Trincheras del Somme, en la tarde del veintiuno de abril de 1918
Antes de que el aparato de Roy Brown aterrizase en el aeródromo de Bertangles la noticia ya corría como la pólvora. Que se mostrara algo azorado en su modestia al descender de la carlinga no era sino una mera pose. Acababa de sobrevolar de forma rasante el campo de trincheras del valle del Somme para rubricar su hazaña. Henchido de orgullo se pavoneó en el aire como uno de los gallos de Faverolles del mariscal Merde, en un claro reclamo para sí de la paternidad del derribo. Todo el mérito de haber terminado con el Barón Rojo era suyo y, allá abajo, los soldados atrincherados lanzaron sus cascos al aire en señal de alegría y agradecimiento. Y Brown pensó que eso era lo mejor de todo, el agradecimiento. Se lo agradecían, por eso se preocupó de que nadie albergase la más mínima duda acerca de lo que allá arriba acababa de ocurrir: él era quién debía de pasar a la Historia como el piloto que abatió al mito alemán.
-Yo preferiría brindar con una buena cerveza -les dijo a los muchachos que ya lo rodeaban alborozados y sin apenas darle tiempo a bajarse por completo del avión. La ocurrencia se celebró con una gran risotada. Se apiñaban los mecánicos, los mozos de hangares, los soldados del retén, los encargados del aeródromo, los de intendencia, sus otros camaradas pilotos... que le propinaban sonoras palmotadas en la espalda, apretones de manos, piropos, elogios, alharacas, enhorabuenas. Entonces, el corrillo se abrió y apareció el comandante con una botella de champán en una mano y la espumosa jarra de cerveza en la otra.
-¡Muy bien, muchacho! -le felicitó a la par que descorchaba la botella y salpicaba a todos con un reguero de líquido. A las pocas horas, Brown recibía un mensaje del Alto Estado Mayor Aliado: le proponían para un par de condecoraciones, el Gobierno del Canadá lo invitaba personalmente para un acto de reconocimiento y se le concedían dos semanas de permiso. Luego vendrían los homenajes en Toronto, en su barrio, en su escuadrilla, y las medallas, los diplomas, las conferencias, una biografía, una película de Hollywood, la fama, el éxito...
Ajeno a todo, el ametrallador Perth aplastaba la cara contra el embarrado suelo de la trinchera como una manera de que no se la volaran los fragmentos desprendidos de las carcasas de los obuses. Con los ojos llenos de tierra y con los churretes de barro que correteaban por sus mejillas, poco podía saber él de la cantidad de homenajes y de fama que el aviador Brown cosechaba por un derribo que tan sólo se le podría atribuir a Perth.
Sin embargo, no muy lejos de las trincheras, en las tiendas de campaña, el sargento de la compañía a la que pertenecía Perth luchaba a brazo partido con la burocracia y el estamento militar para que se reconocieran los méritos del soldado, que no sería sino reconocer los méritos de la división australiana, que incluso podría recibir una medalla. Con ella vendría aparejada la gloria.
-Es una inyección de moral para la tropa, señor -el sargento mentía, ese argumento no era cierto en absoluto, tan sólo perseguía su propio éxito al mando- y además, lo que es justo es justo, ese Brown no merece, ni de lejos, toda la polvareda triunfal que se ha montado a su alrededor.
El coronel escuchó con atención la historia de su sargento. Tras reflexionar unos minutos resolvió que trajeran de inmediato al ametrallador Perth ante su presencia. El sargento, al escuchar la orden, supo que acababa de conseguirlo, que se terminaría por saber la verdad y que se despojaría a Brown de tan injustos honores. Se levantó eufórico, saludó a su superior y gritó alborozado:
-¡Al instante, señor!
El sargento corrió a lo largo de la línea del frente y gritó incansablemente el nombre de Perth. Siempre se encontraba con alguien que acababa de verlo o que sabía de su última posición. “Iba por allá”, “le vimos en esas trincheras de allí”... y las indicaciones y las conversaciones se interrumpían bruscamente por el impacto de algún obús o por el tableteo del fuego de las ametralladoras enemigas.
-¿Es cierto eso que se comenta por ahí? -le preguntaban los compañeros a Perth, pero él manifestaba no saber nada de nada, ignoraba a que diantres se referían. Al enterarse de que se le atribuía el derribo del Barón Rojo sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. “No puede ser”, pensó. Era un hombre más bien tímido, no quería notoriedad, prefería mantenerse alejado de la fama, de las condecoraciones, de los homenajes.
Prefería continuar con vida.
-¡Te propondrán para una medalla, una de las gordas! -le gritó un compañero. Perth se notaba aterrado por la responsabilidad.
“¡Perth, ametrallador Perth, Perth, Perth, Perth!”, le llamaba sin cesar el sargento por entre el barrizal de la línea de trincheras. “¡Señor!”, le avisó un soldado. El sargento se volvió expectante. “Lo busca por lo de la medalla, ¿no es verdad?”. El sargento meneó la cabeza afirmativamente. “Pues no lo busque más, que ya lo ha encontrado, está por ahí detrás desde hace un par de horas”, y le señaló el talud de una profunda trinchera.
Con gran nerviosismo, el sargento rodeó el montículo para aparecer por el lado más bajo de la trinchera, el que miraba a la retaguardia, a la vez que gritaba alborozado: “¡Maldito sea Perth, llevo todo el día buscándolo por en medio de este barrizal infernal!”. Y añadió un: “¡Venga, vamos!, lo llaman de Comandancia, le van a dar una medalla por lo de...”, pero no pudo acabar la frase. Al girar y descubrir el suelo de la trinchera se encontró con cuatro cadáveres en fila. El tercero por la derecha era el del ametrallador Perth. Un gran agujero abierto en su pecho dejaba ver algunas costillas desgajadas y un reguero sangriento. Un gran agujero justo en el lugar en el que iban a colgarle la medalla.
“Ha muerto sin la gloria que merecía...”, reflexionó el desencantado sargento, que se acababa de quedar sin la propia gloria que para sí tanto ansiaba. Nunca condujo a Perth en presencia de los superiores, nunca se investigó la autoría real del derribo. Brown pudo disfrutar de un par de semanas de permiso y descanso en Canadá y pudo sacar brillo a sus medallitas.
Al fin y al cabo, las guerras necesitaban de héroes, daba igual quienes fueran, acertados o no.
Errol Flynn encarnó a Brown en la película.
Antes de que el aparato de Roy Brown aterrizase en el aeródromo de Bertangles la noticia ya corría como la pólvora. Que se mostrara algo azorado en su modestia al descender de la carlinga no era sino una mera pose. Acababa de sobrevolar de forma rasante el campo de trincheras del valle del Somme para rubricar su hazaña. Henchido de orgullo se pavoneó en el aire como uno de los gallos de Faverolles del mariscal Merde, en un claro reclamo para sí de la paternidad del derribo. Todo el mérito de haber terminado con el Barón Rojo era suyo y, allá abajo, los soldados atrincherados lanzaron sus cascos al aire en señal de alegría y agradecimiento. Y Brown pensó que eso era lo mejor de todo, el agradecimiento. Se lo agradecían, por eso se preocupó de que nadie albergase la más mínima duda acerca de lo que allá arriba acababa de ocurrir: él era quién debía de pasar a la Historia como el piloto que abatió al mito alemán.
-Yo preferiría brindar con una buena cerveza -les dijo a los muchachos que ya lo rodeaban alborozados y sin apenas darle tiempo a bajarse por completo del avión. La ocurrencia se celebró con una gran risotada. Se apiñaban los mecánicos, los mozos de hangares, los soldados del retén, los encargados del aeródromo, los de intendencia, sus otros camaradas pilotos... que le propinaban sonoras palmotadas en la espalda, apretones de manos, piropos, elogios, alharacas, enhorabuenas. Entonces, el corrillo se abrió y apareció el comandante con una botella de champán en una mano y la espumosa jarra de cerveza en la otra.
-¡Muy bien, muchacho! -le felicitó a la par que descorchaba la botella y salpicaba a todos con un reguero de líquido. A las pocas horas, Brown recibía un mensaje del Alto Estado Mayor Aliado: le proponían para un par de condecoraciones, el Gobierno del Canadá lo invitaba personalmente para un acto de reconocimiento y se le concedían dos semanas de permiso. Luego vendrían los homenajes en Toronto, en su barrio, en su escuadrilla, y las medallas, los diplomas, las conferencias, una biografía, una película de Hollywood, la fama, el éxito...
Ajeno a todo, el ametrallador Perth aplastaba la cara contra el embarrado suelo de la trinchera como una manera de que no se la volaran los fragmentos desprendidos de las carcasas de los obuses. Con los ojos llenos de tierra y con los churretes de barro que correteaban por sus mejillas, poco podía saber él de la cantidad de homenajes y de fama que el aviador Brown cosechaba por un derribo que tan sólo se le podría atribuir a Perth.
Sin embargo, no muy lejos de las trincheras, en las tiendas de campaña, el sargento de la compañía a la que pertenecía Perth luchaba a brazo partido con la burocracia y el estamento militar para que se reconocieran los méritos del soldado, que no sería sino reconocer los méritos de la división australiana, que incluso podría recibir una medalla. Con ella vendría aparejada la gloria.
-Es una inyección de moral para la tropa, señor -el sargento mentía, ese argumento no era cierto en absoluto, tan sólo perseguía su propio éxito al mando- y además, lo que es justo es justo, ese Brown no merece, ni de lejos, toda la polvareda triunfal que se ha montado a su alrededor.
El coronel escuchó con atención la historia de su sargento. Tras reflexionar unos minutos resolvió que trajeran de inmediato al ametrallador Perth ante su presencia. El sargento, al escuchar la orden, supo que acababa de conseguirlo, que se terminaría por saber la verdad y que se despojaría a Brown de tan injustos honores. Se levantó eufórico, saludó a su superior y gritó alborozado:
-¡Al instante, señor!
El sargento corrió a lo largo de la línea del frente y gritó incansablemente el nombre de Perth. Siempre se encontraba con alguien que acababa de verlo o que sabía de su última posición. “Iba por allá”, “le vimos en esas trincheras de allí”... y las indicaciones y las conversaciones se interrumpían bruscamente por el impacto de algún obús o por el tableteo del fuego de las ametralladoras enemigas.
-¿Es cierto eso que se comenta por ahí? -le preguntaban los compañeros a Perth, pero él manifestaba no saber nada de nada, ignoraba a que diantres se referían. Al enterarse de que se le atribuía el derribo del Barón Rojo sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. “No puede ser”, pensó. Era un hombre más bien tímido, no quería notoriedad, prefería mantenerse alejado de la fama, de las condecoraciones, de los homenajes.
Prefería continuar con vida.
-¡Te propondrán para una medalla, una de las gordas! -le gritó un compañero. Perth se notaba aterrado por la responsabilidad.
“¡Perth, ametrallador Perth, Perth, Perth, Perth!”, le llamaba sin cesar el sargento por entre el barrizal de la línea de trincheras. “¡Señor!”, le avisó un soldado. El sargento se volvió expectante. “Lo busca por lo de la medalla, ¿no es verdad?”. El sargento meneó la cabeza afirmativamente. “Pues no lo busque más, que ya lo ha encontrado, está por ahí detrás desde hace un par de horas”, y le señaló el talud de una profunda trinchera.
Con gran nerviosismo, el sargento rodeó el montículo para aparecer por el lado más bajo de la trinchera, el que miraba a la retaguardia, a la vez que gritaba alborozado: “¡Maldito sea Perth, llevo todo el día buscándolo por en medio de este barrizal infernal!”. Y añadió un: “¡Venga, vamos!, lo llaman de Comandancia, le van a dar una medalla por lo de...”, pero no pudo acabar la frase. Al girar y descubrir el suelo de la trinchera se encontró con cuatro cadáveres en fila. El tercero por la derecha era el del ametrallador Perth. Un gran agujero abierto en su pecho dejaba ver algunas costillas desgajadas y un reguero sangriento. Un gran agujero justo en el lugar en el que iban a colgarle la medalla.
“Ha muerto sin la gloria que merecía...”, reflexionó el desencantado sargento, que se acababa de quedar sin la propia gloria que para sí tanto ansiaba. Nunca condujo a Perth en presencia de los superiores, nunca se investigó la autoría real del derribo. Brown pudo disfrutar de un par de semanas de permiso y descanso en Canadá y pudo sacar brillo a sus medallitas.
Al fin y al cabo, las guerras necesitaban de héroes, daba igual quienes fueran, acertados o no.
Errol Flynn encarnó a Brown en la película.
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