lunes, 27 de febrero de 2012

El lector de Dickens (parte 10 y última)


En el cementerio de Strasnice, Praga: tarde del 11 de junio de 1924.

La mañana fue radiante. La tarde muy desapacible para el mes de junio. Lo era, tal vez, porque el soplo helado de sus corazones se extendía con viento gélido por las callejas de Praga. Un hálito congelado que emanaba del cementerio de Strasnice, planeaba, atravesaba en vuelo rasante el Puente de Carlos, se deslizaba, alcanzaba la catedral de San Vito, enganchado en sus capiteles, colgado de las gárgolas para retornar, desolado, y mezclarse con las brumas de las orillas del Moldava.

Dora Diamant, en estado de choque, repetía maquinalmente “mi querido, mi querido, mi querido”. Klopstock le administró antes del entierro unos calmantes pero no resultaron muy eficaces. En una esquina, a cierta distancia prudencial, Hermann, el padre de Franz, meneaba la cabeza resignado, sumido en un silencio culpable. Parecía decirse, no sin cierto tono acusatorio por engendrar a su hijo: La enésima decepción que me ha dado Franz y la peor de todas, al final se ha rendido demasiado pronto, antes de tiempo. A Hermann le quedaban, aún, siete años de amargura.

Era curioso, era triste. Los amigos se encontraban más próximos al féretro que los familiares. Brod no pudo evitar reflexionar: Perteneciste más a tus amigos que a tu familia, y sintió una imperiosa necesidad de escupir tras decirse la frase, porque la boca le supo a cenizas. Se contuvo con grandes esfuerzos, ahora empezaba a sentir náuseas.

Un pequeño revuelo se organizó en el lugar en donde se encontraba Dora. No pudo aguantar más y se desplomó. Sujetada por los brazos, varios hombres lograron abrirse paso con ella entre la multitud –más de cien personas asistían al entierro- y se la llevaron al interior del edificio del cementerio. Era suficiente para Dora. Eso todos podían comprenderlo.

Cien personas, reunidas para despedir a quién siempre dijo sentirse tan solo, recluido en una Praga hostil y sin gente. Cien personas acudían a despedir al personaje que, con su muerte, acababa de convertirse en criatura de novela. Brod volvía a reafirmarse en ello. La vida de Franz fue escrita por Kafka, esa era su obra maestra, su mejor libro; el entierro era el capítulo final de la primera parte porque, ahora, desde donde fuera, Kafka escribiría una segunda parte repleta de sucesos satisfactorios, seguro. Franz era un personaje de ficción, sólo así podría interpretarse toda su vida, una enorme impostura, una desbocada invención. Eso poseía un significado terrible: si él era un personaje de ficción todo lo que le rodeaba también. Ciudad, familia, amigos…, todos ficticios.

Esa idea entretuvo a Brod por unos instantes. De regreso a la realidad, tan dolorosa, tan terriblemente dañina, maldijo no ser un personaje de mentira, de opereta, de vodevil.

Fue ese tipo…, el que asesinó al Archiduque, le confesó un día Kafka a Brod. Al principio, el amigo ignoró a qué se refería, pero Franz continuó, empeñado:

-El hombre del atentado en Sarajevo. Yo lo vi poco antes en Praga, en el café, durante la lectura de tu Tycho Brahe. Se colocó a mi lado, me tocó…, me contagió el mal -en efecto, Gavrilo Princip, el magnicida de Francisco Fernando, padecía de tuberculosis, igual que Kafka. Eso ya lo sabía Brod. ¿De dónde sacaría su amigo una idea tan extravagante? Ahora, al rememorar la conversación, no pudo evitar esbozar una sonrisa dolida, a medio camino entre la compasión, la simpatía y la desesperación.

A las cuatro de la tarde los sepultureros descendieron a su tumba el ataúd que contenía los restos de Kafka. El escritor Rudolf Fuchs se acercó a un Brod circunspecto. No ignoraba que ese hombre apenado fue la gran amistad del finado. Para intentar animarlo, pronunció unas solemnes y fúnebres palabras, pero también cargadas de una premonición aplastante:

-Dios bien sabe que en ese cajón entierran a un poeta que, desde este instante, créame usted doctor Brod, no dejará de engrandecerse.

El cielo, en esos momentos, oscuro como la humareda de un cirio, sajó su vientre en sacrificio de fuerte lluvia. Era un chubasco primaveral, sus gotas marcaban el compás del kaddish, de la oración hebrea por los muertos, de las palabras pronunciadas por el Rabino que, desgranadas, se mezclaban con la arena y las piedrecillas del suelo. A Brod, una tormenta así le pareció simbólica. Motivos tenía para ello.

Empezaba a creer que existía una conexión sobrenatural. Únicamente podía ceñirse a los hechos conocidos, de por sí, inquietantes: durante el último viaje que realizó para ver a Kafka, quince días antes del deceso, los signos de la muerte le acecharon a cada paso. Antes de ponerse en trayecto se enteró de la repentina agonía de un joven vecino. Ya en el tren, coincidió con una mujer enlutada que resultó ser la viuda del recientemente fallecido ministro Tusar, cuyo final Brod ignoraba.

Para mayor desgracia, mientras confortaba a Kafka, llegó la respuesta del Gran Rabino Mordechai Alter oponiéndose con un seco e inhumano “no” a que Dora Diamant contrajera matrimonio con Franz. Esa noticia aceleró sin duda su final. El padre de Dora, incapaz de otorgar su consentimiento, como gran devoto que era, dejó el asunto en manos de un hombre tan religioso como insensible, de un hombre que ignoraba la dramática situación que se vivía en el sanatorio de Kierling. Sin duda, con su estúpida negativa, ese Gran Rabino esparció la primera paletada de tierra encima de la tumba de Franz.

Kafka encajó la mala noticia con una sonrisa forzada. Dora se llevó a Brod en un aparte y le confesó, aterrada, que cada noche se posaba en el alfeizar de la ventana una lechuza; el pájaro de la muerte, lo calificó. A Franz Kafka le restaban, apenas, dos semanas. Se quedaba sin su tiempo.

Y unos pocos días después de rendirle la última visita a Kafka, los ojos de Max se llenaron de lágrimas al recibir una carta de Milena Jesenska, desesperada, que lo llenó de angustia. No podría olvidar nunca unas frases que la mujer, presa del dolor, garabateó con prisas:

Señor Brod: Tengo la certeza de que ningún sanatorio podrá curar a Franz porque Franz no puede vivir. Ningún fortalecimiento psíquico ni físico podría derrotar su terror… porque el terror que experimenta Franz a vivir le impide fortalecerse. Su cuerpo está ahora ya demasiado expuesto, él no puede soportar verse así. Por eso, Franz no tiene la capacidad de vivir, ha perdido esa capacidad. No se engañe, yo ya no lo hago: Franz nunca mejorará. Franz morirá pronto.

¿Pero qué podía hacer él? No pudo hacer nada, Franz nunca se dejó ayudar, empeñado en morir…, en eso consistió su pequeño triunfo. Quizás el único, su único triunfo.

Sería muy complicado, Max Brod se encontraba seguro de ello, encontrar una existencia tan extraordinaria, tan repleta de talento, tan intensamente vivida, a la par que tan miserablemente desaprovechada.

***

Por si todos los augurios fueran pocos, como si su amada y odiada Praga no quisiera dejarlo marchar sin rendirle un homenaje, Brod cruzó a las seis y cuarto de la tarde la Plaza de la Ciudad Vieja, camino del domicilio familiar de los Kafka para asistir al duelo posterior al entierro, y se percató con estremecimiento de un suceso aterrador y singular: las manecillas del Reloj Astronómico permanecían detenidas a las cuatro en punto de la tarde, justo a la hora en que Franz Kafka abrazó el humedal del cementerio, preparado para fundirse con el barro y las hojas podridas, con los riachuelos subterráneos y, una vez reencarnado en agua fresca, hundirse en las aguas del Moldava.

-Ese reloj nunca se paró antes- le dijo un abuelo a su nieto que contemplaba, curioso, la esfera atascada-. Es una señal de inminentes y descomunales desgracias –añadió, con la malévola intención de atemorizar al díscolo muchacho.

Brod, tan cerca de ellos como el amargo final se encontraba del abuelo y la primera decepción adulta del nieto, no pudo evitar oírlo.

El anciano se equivocaba: la descomunal desgracia ya había sucedido.

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