jueves, 23 de febrero de 2012

El lector de Dickens (parte 4 de 10)


En la habitación de Franz Kafka: sanatorio Hoffmann, 1 de junio de 1924, aún más tarde.

Transcurridas un par de horas de reposo, Franz se acababa de despertar; llamó a Leo Nemec con la insistencia de sus susurros. Klopstock, que en esos instantes velaba al lado de la cama, de nuevo lo trajo a su presencia. Al colocarse frente a él, Nemec se sintió frente a un tribunal que fuera a interrogarlo acerca de sus peores crímenes y, en cierto modo, no se equivocaba.

El pecho de Franz subió y bajó con un esfuerzo supremo, pero rechazó de mala gana la pizarra en la que escribía si ya no era capaz de articular palabra. Atrajo a los dos amigos para sí, bien cerca las cabezas de sus labios, y formuló:

-Dime, Leo, tú que estabas allí…, dime que no sufrió. Tú debiste verlo, nunca quisiste contármelo y siempre evitaste decirme nada al respecto –los pulmones de Kafka se derrumbaron vencidos y emitieron un pequeño estertor que alarmó a Klopstock. Franz abrió los ojos para demostrar que era una falsa alarma, aún continuaba con ellos, cada vez con menor intensidad.

-¿A qué se refiere? –le preguntó Klopstock a Nemec.

-Bueno… -Leo fingió una pequeña duda, pero conocía muy bien lo que Kafka deseaba escuchar. Creyó que quizás podría ganar unos instantes y salvarse de confesar su infamia-: Quiere averiguar la realidad de la muerte de su amigo Oskar Pollak, en la Guerra… -al escuchar ese nombre los ojos de Kafka se abrieron sedientos de verdades.

-Sí, alguna vez me habló de Pollak –admitió Klopstock-. ¿Conoce lo que le ocurrió? –interrogó a Nemec sorprendido.

-En cierto modo así es –resolvió, ¿pero podría confesar la verdad tan dura y difícil? ¿Comprendería Kafka que el verdadero amigo no se encontraba allí, que el verdadero amigo murió en el lugar de Nemec, en un cambalache cobarde y traicionero? Era muy difícil sincerarse ante una persona sumida en un estado tan delicado: Pollak, quién sí sabría proporcionar el consuelo oportuno a Franz, llevaba años fallecido y Nemec, la persona a quién regaló su vida, nada de provecho sabía realizar con ella. Ni siquiera era capaz de otorgarle a Kafka un pellizco de paz al admitir la verdad y reconocer su vergüenza-. Fue parecido a un libro de Dickens… -confesó Leo Nemec tras tomar una pizquita de valor. El rostro del moribundo se iluminó al escuchar el nombre de uno de sus autores favoritos.

-¿La muerte de Pollak se relaciona con una novela de Dickens? –Klopstock no entendía la declaración. Azorado, sin posibilidad de ganar mayor tiempo a sus mentiras, Nemec decidió atacar la verdad de una vez por todas:

-La novela es Historia de Dos Ciudades. ¿Entiende lo que quiero decir? –la pregunta iba dirigida a Klopstock, porque Kafka era incapaz de asimilar el subterfugio.

-Creo que un poco… -Franz los miraba sin atisbar la forma en que la muerte de su amigo se encontraba cifrada en el interior de la trama de un libro del cual apenas recordaba nada.

-Pollak hizo honor a la historia…, quiero decir que al igual que sucede en esa novela yo… -Leo proseguía con su dificultoso inculpamiento.

La fortuna se alió con Nemec. En ese instante, el instante de arrojar la mascara y cambiarla por el velo de la infamia, apareció en la habitación Dora Diamant, la amante de Kafka que regresaba de realizar unos encargos, de comprar las flores que nunca faltaban alrededor de la cama del enfermo.

Dora no era capaz de controlarse. Veía el estado de postración de Franz y comenzaba a derramar lágrimas intentando disimularlas lo máximo posible. Llorando en silencio, se situó al lado de Kafka, tomó sus manos y él volvió la cabeza con un lento esfuerzo para dirigirse a ella con un exhausto hilo de voz:

-Manos tan delicadas que hacen un trabajo tan sangriento… -un escalofrío recorrió la columna vertebral de la mujer al escuchar la frase, tan dura, tan cruel en esos instantes. Esa misma frase, esa misma, era la primera que escuchó de boca de Kafka al conocerlo. Ella se dedicaba a limpiar pescado en un campamento de vacaciones en Müritz, localidad en la que Franz se encontraba descansando. Un día fue invitado a cenar y al cruzar por delante de las cocinas se topó con Dora Diamant, aplicada a su tarea. Arrebatado por un flechazo demoledor no tuvo otra ocurrencia para halagar a la mujer que pronunciar esa frase, la misma que ahora sonaba tan maldita: maldita porque ya no se refería a destripar a los pescados sino al empeño de la mujer por cuidar de Kafka, que él interpretaba como un trabajo mucho más sangriento que limpiar peces. Por eso le dolieron a Dora tanto esas palabras, pero desarmada ante el extraño piropo, fue incapaz de retirar sus manos de entre las de Kafka, huesudas y estiradas, blanquecinas; su anatomía decidía rendirse empezando por las zonas más extremas para acabar, sostenido un cerco inagotable, en el centro, en el centro de su corazón, no sin antes aplastar laringe y pulmones…, porque en el asedio a su cuerpo, la enfermedad no tomaría prisioneros y arrasaría con todo a su paso.

Dora buscó un remanso en los ojos de Franz Kafka y allí pareció encontrarse con la playa, con los rescoldos de la pasión por el idioma hebreo que ambos alimentaron, con las deliciosas lecturas compartidas que avivaron su amor: siete semanas después de conocerse se marcharon, juntos, para vivir en Berlín. Poco tiempo después, desahuciados por la enfermedad, se mudaron al sanatorio.

Kafka se durmió en Dora y olvidó por completo la muerte de Pollak.

Nemec, sibilino en su mentira, se creyó a salvo; una vez más escapaba indemne con su impostura.

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