Veinticuatro de abril de 1918:
Era una mañana entre nublada y soleada que terminó por cerrarse con grandes y negros nubarrones que eligieron descargar una pesada lluvia en el mismo momento en que se enterraba el féretro de Manfred von Richtofen, alias el Barón Rojo.
El ataúd desfiló a hombros de los miembros de su escuadrilla. Encabezaba la marcha un cura que recitaba responsos y, a los lados, varias filas de soldados en actitud marcial presentaron sus armas y honores a los restos del piloto caído y, en extraño y romántico gesto, una de las coronas que adornaban el ornato fúnebre fue enviada por sus propios adversarios. En ella podía leerse:
A nuestro valiente y respetable enemigo.
Repetidas salvas de fusilería, bajo la tenaz lluvia, acompañaron las paletadas de tierra que ocultaron el féretro.
El ataúd desfiló a hombros de los miembros de su escuadrilla. Encabezaba la marcha un cura que recitaba responsos y, a los lados, varias filas de soldados en actitud marcial presentaron sus armas y honores a los restos del piloto caído y, en extraño y romántico gesto, una de las coronas que adornaban el ornato fúnebre fue enviada por sus propios adversarios. En ella podía leerse:
A nuestro valiente y respetable enemigo.
Repetidas salvas de fusilería, bajo la tenaz lluvia, acompañaron las paletadas de tierra que ocultaron el féretro.
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