En la habitación de Franz Kafka: sanatorio Hoffmann, mañana del 2 de junio de 1924.
¿L.N?, escribió Kafka en la pizarra. Le preguntaba a Klopstock por Leo Nemec, con quién salió a desayunar y sin el cual acababa de regresar.
-Supongo que vendrá en breve –aclaró, no sin cierto tono de malicia-, porque seguro que se atreve –remachó para sí.
Dora Diamant, a la cabecera de la cama de Franz, trataba de mantener lúcido al enfermo en la estéril creencia de que así le ganaría minutos, quién sabe si no días, al final.
-Intentamos recordar… –informó la mujer a Klopstock que, inmediatamente, sintió deseos de rogarle un por favor no lo tortures más, aún a sabiendas de que eso heriría brutalmente a Dora porque, en su amor por Franz, no se daba cuenta del sufrimiento al que lo sometía, un sacrificio que él aceptaba de buen grado, con voluntad extrema-: Jugábamos a rememorar las chicas que pasaron por su vida –era esa forma de pronunciar, chicas, el recreo de dos adolescentes descerebrados que ignoran el verdadero final que aguarda tras el timbrazo: el regreso a las clases, a las tareas sin terminar, a las reprimendas; en el caso de Kafka, el retorno a la dura realidad de la extinción.
F y M, escribió Franz, las iniciales de las dos únicas mujeres que recordaba.
-¡Se refiere a Felice y Milena! –exclamó alborozada Dora-: ¡Dinos detalles de ellas, cariño! ¡Dinos algo de Felice, de Milena! –le ordenó como le pediría a un crío que enumerara una lista de cosas con el color del cielo.
El enfermo se amparó en un súbito esfuerzo:
-¿Felice? –susurró-, ¿Felice? –la memoria se le negaba, todo el cuerpo se concentraba en la única y suprema voluntad: morir.
-Sí, Felice Bauer, ¿no te acuerdas de ella? –en la voz de Dora se podía identificar con nitidez el pánico: si ese hombre dejaba de recordar estaría entregado. Los ojos de Kafka se abrieron, iluminados por un súbito fogonazo del pasado:
-Felice…, si, Felice…, no fue la mujer más hermosa que conocí…, con esos dientes tan feos, mal cuidados…, era tan golosa…, y esa piel que, a veces, me daba la impresión de estar tan cansada… -añadió para, a continuación, esbozar una sonrisa que era más bien un rictus de dolor. Dora, al escuchar la declaración, estalló en alegres carcajadas y contempló absolutamente satisfecha a Klopstock, que fruncía una especie de sonrisa aterrada, de incomprensión ante la escena que presenciaba.
-¿Y Milena? –insistió Dora con cierto candor repleto de imprudencia.
-A sí…, Milena…, me acuerdo bien de la dulcísima Milena… -era terrible, pero su cerebro ya no era capaz de encontrar mayor rastro de esas dos mujeres. Una era feúcha, la otra dulcísima, ambas fueron grandes amores que parecían no dejar en la corteza de Kafka ni tan siquiera una muesca.
En ese momento, la puerta se abrió y permitió el paso a Leo Nemec, con los ojos todavía enrojecidos por el llanto y la humillación balanceándosele en la cara. Klopstock lo miró con despreció para, a continuación, abandonar la estancia. Necesitaba un descanso.
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