su delgadez, con esa cara como de mochuelo asustado y sus grandes ojeras. Joseph, con los temblores de sus regordetas manos alcoholizadas, aguardando a que fueran las doce, embutido en su traje raído que se le había quedado pequeño, con su vientre hidropésico que le había reventado un botón de la camisa, los tobillos hinchados, el rostro colorado y sudoroso con esos dos ojillos negros y hundidos.
Munch munch, munch, masticaba Franz.
-Por el amor de Dios… -musitó Joseph, que no podía soportarlo más-. ¡Como siga usted así se le va a desencajar la mandíbula!
Franz se limitó a lanzarle una mirada de indiferencia, pero Joseph volvió a la carga:
-Ahora entiendo por qué usted apenas escribe, por qué tarda tanto en dar a imprenta una obra suya: ¡mastica su escritura como la comida! ¡Hasta reducirla a escombros!
A Franz no le hizo nada de gracia esa afirmación. La literatura lo acomplejaba. Era sufrimiento, y no toleraba que Joseph se burlase:
-Es mejor su caso… -observó tras tragar, al fin, un bocado-: toneladas y toneladas de páginas alumbradas al calor de la borrachera…
Joseph se indignó, tanto que estaba a punto de levantarse y abandonar a su amigo ante tamaño insulto, que se jorobase allí sólo, rumiando su estúpida comida. Pero, en ese instante, en ese mismo instante, el reloj de la Plaza dio las doce campanadas.
-¡Es mediodía! –exclamo Joseph alborozado, que volvió a acomodarse en su taburete, se pasó la lengua por los carnosos labios y con cuidado de no derramar una gota por los temblores, se acercó la copa a los labios. Bebió con avidez, exhaló un suspiro placentero y, entonces, difuminada por la lluvia que caía tras la cristalera, toda Praga le resultó mucho más agradable, e incluso, el memo aquel, entregado a su tritura-tritura, se le hizo hasta soportable.
(Ilustración: pintura de Ernest Descals).

Extravío


Por ti: sí, por ti. Por ti arrojé mi corazón más allá de la distancia. Llegué hasta él y aún fui más lejos... No supe volver.

martes, 8 de noviembre de 2011

El último café del Barón Rojo


-Aeródromo de Cappy, en la mañana del veintiuno de abril de 1918-

-¡Hum! -el placentero suspiro de Manfred von Richtofen, más conocido por sus temerosos enemigos como el Barón Rojo, obedecía al primer sorbo de café negro y espeso, caliente y amargo, tan delicioso, con el que siempre acostumbraba a iniciar el día.

Eran las nueve de la mañana y Von Richtofen, de veinticinco años de edad, el más famoso y legendario de los pilotos alemanes, saboreaba, metódico como siempre, su taza de café. Era un ritual, su ritual, le gustaba sentirse despejado y con la adrenalina a tope, excitado por el efecto de la cafeína, que ponía todos sus huesos y músculos en tensión, con los sentidos alerta.

Como sucedía con el albor de cada nueva jornada estrenada en el bar de oficiales, alguien le preguntó por el número que sumaría la siguiente baja que ocasionase a los aviadores británicos y franceses, esas bestezuelas que volaban, resignadas, al matadero, frente a la ametralladora Spandau de su nave:

-La ochenta y uno -adelantó. Un compañero se sonrió al otro extremo de la barra. Lo admiraba con el orgullo de sentirse alemán, como Von Richtofen, el mayor as de la aviación existente. Ochenta derribos a sus espaldas eran muchos derribos.

Las misiones de vuelo sobre el territorio del Somme se habían prolongado hasta demasiado tarde durante la jornada anterior y Richtofen llegó tan cansado que apenas pudo conciliar tres horas de sueño. Aún antes de la llegada del amanecer ya se había puesto otra vez en pie, nervioso. Quizás se sentía un poco atontado por el madrugón, por lo que tomó una decisión que contravenía con sus milimétricas manías y decidió saborear otra taza de café antes de salir en una nueva misión.

Luego, se saltaría una segunda norma supersticiosa y, después, a la tercera ocasión en que quebrantó sus rígidas costumbres ese día, perdió la vida.

Las efervescentes aventuras de Franz y Joseph: un retablo centroeuropeo (1)


Detrás de la cristalera del café Bohemia, la lluvia fría recordaba que, por cálidas que fueran los contenidos de las copas, del Calvados y del Schnapps, los bebedores seguían estando en Praga. En una mesa, frente a frente, Franz y Joseph.

Franz apenas había probado el contenido de su taza de café. Joseph apuraba su quinto coñac.

-¿Y sobre qué piensa escribir ahora? –le preguntó Franz, de rostro afilado de murciélago, al sonrosado Joseph, manzanoso y acarrillado.

-Ummm –dudo por un instante-: Creo que algo sobre un vagabundo, tal vez se desarrolle la narración en París…

-¡Un vagabundo! ¡Y en París!- exclamó alterado Franz, agudizando los extremos de sus orejas (cuando era bien poco dado a la alteración)-. No creo que eso tenga mucho éxito…

Joseph, acaparando valor en la nueva copa que acababa de servirle el mozo de brillantes charreteras, degustó el contenido y rebatió a su compañero:

-Usted me dijo que escribía sobre una cucaracha…

-No –le corrigió Franz como activado por un resorte de desagrado-, sobre un insecto, un insecto… -Joseph movió una mano regordeta con desprecio y añadió:

-¡Tanto da cucaracha o escarabajo! ¡No deja de ser un insecto, señor mío! Y eso es re-pul-si-vo –matizó, hiriente.

Franz miró fijamente a Joseph para, con un hilillo de voz, defenderse sin convicción:

-Un hombre que… despierta… un día… convertido en… en… insecto…

Joseph estalló en sonoras carcajadas y, antes de llamar al camarero de nuevo, aseguró:

-¡Yo, un vagabundo, usted: un hombre-insecto! ¡Lo tenemos muy difícil, desde luego! ¡No nos leerá nadie! ¡Nunca! –miró a su amigo Franz con lástima y añadió-: Ande, lo invito a tomar una copita de aguardiente…

Franz negó, rotundamente, con la cabeza. ¿Acaso Joseph ignoraba todavía que él era abstemio?

Afuera, contra los cristales, toda Praga.

(Ilustración: una pintura de Ernest Descals).

Luna de sangre


Tengo una

luna de sangre

en el cielo

de mi boca.


Tengo una

luna de sangre

en el paladar.


Cuando trago,

la garganta me sabe a hierro,

a minerales,

a metales pesados.


Tengo una

luna de sangre

dentro de mí.


Es la enorme

luna

que un día

respiraste:

me intoxicaste

con

un

beso

tuyo.

lunes, 7 de noviembre de 2011

El juguete roto


Dios ha estado jugando conmigo: ahora soy un juguete roto.

Mi amor en la Kadaria


Leído en Kadaré:
“El mío es un amor sin esperanza, sin la menos esperanza, pues en el fondo no soy más que un soldado de un ejército desbaratado, un criado, un extranjero, un vencido, un don nadie”.

Astillas


Las letras de tu nombre podrían ser astillas: astillas que introducir bajo mis uñas para, con ese nuevo dolor, acallar todo el sufrimiento que me produces.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Mi prerrogativa


Sentado, solo, a cualquier hora de la madrugada en cualquier lugar, acodado en la barra de cualquier bar en cualquier noche, bebiendo cualquier whisky, el otro día, alcancé una conclusión: realmente he querido de verdad a tres mujeres en mi vida. Una no sé donde está, no sé de ella desde hace años. De la segunda, después de muchísimo tiempo, tuve noticias hace poco y, la tercera, simplemente, a veces, podría verla con recorrer la distancia de veinte o treinta metros que me separan de ella, pero el dolor intenso de su desamor me lo impide.

En ese bar, solo, solo, a cualquier hora de la madrugada en cualquier lugar, acodado en la barra de cualquier bar en cualquier noche, bebiendo cualquier whisky, el otro día, alcancé otra conclusión: cuando se ha querido a alguien tanto como yo os he querido a vosotras, una parte de mí ya queda dentro, viaja siempre allí donde vayáis, estará siempre acompañándoos. En cierto modo, vuestro éxito en la vida es el mío y vuestro fracaso es una pequeña porción de mi derrota. Así que, donde quiera que hayas estado, yo he estado allí, y tú, mientras te casabas, yo estaba allí, y mientras parías a tus hijos, también estaba allí. Y tú, sí tú, mientras viajas en autobús, o comes, o ríes, o lloras o follas, yo estoy allí. De hecho, ahora, que puede que estés durmiendo o borracha, ahora mismo, sí ahora, también estoy allí, contigo.

Y esto es algo que ni todo el odio, la indiferencia o el desprecio podrán evitar. Es mi prerrogativa. Y a esa conclusión llegué el otro día: solo, a cualquier hora de la madrugada en cualquier lugar, acodado en la barra de cualquier bar en cualquier noche, bebiendo cualquier whisky.

Crudelísma arquitectura


Hoy la he visto desde un ventanal: charlaba animada con una amiga, reía carcajadas, parecía feliz... gesticulaba, ajena al dolor que se apelotonaba arriba, tras las cristaleras: crudelísima arquitectura señor Del Prado.

Y, luego, se puso a llover.

Lunario Sentimental


Cariño: ¿cómo siguen las cosas en tu pequeño mundo?

Esta mañana, aquí encerrado, escuché la canción de Van Morrison, Carrying a Torch, la que me salvó en ese mes de agosto pasado, después de que volviéramos de la playa. Allí, justo al borde, con el agua en los pies, veíamos todas las noches ponerse la luna por detrás de la escollera. En cierto modo era como el Lunario Sentimental de Lugones... después, unos pocos días después, herido de muerte, atrincherado en mi piso, con el pánico de que cualquier cosa pudiera penetrar por la puerta, asediado en el horror de no tenerte, apareció Van Morrison con Carrying a Torch y me hizo verlo claro: llevo un antorcha por ti. Y también por ellas, por ellas dos, por las dos anteriores, una antorcha que porto siempre encendida... era algo que me gustaba creer, que me reconfortaba. Hasta que he descubierto que por ti ya no la llevo.

Un día de septiembre me levanté del sillón. Empuñé la antorcha, tu antorcha, y descubrí que era un frío tizón, sucio, que pintaba de negro las paredes de mi vida.

Quijano de la Mancha, picador


6 toros 6 se anunciaban en el cartel de la plaza de toros de Albuquerque. Mucho sombrero texano y una mayoría de mexicanos. El sol cayendo a plomo, golpeando a plomo sobre el tendido. Cervezas heladas gaznate abajo, perritos con chile y guacamole, quesadillas y picante. 6 toros 6, y debajo del nombre de los diestros: el picador en su última corrida, el picador que, por ignotos motivos que yo, uno más del público, desconocía, había elegido aquella plaza para retirarse. No pudo hacerlo en Ronda, Málaga, Madrid o Pensacola, no: tuvo que ser allí, en Albuquerque.

6 toros 6: y al pie del cartel el anuncio de la gloriosa retirada del picador: de Quijano de la Mancha. Por una vez, todo el mundo acudía a ver al picador en acción, no atraían los toreros, ni sus medias envinadas ni sus taleguillas enlucidas ni sus manoletinas de barro y sangre. Importaba ese Quijano, ese Quijano de la Mancha.

Era como una fiebre: la expectación tal que yo no pude contenerme y, cuando apareció por el portón, mientras le colocaban al toro Salinero en suerte (¿quién o qué tipo de hijoputa le ponía el nombre a estos animales?: Armarito, Tuertecillo, Moradito, Albañilillo…), exclamé: ¡Y monta a Rocinante! Desde luego, el animal huesudo lo recordaba, pero alguien cercano, no recuerdo bien, entre trago y trago que bajaba por su garganta con sonidos de tubería, me sacó del error: No, Rocinante murió hace años, en la plaza de Zaragoza, se le salieron los intestinos como una ristra de chorizos, rebozados en la arena, fue una mala cogida, yo estaba allí y yo lo vi.

En efecto, Alonso Quijano había querido demostrar que había vida más allá de los dos tomos, más allá de las segundas partes, esas que nunca fueron buenas, y tras dedicarse a rodar algunas películas porno que pasaron a la historia de la industria como El Quijote porno, con millones de búsquedas y descargas en Internet, superó, incluso, la pérdida en aquella desgraciada cogida de su caballo Rocinante en Zaragoza, y había prolongado su actividad como picador por más de veinte años. Ahora ya era tiempo, todos opinaban que fue tiempo hacía mucho, que la demora era peligrosa, que en cualquier corrida podría pagarlo con la vida, y que era momento de abandonar los ruedos.

El ahora Quijano de la Mancha apareció a lomos de su enfermizo caballo que de inmediato me recordó a ese otro caballo escuálido del Guernica, el que estira el belfo como si fuera a tocar una trompeta, sí, ese. Su armadura orinada y su yelmo polvoriento: la astrosa pica en ristre.

Se parece al caballo de ese mamarracho… musitó un tipo al lado, mientras engullía un perrito, sí, a ese del cuadro: había pensado lo que yo. Salinero, los dos cuernos repletos de sabiduría, conociendo que su destino era el vientre del caballo, no lo dudó un instante.

Embestida: Quijano que no acierta con la pica, una voltereta, el vientre del animal rajado y rojo, y las tripas enarenadas de albero como una ristra de chorizos picantes espolvoreados de pimentón.

No tardamos mucho en darnos cuenta que esas tripas eran también, las de Quijano de la Mancha, inerte, junto al rocín: ambos parecían, en el estertor, estirar los labios, los belfos, como si intentaran soplar en una trompeta imitando al mamarracho del cuadro, y yo tuve la extraña sensación, cuando el sol caía más a plomo sobre mi cabeza, que esas tripas, además, eran mis propias tripas y el pimentón el mismo pimentón de mi sangre, enarenados en nuestra postrera playa de Barcelona.

Maqueta


Porque cuando te conocí fue como un choque de trenes: ahora no llega ni a maqueta del Ibertren.