viernes, 24 de febrero de 2012

El lector de Dickens (parte 5 de 10)


En Kierling: Taberna El Murciélago, mañana del 2 de junio de 1924.

El schwarzer, un café solo muy aromático y cargado, agradaba y despejaba a Leo Nemec, también los bollitos que el eficiente e impecable camarero acercó a la mesita de mármol entorno a la que compartía el desayuno con Robert Klopstock. Ambos colegas, camaradas hermanados en el dolor de Franz Kafka, intentaban reponerse de toda una noche en vela y ganar unos preciados ánimos, tan necesarios de cara a la batalla final que se avecinaba.

El colofón al desayuno fue la elección del licor por parte de Klopstock, todo un acierto. Pidió un par de copas de kirtsch de cerezas que aún acompañaron con pastelillos de crema y una última taza de brauner, una especie de café cortado. Terminaron los dulces, apuraron el café humeante, que les resultó especialmente reconfortante tras la vigilia que se les adhirió a los pliegues de su cuerpo con cada hora ganada a la noche, y Klopstock se aproximó a Nemec en ademán de realizar una confidencia aunque, para desgracia de su interlocutor, le espetó una grave acusación a media voz:

-Sé lo ocurrido con Pollak –Leo evitó mirar a los ojos de Robert para no verse delatado. La vista, en su huida, se fijó en la ventana que mostraba un inmaculado prado peinado por la brisa. Un escalofrío de malestar recorrió su cuerpo y palideció.

-Lo… sabe… -acertó a musitar.

-Sí, lo sé –sentenció Klopstock, para agregar con mayor severidad-: Yo también he leído Historia de Dos Ciudades, conozco muy bien su final.

-Conoce el final –repitió Nemec mecánicamente.

-El cambio de identidades entre Carlos Darnay y Sydney Carton. Uno muere en lugar del otro: usted y Oskar Pollak.

Era la sentencia. Robert Klopstock acababa de pronunciar acusación y veredicto juntos, sin dudar un instante. En efecto, en esa novela el gran parecido de uno de sus protagonistas llevaba al otro personaje a intercambiarse, nada menos, que ante el cadalso. En el caso de Leo con Pollak no necesitaron recurrir al parecido porque en la guerra, ante la muerte, todos eran iguales o igual daban unos que otros.

¿Qué podría decirle a ese hombre? ¿Que se aproximó a su amigo con el pánico en el rostro, que era incapaz de saltar la trinchera? ¿Que Pollak, en una tarea inherente al mando, en el caso de que Nemec no se lanzara talud arriba tras el toque de silbato, se vería obligado a volarle la cabeza allí mismo, por cobarde, a su propio amigo? ¿Que se miraron uno al otro como nunca un hombre ni unos ojos miraron a Nemec?

Uno carecía del valor para atacar, el otro era incapaz de asesinar al amigo…, también era incapaz de enviarlo con un silbido a la muerte. Por eso, con aquella mirada, Pollak le preguntó a Nemec: ¿Tú serás capaz de silbar aún a sabiendas de que yo voy a morir en tu lugar? ¿Serás capaz de volarme la cabeza por cobarde si no ataco? En el fondo de los ojos de Nemec encontró Pollak la respuesta: sí era capaz de cualquier cosa a cambio de salvar su vida.

Se intercambiaron el silbato. Lo demás era una historia ya dicha y sabida. Él existía, Pollak no. Era el peso de una existencia vivida en lugar de otra por vivir, de una vida malempleada, de un sacrificio dickensiano totalmente baldío porque, al final, la vida no acaba igual que en las novelas.

Minutos más tarde, Klopstock dejó el cafetín para reencontrarse cara a cara con la agonía de Franz Kafka. Atrás quedaba Leo Nemec, incapaz de explicarse mejor, de justificarse ante las acusaciones.

Sollozaba, buscaba reunir unos despojos de valor rescatados de los posos de su taza.

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