lunes, 27 de febrero de 2012

El lector de Dickens (parte 8 de 10)


En Kierling: sanatorio Hoffmann, mediodía del 3 de junio de 1924.

-¡Rápido, Robert! ¡Franz respira con mucha dificultad! –Klopstock se revolvió en la cama donde apenas llevaba colmadas un par de horas de descanso. Dora se apoyaba en las jambas de la puerta y su aspecto era más agotado que desesperado.

-Volveremos a probar con el alcanfor…, ayer dio excelentes resultados –musitó. Sabía que no funcionaría. Esa misma madrugada, alrededor de las cuatro, ya le administró una dosis, pero Franz apenas se calmó.

Al cruzar por la sala le deslumbró el sol del mediodía que entraba por la balconada. Era una sensación molestísima para unos ojos tan castigados, privados de sueño. Mientras preparaba un nuevo inyectable, pensó que en un día tan luminoso nadie debería de morir. Kafka, como si el sufrimiento le concediera poderes sobrenaturales y fuera capaz de leer la mente de su amigo, le aferró un lado de la bata y, atrayéndolo para sí , alcanzó a musitar:

-¡Qué difícil es morir! –Dora, al fondo de la habitación, rompió a llorar-. ¡Cuantas estaciones hay en el viaje a la muerte…, que lento es ese viaje!

-Por favor, señorita Diamant, ¿podría acudir usted a la oficina de correos para poner un telegrama?

-¿Un telegrama? ¿Ahora? –Dora Diamant quedó perpleja ante la petición de Klopstock.

-Sí, para el señor Brod. Infórmele de la situación de Franz, que venga lo antes posible.

-Pero yo no se sí… -Klopstock la interrumpió.

-Yo mismo lo haría, pero debo quedarme aquí por si Franz necesita más inyecciones.

Dora dudó por un instante. Kafka se revolvió en el lecho. Sus cabellos empapados por el sudor se apegotonaban en la almohada. Su mirada coincidió con la mujer y meneó la cabeza afirmativamente. Él mismo le rogaba que acudiera a la oficina postal.

-Bueno, está bien… -se doblegó.

Se trataba de una estratagema urdida a espaldas de Dora. Kafka le hizo prometer a Klopstock que se la quitaría de encima al poseer la certeza de que le restaban escasos momentos de vida. No deseaba que ella contemplara los últimos instantes, tan difíciles y tan duros. Tan eternos.

Dora se acerco a Franz y lo besó en la frente. Ardía, pasó su mano por encima con la intención de refrescarla un poco y murmuró:

-En seguida vuelvo, Amor, haz el favor de esperarme.

Kafka miró a Klopstock angustiado, la misma mirada que debían componer los condenados a muerte justo antes de que se abriera la trampilla, con la soga que ya ciñe sus cuellos, cumplido el horario de un posible indulto. Quedaba aguardar a que el verdugo tirarse de la palanca.

Las punzadas en la garganta se tornaron insoportables. Un enorme ahogo aprisionó sus pulmones y, seguro ya de que la mujer no podía presenciar su congoja, agarró a Klopstock de la manga y con el rostro totalmente desencajado acertó a farfullar:

-¡Morfina, dame morfina!

Klopstock se dio cuenta de que en esos instantes se encontraba desbordado por la situación. La conmoción de ver así al amigo le impedía reaccionar. Además, no sabía si una nueva dosis acabaría con una anatomía tan frágil. Pero, por otro lado ¿qué podía importar eso ya?

-¡Mátame! ¡De lo contrario sí que eres un asesino! –Kafka, ante la indecisión del médico, apelaba a la caridad. Era verdad, tenía razón. Klopstock reaccionó ante esa frase, prolongar el sufrimiento sin administrarle calmantes era un comportamiento digno de un carnicero.

Decidido, se volvió en busca de la inyección para cargarla con una ampolla de morfina; una proporción enorme que enviaría a su amigo al descanso eterno. En ese instante entró Leo Nemec, junto a la hermana Anna, avisados por Dora antes de emprender carrera en dirección a la estafeta. La hermana Anna era una enfermera con la que Kafka siempre se mostraba muy amable. La mujer le colocó una bolsa de hielo en su cabeza, vano intento de alivio. Él se la arrebato y la arrojó al suelo con una violencia inusitada, gesto que reunía todas las fuerzas, con una rabia incontenible.

-¡No me torturen más! ¿Para qué prolongar la agonía? –la voz del enfermo sonó fuerte y clara, hacía mucho tiempo que no sonaba así, como durante la lectura de su relato frente al auditorio de Múnich, un relato de dolor y sufrimiento, un sufrimiento idéntico al que experimentaba ahora. Agujas, agujas que se hincaban en la piel…

La hermana Anna pegó un respingo y, asustada, salió de la habitación. Klopstock se dispuso a ir tras ella para calmarla un poco, pero Kafka, ahora extraordinariamente sereno, le rogó:

-No me dejes –su voz retornaba al susurro, rota para siempre.

-No te dejo Franz, no te dejo –y Leo Nemec, empequeñecido hasta la burla, presenciaba la escena parapetado en una esquina.

En ese instante sucedió lo más sorprendente. Kafka aún fue capaz de formular un último sarcasmo:

-Tú no me dejas, Robert…, pero yo te estoy dejando a ti.

Klopstock se encontró perplejo. Las lágrimas caían lentamente de sus ojos, pero una incontrolable sonrisa de dolor se apoderó de su cara. Incluso en ese trance, Kafka le obligó a sonreír.

El enfermo se sumió en un silencio del que ya parecía incapaz de retornar, pero de repente, confundió al doctor con su hermana y le ordenó con balbuceos:

-Elli… Elli… aléjate, vete… Elli, vete… no… vaya… a contagiarte…

Klopstock se distanció un poco para aliviar la conciencia del amigo.

Dora apareció de nuevo por la puerta. El plan acababa de fallar: la mujer no sólo tuvo tiempo de cursar el cablegrama a Brod sino que le compró a su amado un ramillete de flores.

Kafka vio retirarse la figura de Klopstock, a quien tomaba por Elli. A esa distancia ya no podría contagiarla. Satisfecho, musitó sus últimas palabras:

-Sí, así, está bien así.

Dora se abalanzó sobre el lecho del escritor que aún abrió los ojos, se incorporó, olió las flores, y con una enorme sonrisa de plenitud, libre ya de dolores, de padecimientos, completamente emancipado de sí mismo, se recostó con placidez para no volver a levantarse nunca, ganado, al fin, el completo derecho a disfrutar de su eternidad sin soportar a Franz Kafka.

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