jueves, 16 de febrero de 2012

El lector de Dickens (Parte 1 de 10)


En Kierling, cercanías de Viena: sanatorio Hoffmann, 1 de junio de 1924.

-Está muy mal…, nuestro amigo está muy mal… -era el rostro del doctor Robert Klopstock, más que las graves palabras pronunciadas, lo que inmediatamente hizo comprender a Leo Nemec que Franz Kafka se encontraba en la fase final de su enfermedad.

-¿Tan mal se encuentra? –con esa pregunta, Nemec no quería admitir la realidad que le aguardaba en ese sanatorio, destino final de su viaje desde Praga, tras decidir que compartiría y trataría de ayudar a Kafka en los peores instantes.

-Apenas pesa cuarenta y nueve kilos, casi no puede hablar, extrae fuerzas de flaqueza y susurra. Es la laringe, tuberculosis de laringe. Le impide comer y beber con libertad. Serán tres, a lo sumo cuatro días -los ojos de Klopstock se arrasaron de lágrimas al dar semejante noticia, pero con un resuelto esfuerzo por permanecer en calma se dirigió de nuevo a Leo Nemec-: Bueno, aséese un poco porque vendrá cansado del viaje; luego lo llevaré ante Franz. Seguro que usted querrá verlo cuanto antes y él se alegrará de poder compartir un rato con un amigo de los viejos tiempos de Praga.Los viejos tiempos de Praga. Esa afirmación le sonó a Leo como si el tiempo pasado fuera un tiempo remotísimo, o tal vez el título de una obra que abundara en la época de los alquimistas, del rey loco Rodolfo II, de los husitas, de Tycho Brahe y de Jan Huus, pero que, sin embargo, se refería a unos pocos años atrás de su vida.

-¿No obtiene alivio de los tratamientos? –Nemec buscaba agarrarse a una última esperanza.

-Apenas. Antes, le inyectaba alcohol en el nervio laríngeo superior para intentar desinflamar la laringe, pero ahora ya es inútil: la epiglotis se encuentra también afectada, la hinchazón no remite y he optado por calmar el sufrimiento, dentro de lo poco que puedo, con rociadas de mentol. ¡Eso es lo peor de ser médico, la impotencia a la que a veces nos enfrentamos con nuestros pacientes! –Klopstock, desolado, confesaba su desespero mientras sus manos se crispaban levemente. Él, al igual que Leo Nemec, lo dejó todo y corrió al lado del amigo para velar sus últimos días-: El Pyramidon en dosis de tres veces al día controla su fiebre; el Demopon, el Anastesin y la codeína ya no se muestran efectivos contra la tos que le mina poco a poco, por lo que me he decido a pasarme a la atropina –tras un suspiro derrotado sentenció-: Me temo que muy pronto deberemos aceptar la administración de morfina o Pantopon…, en fin, usted ya sabe lo que se oculta tras eso.

-Será un intento de que sus últimas horas sean más soportables, dentro de lo posible.

-Eso, y no otra cosa, aporta la morfina. Empezará a pedirla por su propia voluntad y sabremos que ha tirado la toalla, que ha comprendido a la muerte.

Muerte, palabra que flotó entre ambos, se expandió por la salita, salió por la ventana y pareció retrepar a los pisos superiores del sanatorio, esos en los que convalecían los enfermos, esos en los que yacía Kafka.


Ilustración: El lector, de Pelayo ortega.

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