En Praga: Domicilio de Milena Jesenska, 5 de junio de 1924.
Se aproximó al balcón, contempló la calle, el empedrado, un solitario coche de caballos que golpeaba con la uña los timbales del suelo. Se notaba la ausencia, la Gran Ausencia que planeaba en la ciudad. La Gran Ausencia en Praga, en Viena, en Berlín, en el mundo.
Las estatuas de las fachadas de los edificios, las gárgolas de San Vito, los parques, los jardines, las colinas, esos elementos, los objetos que llevaban siglos detenidos allí, anclados, arrojados a Praga como los restos de un naufragio, esos objetos, sentían, sabían de la enorme orfandad en la que se sumían y emanaban una melancolía insoportable. Ellos, construcciones, bloques de cemento, muros, la última y más pequeña piedrecilla, el más insignificante guijarro, eran conscientes de la Pérdida.
No así los ciudadanos de Praga que, un día más, deambulaban fantasmales por los puentes, cruzaban el río y arrastraban su ignorancia con enorme desfachatez. Ignoraban que desde ese día Kafka ya no existía en Praga y que Praga, con su muerte, daba un paso más en dirección a la Intangibilidad de las Ciudades, ese fenómeno mediante el cual la urbe se torna más y más etérea con la desaparición de cada hombre importante que la encarna. Hoy sería una esquina desdibujada, una farola translúcida, mañana un café fantasma, un lugar borroso, desleído bajo la capa de niebla; pasado, una calleja entera que deja paso a un descampado. Así, llegará el día en que un viajero acuda de visita a Praga y se encuentre con un socavón enorme, que ya no exista la ciudad, transmutada e incorpórea, agotada y evaporada por la fuga mortal de los genios que vivieron en ella.
Se apartó del balcón y regresó a su lugar, a su triste puesto frente a la máquina de escribir. La hoja en blanco nunca fue más aterradora para ella: la hoja en blanco aguardaba letras de tinta negra, grajos posados en un campo de espigas que compondrían la necrológica de Franz.
Empezó a teclear con mayor inseguridad que nunca:
Kafka permitió que la enfermedad soportara todo el peso de su miedo a la vida, una enfermedad que alimentó cuidadosamente, que animó a que se manifestara y creciera en su interior, un mal que entendía como un castigo justo y divino, aceptado por esos motivos con resignación, casi con una alegría inconsciente.
Milena suspiró: recordó sus paseos junto a Franz por los bosques de Viena, su cita en Gmünd durante un mes de agosto agobiante y que resultó un auténtico martirio para ambos…, pero especialmente para él, enzarzado en los brazos de un amor tan turbulento, poco correspondido. Sin embargo, Milena era incapaz de rescatar la primera vez en que se vieron, esa primera vez en un café, esa primera vez que Kafka tantas veces le contaba con todo lujo de detalles porque, si bien ella no reparó en la ocasión, a él se le grabó a fuego el instante en que, ante su espectral existencia, se manifestó “su Milena”.
Su Milena, con lágrimas, empapaba el folio en el que redactaba la necrológica y las letras, esos grajos esparcidos en campo de espigas, que amenazaban con desplegar sus alas y volar, azorados, sin rumbo.
***
“Franz Kafka era un hombre tímido, amable y bueno, pero los libros que escribió eran crueles, dolorosos. Él veía un mundo repleto de demonios invisibles que hacían la guerra a los indefensos seres humanos y los destruían…”
Robert Musil no continuó con la lectura de la reseña de Milena Jesenska publicada en el periódico Naródní Listy. Arrojó, enfurecido, la publicación que se acababa de recibir en Viena y miró por la ventana del cafetín. De repente, le dio la sensación, podría jurarlo, de que un banco de sólida y rústica madera situado enfrente, al menos por un instante, amagó por volverse transparente y desaparecer en mitad de la nada.
***
“Era lúcido. Demasiado sabio para vivir y demasiado débil para luchar…”
Una punzada dolorosa se apoderó del pecho de Max Brod. No era capaz de terminar las palabras de Milena, tan certeras. Apartó el periódico a un lado y se asomó a la balconada. Creyó reconocer a su amigo, tocado con un sombrerito, que arrastraba su delgadez a grandes zancadas, doblaba las esquinas de Praga. Una aparición, al estilo del Golem, de forma sorprendente y ficticia, acorde con el mito de la imaginación popular… En cierto modo Franz también era ahora así, una figura de la Praga popular. ¿Y si Franz Kafka no fuera sino un personaje de ficción que se inventaron entre todos los novelistas frustrados y los borrachos fracasados del foro, para que fuera más llevadera la penuria de sus vidas?
Kafka personaje de novela. Pensó en eso. Deseó verlo aparecer tras la esquina.
Nunca más surgió tras ninguna esquina.
***
“Como hombre y como artista, era tan infinitamente escrupuloso que permanecía alerta incluso cuando otros, los sordos, se sentían seguros”.
-Firmado por Milena Jesenska –añadió Robert Klopstock que, con gran presencia de ánimo, sin que su voz temblara nada más que un par de veces, lo suficiente, acababa de leer en alto la necrológica para los parroquianos del café Arco. Sentado en una silla más alejada se encontraba Leo Nemec, que no podía reprimir una incómoda humedad en sus ojos.
Transcurridos unos instantes, la clientela retornó a sus quehaceres habituales: encendieron las pipas, fumaron, bebieron sus aguardientes, charlaron de la situación política de la República Checoslovaca, tan rodeada de países que la codiciaban...
Nemec se levantó y cruzó con decisión el saloncito para detenerse frente a Robert Klopstock.
Los dos hombres se miraron en silencio, rostro contra rostro se aguantaron con dureza para girar a la par sus cabezas en dirección al rincón en donde Franz Kafka solía sentarse.
Allí no había nadie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario