En Praga: Plaza de la Ciudad Vieja, marzo de 1918.
Arrastraba el lastre de sus pulmones por las callejas de Praga, perdía trocitos de vida enganchados en los salientes del adoquinado. Una sensación de aplastamiento, el peso de todas las gárgolas y pináculos de la ciudad apuntalados en su pecho para quebrárselo, le obligaba a detenerse a cada pocos pasos, tomar aire con ahogo y proseguir la marcha con la vista perdida en las esquinas, horizontes demasiado alejados para ganarlos sin descanso.
A la vuelta de un chaflán alcanzó la Plaza de la Ciudad Vieja. Le sorprendió un montón de gente arremolinada en derredor de un charlatán que vendía su producto con un vocabulario superlativo. Encima del pequeño entarimado iba y venía, refugiado en sus barbas coronadas con tupidos bigotes, quien decía ser el padre de la criatura que promocionaba. Un empleado de la atracción se aproximó a Kafka y le entregó una hoja bastante bien impresa en la que se anunciaban en alemán las maravillas que se ocultaban en el Kaiserama y que, por un módico precio, el espectador podría disfrutar y asombrarse con ellas a partes iguales.
El término, Kaiserama, le sonó de antes a Kafka. En cuanto se sumergió en la lectura del programa comprendió de qué se trataba:
Sólo durante esta semana en Praga. Dos colecciones de 50 vistas tridimensionales compuestas con los últimos avances de la técnica y de la industria fotográfica. 100 fotografías con una profundidad y un realismo que parecen tener vida propia. El original y único Panorama del Kaíser, ahora rebautizado Kaiserama, réplica del aparato que deleita a los berlineses desde 1883 y cuyo padre e inventor August Fuhrmann se complace traer en persona a todos los praguenses.
A continuación, se desgranaban los títulos y los motivos de las composiciones destinadas a deleitar a los espectadores:
La Plaza del Mercado Nuevo de Hamburgo, Gliptoteca del Museo Nacional de Berlín, unas vistas de Marruecos, otras vistas –muy curiosas- de Constantinopla, imágenes de Praga, escenas de la vida cotidiana en Varsovia, edificios monumentales de Brujas, Amberes y Gante, maravillas de Egipto, el Castillo de Praga, escenarios naturales de Bohemia…
Kafka recordó la primera vez en que contempló un Kaiserpanorama. Fue durante un viaje de negocios, allá por mil novecientos once. Se topó con el ingenio en una atracción de provincias. Entonces, no se alimentaba la profunda animadversión por Francia e Inglaterra, así que las escenas de ejércitos y desfiles, las flotas de buques, las paradas militares grandilocuentes y el propio Kaíser que prestaba su nombre al invento, aparecían en tres dimensiones sin ningún tipo de rubor. Le impresionaron las fotos del Zeppelin Deutchsland en su vuelo inaugural, imágenes que también causaron sensación entre los demás espectadores. Ahora, la Guerra Mundial imponía sus cortapisas, ejercía su censura. De las fotos de entonces al repertorio actual quedaban expulsadas todas las que se referían a familias reales –el Koprinz, el mismísimo Kaíser-, y los retratos de países no muy bien vistos por los Imperios Centrales. Era una lástima, porque el inventor del sistema, Fuhrmann, envió a cientos de fotógrafos por todo el mundo para recoger placas de lugares exóticos y de acontecimientos relevantes. En cualquier caso, ese hombre poseía un aguzado sentido del negocio. Presentaba la atracción en persona, el sesudo inventor convertido en el desaforado charlatán aupado en el estrado y, para la exhibición en Praga, colmó a su ingenio de fotos que reflejaban lugares emblemáticos de la ciudad y de la región.
Con hechuras de titiritero, Fuhrmann ordenó a sus ayudantes que retiraran las lonas que cubrían el artefacto. Una exclamación de asombro del público congregado ahogó en ese momento las campanadas del Reloj Astronómico, que exigía dar las cuatro de la tarde. Por una vez no sería el mítico artefacto, preñado de ruedas dentadas, ejes, bastidores, mecanismos y autómatas, el principal objeto de atención del lugar.
Lo que a Kafka le pareció un samovar gigante, encastillado en maderas barnizadas, cristaleras, platas y dorados repujados, sujeto por un entramado de hierros, se mostró en toda su desnudez para disfrute de los praguenses: consistía en un cilindro de madera de unos cinco metros de diámetro, a modo de carrusel. Veinticinco espectadores tomaban asiento en derredor y acercaban los ojos a una especie de gafas adheridas a la estructura del aparato con las que podían ver en relieve las colecciones de fotos que se proyectaban en el interior.
Se formó, con una brevedad sorprendente, una enorme cola de personas que ansiaban purgar su curiosidad asomada a los atractivos agujeros. Fuhrmann se frotaba las manos, calculaba mentalmente la recaudación y lo fructífera que le resultaría la semana en Praga. Kafka, antes de abandonar el lugar, no pudo evitar acercarse a él para preguntarle:
-Disculpe, caballero –el inventor le dirigió una mirada de soslayo-: ¿Podría explicarme el motivo del cambio de nombre de su invento, de Kaiserpanorama a Kaiserama? ¿Acaso ya no se trata de un panorama?
August Fuhrmann se atusó los bigotes. Antes de responder afloró una gran sonrisa en su rostro:
-¡Todo sea por la Publicidad, por el competitivo mundo publicitario! –se dirigía a Kafka de igual manera, con la verborrea que antes empleó para encandilar a la multitud; al viejo estilo de un chamarilero que quisiera venderle un crecepelo. Como vio que no le comprendía, aún tuvo cierta generosidad para aclarar-: Fue a raíz de mí presentación del producto en América. Allí aprendí nociones de Publicidad. América, un lugar en donde todo es susceptible de ser vendido... Aprendí Publicidad le digo, pero también aprendí que para vender un producto se debe poseer un nombre con gancho. ¿No se atreva usted a negarme que Kaiserama posea mucho más gancho comercial que Kaiserpanorama, tan largo, con unas resonancias, digamos, más indeseables?
Kafka lo entendió muy bien. Fuhrmann trataba de desvincularse del Panorama del Kaíser. Ese nombre recordaba demasiado a las ideas y decisiones políticas que les llevaron a una guerra que Austria-Hungría se encontraba a punto de perder. Kaiserama se ajustaba más a lo que ofrecían las fotos: la vida, la gente y las ciudades en tiempos del Kaíser, pero sin contar para nada con el Kaíser. Además, ese era un buen nombre si Fuhrmann pretendía ampliar su exhibición en el futuro, de gira por países ahora hostiles. Resultaba menos ampuloso, con menores connotaciones negativas ante el enemigo porque, la Publicidad, el Negocio, no entendía de guerras ni componendas.
Mientras se retiraba, el inventor volvió a pregonar las bondades de su producto; podía proporcionar un rato de entretenimiento dentro de tiempos tan duros. Además, Fuhrmann lanzó un desafío a gritos:
-Continúa siendo un panorama, pero ya no es del Kaíser. El panorama pertenece ahora a su creador. ¿Quién sabe si no lo llamaré en un futuro Fuhrmannrama?
Son tiempos duros, son los agotados tiempos del Kaíser, pensó Kafka, que ya alcanzaba la puerta de casa.
-No creo que estos años pasen a la historia como una época de Kaiserama –se dijo en voz baja-; tal vez, a lo sumo, lo hagan como una especie de Kaiserkaleidoscopio. Sí, esa acepción me agrada más…, realmente, ahora que lo pienso, creo que cada uno vive inmerso en su propio Kaiserama, rodeado de sus instantáneas, de los suyos, de sus contemporáneos. En ese sentido, mi Kafkapanorama, bueno, mi Kafkarama, si atendemos a las leyes de la Publicidad americana, bien poco entretenimiento posee. Mi vida es una colección de tediosas fotos en las que el elemento tridimensional no las convierte en más atractivas: un Max Brod congelado en mitad de una lectura en un café; mi padre con un gruñido suspendido frente a la puerta de la tienda; yo mismo, detenido, abrumado en mi cuarto, delante de un cuaderno en blanco, no soy capaz de escribir una sola línea...
Abrió la puerta y, con un hondo suspiro, dejó tras de sí las calles de esa Praga que terminaría aupada por encima de políticas, sucesos y personajes para ser, en un tiempo futuro no tan lejano, la ciudad del más brillante, llamativo y apasionante Kafkarama jamás ideado.
Franz, que ignoraba todo eso, se dedicó a maldecir los ruidos familiares que le impedirían concentrarse para escribir con un poco de sentido.
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