jueves, 23 de febrero de 2012

El lector de Dickens (parte 3 de 10)

En la habitación de Franz Kafka: sanatorio Hoffmann, 1 de junio de 1924, después.

La charla entre los tres amigos transcurría repleta de ironías, recuerdos, sucesos que eran saboreados como una cerveza añeja, con el regusto de un licor con posos de madera. De pronto, Franz quebró el embrujo de la memoria con una frase espeluznante, producto de ese cerebro ahora desbocado por las drogas que ya no obedecía más que a impulsos, a chispazos:

-He sido una paloma bíblica. Enviada, no encontré jamás el verdor y ahora vuelo de regreso a la oscuridad del Arca.

Nemec y Klopstock se miraron asombrados. Franz, inundado de una nueva vitalidad, siguió:

-Leí una frase en el Törless de Musil que me vuelve a la cabeza una y otra vez: la serena sabiduría de una enfermedad prolongada. Se trata de eso exactamente, de la manera en que interpreto las cosas, ese filtro con el que la enfermedad ha dotado a mi percepción, con el que contemplo a modo de Kaiserpanorama mi propia vida, bueno a modo de Kaiserama, tal y como una tarde, en la Plaza Vieja de Praga, me confesó su creador que acababa de rebautizarlo según las extrañas normas de la Publicidad americana. ¿Recuerdan ustedes esos montajes en tres dimensiones que tanto sorprendían a la gente? La salida de un Zeppelin del hangar, un mitin campestre, una carrera de bicicletas…, esos trucajes fotográficos ante cuyas máquinas de visionado se agolpaba la muchedumbre ansiosa de admirarse con el crucero central de la catedral de San Miguel de Viena, o con el bullicioso ambiente de una tarde en el hipódromo; pues bien, como si fueran esas figuritas en relieve, así, gracias a la nueva interpretación que obtengo a causa de mi enfermedad, me es comprensible la realidad. Diríase que todo lo veo virado, tamizado a través mi propio, seamos publicitarios, Kafkarama.

-Supongo que nosotros parecemos pasmarotes, monigotes sobredimensionados en ese Kafkarama –bromeó Leo Nemec.

-No estoy seguro –Kafka proseguía la conversación en un tono solemne, acorde con lo que a continuación pensaba declarar-: El peor favorecido en una composición de ese tipo sería yo. Tengo por bien seguro que una imagen que resume mi existencia es la de un poste inútil, cubierto de nieve y escarcha, levemente clavado en el suelo de la inmensidad de un campo profundamente roturado, al borde de una gran llanura, en una oscura noche de invierno. ¡Imagínenselo en tres dimensiones!

-¡Nosotros tampoco saldríamos muy bien parados! –añadió Klopstock con un nudo en la garganta, as de guía que solía enroscársele al escuchar esa típicas declaraciones del amigo.

Kafka meneó la cabeza. No se entendían. Se esforzó para montar un discurso coherente, explicarse mejor:

-Tú, Leo, has pasado una gran parte de tu vida tras la búsqueda de un imposible. Pero no desesperes, porque ese anhelo de obtener lo imposible es inherente a todas las naturalezas humanas…, bueno, no a todas, eso es lo que quiero decir: ese anhelo no es inherente a mi propia naturaleza; yo he pasado la vida constatando que lo posible me era imposible. Ese fue mi castigo y también mi sufrimiento. Me resulta asombrosa la forma en que me destruí sistemáticamente, con empeño. Con el correr de los años percutí una y otra vez contra mi persona. Lo que más me duele es que en toda mi vida sólo permití que atrajeran mi atención cosas absurdas. Por ejemplo, mis estudios de derecho, el trabajo en la oficina y otras actividades completamente insensatas; la jardinería, la carpintería, tonterías similares. ¡Si me hubiera dedicado con toda mi alma a escribir! ¡Empleada cada hora en ello! Pero no fui capaz de eso –movió la cabeza decepcionado y resignado-, sin duda a causa de mi debilidad general y, en particular, por la debilidad de mi voluntad.

El silencio pegajoso se escurría como una mortaja, lo cubría todo.

-Pero tu has escrito, Franz, has escrito mucho –intentó consolarlo Klopstock. El aludido suspiró profundamente. Con absoluta y total derrota en sus ojos sentenció:

-No quiero que perduren mis obras. Max ya está avisado de ello.

-¿Pero por qué cometer ese… crimen? –a Leo Nemec no le resultaba una palabra muy adecuada, pero en esos dramáticos instantes no encontraba otra.

-Los autores vivos tiene una relación viva con sus libros –aclaró Kafka con prestancia y seguridad-. Con su existencia luchan a favor o en contra de ellos. La verdadera vida independiente de los libros sólo comienza con la desaparición de los autores, transcurrido un tiempo después de su muerte, porque esos hombres son tan apasionados que aún prosiguen con la lucha después de fallecidos, batallan por sus obras más allá de su existencia. Yo nunca fui un autor vivo. He sido más bien un autor prematuramente muerto, o así me he sentido. Con mi exangüe existencia lo que hice por mis escritos, si algo pude realizar para influir en ellos, fue perjudicarlos, enfrentarme, diametralmente colocado en contra. ¿Puedo pretender que lo escasamente publicado por mí inicie esa vida independiente si soy consciente de que, incluso ya ido, me seguiré oponiendo a mi obra con las mismas fuerzas que los escritores apasionados a los que antes me refería extienden sus alas y su espíritu de ultratumba para preservar la suya? Yo no he luchado por mis trabajos en vida porque esa lucha significaba ser capaz de terminar, al menos, una novela. Por ello, si he sido incapaz de batallar en vida, ¿sería capaz de luchar más allá de mi muerte? No y no. Por ese motivo hay que eliminarlos, quemarlos, que desaparezcan. Quiero reposar tranquilo, no deseo abandonarme con esa responsabilidad sobre mi nombre y, además, no he escrito ni un renglón que me parezca válido: esa es la médula de la desgracia.

-La médula de la desgracia… -musitó Nemec, visiblemente afectado.

-Bueno –Klopstock quiso restarle trascendencia al asunto-, aún tendrás muchos años por delante para defenderte por ti mismo de tus escritos –sabía que mentía, en esa habitación todos sabían que mentía; el propio Kafka era conocedor de la inmensa falacia que su amigo acababa de pronunciar y se quedó mirándolo medio incorporado en el lecho, acusándolo en silencio, porque no era necesario, evidentemente, arrojarle a la cara un violento ¡mentiroso!, ¡mientes! No, eso no era necesario. Con leer en los ojos de Kafka era más que suficiente. Esos ojos, su profundidad, en esos instantes: la mejor y más desgarrada de sus novelas.

-Una vez escribí que a partir de cierto punto no hay retorno, ese es el punto que hay que alcanzar. Me refería a que es necesario llegar al momento en el cual lo que se decide acometer es ya irreversible; tomar decisiones, avanzar sin que importe ni dañe todo lo que venga, sin titubeos. Yo jamás he alcanzado un punto de no retorno, salvo quizás ahora. Ahora me encuentro en un punto de verdadero no retorno, no existe marcha atrás posible, he alcanzado el punto final –Kafka prosiguió con su discurso que sonaba a epitafio, a la peor oración de difuntos que podría rezar, el kaddish más cruel jamás pronunciado, destinado no para alcanzar el perdón sino para condenarlo-. Llegado al punto –se mostró seguro de sí mismo-, al momento supremo y final, tan sólo necesito encontrar respuesta a una pregunta, únicamente a una pregunta: ¿La causa de mi caída radica en un egoísmo demente, en esa mera ansiedad por mi propio yo? –en esos instantes la voz de Franz experimentó un súbito apagón y, convertida en un susurro, apenas sí pudo completar su decurso-: A menudo me dio la sensación de enviar a mi propio Vengador contra mí…, he vivido sobre una base tan frágil…, un escritor que no escribe…, amarrado a una oscuridad de donde emergía un opaco poder…, ignoré mis balbuceos y dudas para destruir mi vida –entonces, tomó un súbito y último aliento para declamar con voz rota-: He sido un escritor que no escribía…, toda una invitación a la locura. Trataba de emborronar cuadernos y cuadernos por las noches, devorado por el insomnio, me sentía capaz de escribir medianamente cuando el miedo me impedía dormir… ¿Miedo a qué? Tal vez el miedo primigenio, el miedo de ser hombre, el miedo a existir, el miedo a la muerte, esa que tan cercana parece. Ahora ese pavor se desata en mi interior de nuevo… Soy un escritor desamparado, un escritor que alimenta un terror demencial a morir porque aún no ha vivido. Tan sólo una cosa he comprendido en el camino recorrido hasta acá –sentenció, exhausto, con un hilillo de voz, la verdad más absoluta que podría descubrir en su vida, una verdad que acababa de revelársele-: Un escritor es el chivo expiatorio de la humanidad.

Esas palabras le pesaron a Nemec -una lápida-. Esa frase dolió en su conciencia –el dolor de un desamor-.

Se sintió avergonzado.

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