En la habitación de Franz Kafka: sanatorio Hoffmann, 1 de junio de 1924, más tarde.
-¿Recuerda usted cuando nos conocimos, doctor? –Klopstock meneó la cabeza afirmativamente. Rememoró ese instante y en su rostro se pintó una sonrisa que tiró de los goznes anclados por el dolor, un dolor generado por la agonía del amigo.
-Por supuesto que recuerdo ese día, fue en Matliare… –Kafka le impidió continuar. Era uno de esos días en los que, a veces, experimentaba momentos de mejoría, pequeñitas treguas que le permitían expresarse con un tono de voz cercano a la normalidad:
-En efecto, fue en Tatranske Matliare, en el sanatorio para tuberculosos de la señora Jolan Forberger, un lugar magnífico, ubicado entre las montañas de Eslovaquia. Ese día yo daba un paseo matutino y apareció usted por un recodo del camino. Mi primer impulso fue dar media vuelta y huir, pero me llamó poderosamente la atención que su caminata se desarrollaba de forma mecánica, enfrascada en la lectura; apenas despegaba usted la vista del libro en el que se encontraba embebido, incluso con grave riesgo de su integridad. Antes de alcanzar mi altura estuvo a punto de pegar un par de traspiés
-¡Así que fue el libro lo que le atrajo de mí! –en el tono de Klopstock se podía interpretar un diminuto rastro de broma mezclado con una pizca de desengaño.
-¡Desde luego que fue el libro! Me llamó, ferozmente, la concentración que dedicaba a la lectura y me devoraba la curiosidad por saber quién sería el afortunado autor que contaba con tan desmesurada atención por parte de uno de sus lectores. ¡Cuál fue mi sorpresa al atisbar el título del libro!
-Temor y Temblor, lo recuerdo bien –subrayó Klopstock.
-Sí, de mí admirado Kierkegaard. De inmediato, sentí la necesidad de entablar conversación con alguien capaz de pasearse así, hipnotizado por el magistral libro de un autor sensacional; más aún, al extraer yo de los bolsillos de mi chaqueta un volumen con el mismo título. La coincidencia estaba servida: también elegí a Kierkegaard para endulzar mi paseo.
-Yo aún estudiaba medicina, apenas contaba con veintiún años y cambié mi Hungría natal por unas prácticas en el sanatorio eslovaco de los montes Tatras –explicó Klopstock.
-Y llegó una nueva coincidencia: su gran amor por Dostoievski, al menos tan enorme como el mío.
-Y mi admiración por Max Brod, que resultó ser su mejor amigo.
-En efecto, fueron demasiadas concomitancias para que cada uno ignorase al otro y prosiguiéramos con nuestro anónimo camino.
-Así iniciamos la amistad –rememoró Klopstock
-¡Y conversaciones literarias! –sentenció Kafka.
-Hablando de amistades, ha venido una persona que desea verlo –así le anunció Robert Klopstock la presencia de Leo Nemec que, en ese instante, abría con discreción la puerta de la habitación, presa de la timidez que asalta al penetrar en un lugar en donde la enfermedad, el padecimiento y la muerte son invitadas a la tertulia.
Avanzó, para presentarse ante el escritor como si lo condujeran en angarillas, camino de alcanzar un altar sagrado.
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