En Praga: Café Bohemia, abril de 1914.
Ni una mesa libre en el café Bohemia. La humareda de pipas en combustión, el ruido de vasos de licor y jarras de cerveza entrechocadas, junto al cloqueo de las conversaciones, acerrojaron un incómodo cepo en forma de dolor de cabeza sobre el visitante que, detenido frente a la puerta, contemplaba desanimado la imposibilidad de quedarse allí por un rato y reponer sus escasas fuerzas, malgastadas de forma absurda con la precipitada visita a Praga.
Al leer el letrero con el nombre del local no pudo evitar decirse: Bohemia, otro pueblo oprimido por la bota austrohúngara de los Habsburgo. Fue por el nombre, seguro que por eso, motivo por el cual eligió ese lugar para concederse un respiro. En veinticuatro horas de estancia en Praga ni tan siquiera logró dormir y necesitaba un café y un licor, al menos, para borrar el amargo sabor de su visita a la que se consideraba la tercera ciudad del, para él, tan odiado Imperio.
Entonces, entre la multitud, avistó una silla vacía junto a una mesita ocupada tan solo por una figura delgada, con el rostro afilado y ceniciento, que contemplaba una taza de té con la vista ahondada en las espesuras del líquido color caramelo. No le agradaba la idea de compartir mesa, en particular por las embarazosas preguntas que podrían surgir en una conversación forzada, pero el aspecto taciturno del hombre lo animó a ello con la esperanza de que esa persona no le resultara muy habladora.
-¿Me permite? –se acercó con tanto sigilo que Kafka no reparó en su presencia hasta que lo tuvo encima. Con brusco asombro salió de sus pensamientos. Dudó un instante, al principio no fue capaz de entender lo que demandaba el forastero, tardó en caer en la cuenta de que deseaba compartir la mesa.
-Eh… Sí, claro, por supuesto, acomódese a su gusto, faltaría más, caballero –por culpa de los buenos modales de Kafka, el hombre se vio obligado a formular una frase de cortesía para no parecer un grosero y levantar mayores recelos:
-Hoy el café está lleno -musitó al tomar asiento.
-¡Desde luego! –exclamó Franz satisfecho- ¡Hoy lee mi amigo Max!
-¿Max? –el gesto de extrañeza demostraba que el individuo no se acercó al Bohemia para presenciar la lectura.
-Mi amigo Max Brod. Hoy nos presenta unas páginas de su futura obra Tycho Brahe y su Camino hacia Dios.
-¿Tycho…? –el invitado no comprendió bien el intrincado título, a pesar de que se expresaba en un alemán bastante correcto.
-Tycho Brahe, ya sabe, el astrónomo –ambos se sumieron en un silencio reflexivo. El extranjero parecía buscar en su cabeza una referencia, y la encontró:
-¡Ese tipo de la nariz de plata! –Kafka asintió con gusto. Su contertulio sabía a quién se refería. En efecto, Tycho perdió la nariz en un duelo y lució una prótesis de aleación casi más célebre que sus observaciones celestes-. Tengo entendido que era un sumiso, vendido al poder real –prosiguió el invitado.
-¡No, hombre, no! –repuso Kafka-. Está usted, si me lo permite, en un error. Tal vez, si escucha la lectura de Max, salga de dudas.
-Ese hombre murió por no ir a mear en presencia de un príncipe, o de un Gran Señor, ¿no es así? –Franz movió la cabeza con lastima de verse abocado a admitir, de nuevo, el estereotipo. Así era, durante un banquete en la corte de los Rosenberg, el astrónomo aguantó más de lo debido la micción para no desairar con su ausencia al Ilustre. El resultado fue una infección de orina, que lo precipitó a la muerte-. ¡Dejarse reventar la vejiga por no molestar a un poderoso! ¡Un imbécil! Ahí lo tiene: ¿Qué mayor ejemplo de servilismo y estupidez? –Kafka iba argumentar un reproche, pero el camarero intervino en ese instante. El extraño pidió un café y un licor para, a continuación, retomar la soflama de inmediato-: Igual que ahora, todos ustedes, en Praga, en Bohemia, dan similar ejemplo de estupidez, aguantan sus ganas de mear, sometidos a los Habsburgo.
-¿Qué tiene usted contra ellos? –le inquirió Kafka, interesado por el inesperado sesgo que tomaba la conversación.
-¿Contra los Habsburgo? Son los opresores, la maldición de Europa. ¡Pero bien pronto nos veremos liberados de ellos!
-No se exalte –le reconvino, ya que varios clientes empezaron a mirarlos de soslayo, con cierto recelo por las altisonantes declaraciones del hombre-. Esas ideas no son muy bien recibidas por aquí: la mayoría somos judíos y, ya sabe, de orígenes y cultura alemana; quiero decir, que estamos del lado de los Habsburgo.
-¡Pues son todos unos animales! –lo interrumpió el hombre que, a continuación, disminuyó el tono de voz como si fuera a pronunciar una confidencia-: Todo va a cambiar -y susurró, con un esfuerzo que apenas contenía la emoción-: ¡Ya lo creo que cambiará!
En ese instante, el camarero retornó a la mesa. El extranjero sacó de sus bolsillos una faldriquera raída y rebuscó en su interior unas monedas con las que pagar. Kafka presenció la escena en tensión, con la duda de si le tocaría abonar la cuenta porque ese hombre no llevara suficiente dinero.
-¿Está bien así? –señaló las monedas y se lo preguntó al camarero, que le contestó con un golpe afirmativo de cabeza y una suerte de reverencia.
Kafka intentó un nuevo argumento a favor de los Habsburgo ahogado por un aplauso que rellenó las esquinas del salón. Max Brod apareció en el centro del café dispuesto a leer unos pasajes de su drama.
De un trago, el hombre apuró su copita de licor y dio rápida cuenta del café. A continuación experimentó un súbito y violento ataque de tos, reacción provocada por la aspereza del alcohol, la cataplasma caliente del bebedizo en su maltrecha garganta y el cargado ambiente del lugar que en nada beneficiaba a sus pulmones heridos de muerte.
Crispado, agitado por la tosileta, se sujetó del antebrazo de Kafka y lo miró a los ojos. Los agudos dedos de sus manos parecían atravesar la chaqueta, la camisa, para encarnase en su piel. Entonces, fue entonces: el animal que roía el pecho de ese hombre traspasó a Kafka de lado a lado. Desde el fondo de los ojos febriles y por encima de las ojeras del visitante, la enfermedad, la calentura, el mal de pulmón, brincó de una anatomía a otra y poseyó a Franz, condenándolo.
El extranjero sentenció, a la vez que aflojaba su presión en la manga del escritor:
-¡Todos ustedes ya están muertos! -con un movimiento brusco se puso en pie, se tambaleó y dejó el lugar en el instante en que Max Brod iniciaba su lectura.
Desde la mesa ubicada frente al ventanal, Kafka vio alejarse a ese hombre tan raro; a la par, un malestar de una intensidad nunca antes experimentada se apoderó de su respiración. Una garra le oprimía la garganta.
A lo lejos, el extraño torció la esquina con paso atolondrado por causa de una subida de la fiebre, pero en un instante logró reconducirse con firmeza, con la seguridad que le proporcionaba la certeza de que pronto, con un disparo suyo sobre un pecho almidonado de entorchados, sumiría a Europa en la desgracia.
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