domingo, 11 de diciembre de 2011

La tristeza de las estatuas



En Trieste: Café San Marco, septiembre de 1913.

El día, con su calor insistente, martirizó a Kafka que, a la caída de la tarde, buscó un respiro en el fresco abrazo de un cafetín sumido en la penumbra del aburrimiento. Penetró en el San Marco y un fuerte aroma a tabaco dulzón y especiado se sacudió en sus narices.

-Avanti signore, avanti, buona sera -lo saludó el camarero, afanado en limpiar unos vasos tras de la barra,.

-Buona sera –musitó Kafka. Buscó acomodarse de inmediato, agobiado por el sentimiento de ridículo que se le apoderaba al saberse observado, en particular si se encontraba en mitad de un café repleto de personas. Parecía que todos lo contemplaran, lo criticaran y sacaran a relucir sus más íntimos defectos.

Nada más sentarse le pasó por delante una densa humareda. Elevó la vista en dirección a la mesa de enfrente y se topó con un hombre de rostro apacible que chupaba una rustica pipa y que le saludó con un golpe de cabeza. En ese momento, el camarero se acercó a Kafka y el extraño le advirtió en inglés:

-¡No pida cerveza, por amor de Dios! –Kafka entendió a duras penas el aviso y repuso, más para sí que para el intempestivo caballero:

-¿Cerveza? ¡No, no bebo alcohol! –realizó un notable esfuerzo para formular con mediana corrección esas palabras en el idioma del desconocido.

-¿No habla usted inglés? –le preguntó.

-No, no mucho, cuatro palabras –Kafka temió que la conversación se prolongara porque carecía de vocabulario para defenderse en esa lengua. A su lado, el camarero sonreía con cara de idiota y, paciente, esperaba a que el signore decidiera. El extraño exhaló largamente el humo y le preguntó:

-¡De donde es usted, caballero?

-De Praga –repuso Franz.

-¿Podremos entendernos en alemán? –le interpeló con alborozo en ese idioma. Kafka, aliviado por escuchar unas palabras en su lengua materna se apresuró a mover la cabeza afirmativamente-. Muy bien –el hombre prosiguió con la charla sin que, aparentemente, expresarse en alemán le resultara un problema y, ni mucho menos, un esfuerzo-. Se lo advierto: no pida cerveza, la birra aquí es francamente mala, pero bueno, si usted no bebe alcohol se encuentra libre de peligro.

-No, casi nunca lo hago… Si acaso, de vez en cuando, un licorcillo.

-¡Espléndido, amigo! –con un certero cambio al italiano ordenó-: Súbito, grappa! –el camarero contestó a la petición con un taconazo y se dio la vuelta-. La grappa es un licor muy digestivo, ¿lo conoce? –Kafka iba a responder que aguardaba de de la grappa una fortaleza menor que la violencia alcohólica característica de la típica absenta de Praga, cuando el hombre lo invitó a compartir mesa. Eso no agradó mucho a Franz, pero no quedaba más remedio, vista la amabilidad del tipo.

-Perdone que antes le hablara en inglés. Me di cuenta en el acto de que usted no era italiano y por ello supuse que me entendería. ¡Qué idiota soy, si el lugar se encuentra repleto de alemanes! –de nuevo, sin permitir que Kafka matizara que él no era alemán, que era de Praga, el hombre extendió su mano y se presentó-: Soy James Joyce, considéreme, desde este momento, su más fiel amigo en Trieste.

-Kafka… Franz Kafka –repuso con timidez. Apretaron las manos e, inmediatamente, la vista de Franz volvió a fijarse en la pipa de Joyce, que viajaba de la boca a la altura de la mesa y viceversa, con un rápido y compulsivo movimiento de su brazo.

-¿Le gusta? –Kafka entendió que la pregunta se refería al mero hecho de fumar, al tabaco, no a la pipa en sí.

-No, no, yo no fumo.

-¡Vaya, ni fuma ni bebe! Seguro que tiene otros vicios peores. ¡Dígame! Todos somos devorados por pequeñas pasiones sin importancia, a veces no tan pequeñas… ¡Y bastante más importantes!

-Desde luego… -antes de poder replicar el camarero irrumpió a su lado.

-Ecco, grappa!

-Gracce! –exclamo Joyce, e insistió al mozo en que dejara la botella en la mesa. Él mismo le sirvió a Franz una copita.

-¡Beba! Es muy buena para la digestión y, por su cara, amigo, lejos está mi intención de ofenderlo, no me parece que ande muy bien del estómago –eso era lo último que necesitaba Kafka, que alimentaran el fuego de su hipocondría, a lo que repuso:

-Usted, ¿no bebe grappa?

-No, gracias, yo seguiré con lo mismo –Joyce agitó un vaso en el que tintinearon los hielos–: Un largo trago de whisky, scotch, of course, menos mal que puede encontrarse por aquí. ¡Porque la cerveza no tiene ni punto de comparación con mi deliciosa cerveza negra…, Irish, obviamente!

-¿Usted es inglés? –la pregunta de Kafka era una afirmación ante la que Joyce meneó la cabeza, molesto:

-Irlandés, amigo, irlandés -a Franz le resultó Irlanda un territorio inhóspito y húmedo, exageradamente alejado de Trieste-. ¿Así que de Praga? –prosiguió Joyce-. Eso que dicen por ahí…, sí, ya recuerdo: Viena, Budapest y Praga, las tres ciudades, por orden de importancia, del Imperio.

-En Praga le discutirían tal afirmación –replicó Kafka con una media sonrisa, mientras miraba fascinado la tosca pipa de su contertulio.

-¿Le resulta curiosa? Supongo que le llama la atención que utilice un utensilio tan rústico. Es una Clay, quiero decir, elaborada en barro; no es muy práctica de fumar, pero es una de mis primeras pipas y le tengo cariño… ¿No sé qué interés puede tener usted en mi pipa si dijo que no fumaba? Y, además, tampoco bebe habitualmente -Kafka asintió con la cabeza-. Ya se lo pregunté antes, respóndame ahora: ¡Otro vicio tendrá!

-Bueno…, verá -tras dudar un poco, al fin se decidió a confesar-: Mi pasión es la escritura.

-¿La escritura?

-Sí…, quiero decir, la literatura…

-¿Es usted una especie de novelista? –la curiosidad de Joyce por Kafka acababa de crecer sobremanera.

-Aproximadamente, pudiera decirse que así es…

-Interesante -Joyce inspiró una larga calada que saboreó con calma. Tras expulsar el humo con regodeo, tomó un sorbo de su whisky y preguntó-: Dígame, ¿ha publicado usted?

-Unos escritos en la revista Hyperion, ¿la conoce? –Joyce negó con la cabeza-. Es bimensual y la edita mi amigo Franz Blei. También en Bohemia y, recientemente, acabo de publicar mi primer libro.

-¡Eso es estupendo! ¿Cómo se titula? –el interés de Joyce era ya desmesurado, muestra de ello fue la manera en que descuidó su pipa, arrojada de golpe encima de la mesa. Se incorporó, pleno de atención modificó su aspecto reposado para aproximarse más a su interlocutor.

-Se llama La Condena

-¿De qué trata su novela? –Kafka sonrió, para luego emitir una pequeña carcajada y justificarse:

-No me expresé bien. No se trata de una novela, es una recopilación de textos más bien cortos.

-¿Qué tal los ha vendido usted?

-Bueno, la edición inicial es de ochocientos ejemplares. Supongo que debo esperar un poco, darles un tiempo a los lectores…

-Sí, claro, es importante dar un tiempo a los lectores, desde luego. Dígame, ¿podría yo acceder a esos textos? –Kafka palideció un poco. Tragó saliva y balbució que eso sería realmente difícil-. Pues es una lástima –prosiguió Joyce- porque tengo un gran interés en ello.

-Es lo mismo que decía usted, antes, que me ocurría a mí con su pipa –Franz se sonrió-: No veo en que pueden interesarle mis trabajos y, la verdad, no creo que le puedan importar a nadie. Sería mejor que los guardara en un cajón…, o que tal vez los quemara. Sí, eso es, debería quemar todo lo que escribo –y dirigió una mirada furtiva a la cazoleta de la pipa, de la que ascendía un humo azulado que muy bien podía imaginarse producto de la combustión de sus obras. Sus escritos, al fin, se utilizaban, eran útiles, capaces de proporcionar una fumada placentera. ¿Cuál de ellos tiraría mejor? Seguramente ninguno: resultaban demasiado áridos y exigirían de una atención continua, atacar una y otra vez el contenido de la pipa, quemada a trancas y barrancas, a espasmos, igual que escribió esas páginas.

-¡Pero qué dice hombre! –el tono del irlandés era de reprimenda-. ¡Nadie escribe para no ser leído! Mire, amigo, la escritura implica un camino de dos direcciones: el de usted en busca del lector y el de vuelta, desde el lector a usted o, si lo prefiere, a su obra. Escribir implica ser leído y nadie que escribe lo hace con la esperanza de que no lo sea un día, por inseguro al respecto de sus trabajos que uno se sienta. Todo lo demás no son más que poses, ¡zarandajas! No hay escritor que desee no ser leído o publicado. Créame, escribir es publicar. Publicar es el paso para ser leído y, sin eso, no se llega, jamás, a ser escritor.

Kafka enmudeció ante el razonamiento.

-¿Será tan amable de repetirme su nombre? –la pregunta de Joyce reconocía la escasa atención que antes prestó a la presentación de un personaje que, ahora, le resultaba atractivo.

-Kafka, Franz Kafka, de Praga –Joyce lo miraba con curiosidad y apuraba su whisky.

-Bien, amigo Franz Kafka de Praga, ¿qué le trae por los confines italianos del Imperio? –Franz dudó por un instante pero, al final, antes de responder, se decidió a lanzar él también una pregunta que podría resultar molesta a su contertulio:

-¿Me dijo usted que se llamaba…? –era así de duro, pero al principio, ninguno de los hombres reparó en el nombre del otro puesto que, la verdad, no tenían el menor interés en ello. Ahora, la cosa era bien diferente, al despuntar el mutuo interés literario con el nuevo giro que tomaba la conversación.

-James Joyce, de Dublín –repuso sin enojo.

-Pues bien, señor Joyce, mis intereses en Trieste son por motivos de salud.

-Ya se lo dije… ¡Se le nota un leve mal aspecto!, si me permite la observación… -a Kafka no le agradó mucho la matización.

-Estoy en un sanatorio, en la clínica del doctor von Hartungen.

-¿Le tratan ahí los problemas del estómago? –Joyce continuaba empecinado con ese diagnóstico.

-No, padezco de astenia, ciertos problemas cardiacos y respiratorios, busco terapia natural; ya sabe: baños de aire, alimentación sana, gimnasia, mucho sol y naturaleza.

-Sí, claro, por supuesto, ya sé… –en el tono del irlandés se descubría su verdadera opinión al respecto: “Otro nudista chiflado de esos que les da por el naturismo”-. ¿Son efectivos los tratamientos? –inquirió, como si de verdad barruntara ponerse en manos de esos médicos que, obstinados, recomendaban una dieta sin carnes rojas porque, según diagnosticaban, la carne roja produce ira en el hombre, una ira que empieza en el aparato digestivo, se expande arriba del estómago, trepa por el esófago, inunda nariz, boca, oídos, y se establece en el cerebro; después, la ira se apodera del alma y, con ella, del ser humano al completo. Eso, sin contar con el envenenamiento al que somete a la sangre, a los órganos, a las vísceras, a la propia piel, al hígado, al corazón, al bazo; complementaban la dieta vegetariana con la expresa prohibición del alcohol y del tabaco, una vida sin placeres, ¡pero correteaban todos desnudos, se ejercitaban en cueros, imaginaban que se pasaban unos a otros una gran pelota mientras sus “cosas” se balanceaban de un lado a otro! ¡Sin contar con la obsesión permanente por las deposiciones y su tamaño, su cantidad y color…, era repulsivo!

Si Kafka llega a concederle a Joyce unos segundos más de reflexión, muy probablemente el irlandés se encendería por completo y acabaría gritándole: “¡Asqueroso, degenerado, depravado!”, quién sabe qué otras lindezas añadiría. Sin saberlo, Kafka cortó la creciente aversión de Joyce por su persona al referirse al suceso del general suicida:

-Pues sí, me parecen unos tratamientos muy efectivos, desde luego, pero muy difíciles de encajar. Quiero decir que el hombre acostumbrado a la vida muelle, al calor del hogar, a las grandes comilonas, se ve en apuros al someterse a terapia, puede deprimirse e incluso… actuar al modo del general Ludwig von Koch, un interno de la clínica que, apenas hace dos días, nos sorprendió a todos y se suicidó.

-¡No me diga! –las posibilidades de la historia reactivaron a Joyce, que vació de su pipa el residuo quemado, apuró el vaso de licor y, con parsimonia, comenzó una nueva carga de la cazoleta tratando con sumo cuidado los pellizcos de tabaco que extraía de una bolsa de cuero.

No sabía bien el motivo, pero optó por guardar silencio hasta que Joyce encendió la pipa y el humo comenzó a fluir de nuevo. Como si fuera el aviso de que podía retomar la narración, Franz prosiguió:

-Era un general retirado, del Sexto Regimiento de Húsares austriacos. Muy callado, se mostraba casi siempre ensimismado, pero si hablaba, era elocuente y muy inteligente. También demostró ser metódico, muy metódico, incluso parece que lo fue en el mismo momento de quitarse la vida. Fíjese, todas las mañanas era de los primeros en bajar al comedor para el desayuno, siempre discutía con los doctores acerca de su régimen de comidas, de cómo le sentó la cena pasada, de si pudo dormir bien y si creía conveniente cambiar la dieta. Intentaba, con sus triquiñuelas, derivar a un consentimiento de lo estrictamente prohibido: la carne y el alcohol; acostumbrado a los desayunos de la Guerra con Francia, a engullir para iniciar el día un capón en salsa, una chuleta de buey, ragú en salsa o media docena de huevos fritos con panceta, todo remojado con Borgoña o con licores más cálidos ya en su retiro vienés. Con ese ritmo de comidas a los primeros problemas digestivos le siguieron los cardiacos. Le mandaron abstinencia si deseaba mejorar, pero se ve que el hombre, sumido en tal disciplina de prohibiciones, no era feliz. Todos los días, al terminar la cena, se levantaba de la mesa y bromeaba: Me voy a dormir. Creo que entonces mi cuerpo se devora a si mismo del hambre que tiene. Añadía, con su mirada burlona dirigida en mi dirección: ¡Estos médicos serían capaces de librar una guerra sin dar de comer ni un gramo de carne a los soldados! ¡Formarían valerosos regimientos de vegetarianos! Una mañana, no apareció a la hora del desayuno; en efecto, se devoró a sí mismo. Su espíritu no aguantó más y le descerrajó un tiro en la sien a su encarnadura. Lo encontraron vestido de gala, junto a una generosa copa de Calvados, un par de gruesas colillas de puros y los restos de una copiosa cena que un misterioso benefactor le sirvió de madrugada. Parece que ingirió, siempre según delataron las sobras, diversos quesos y patés, volatilería variada y un capón, todo ello lo regó con vinos del Rhin. Fue velado aquí cerca, en la capilla de Santa Ana. Los médicos cerraron el asunto con un diagnóstico de neurastenia.

-Un suceso desagradable, sin duda –concluyó Joyce, que necesitaba digerir el reseco bocado de la historia y pidió otro whisky-; tal vez podría usted escribir de ello.

-La verdad es que de momento no lo creo así, ¡pero nunca se sabe! –repuso, en la ignorancia de que, tres años después, influido inconscientemente por el suicidio del militar, alumbraría el relato titulado El Cazador Gracchus.

Kafka aprovechó la intrusión del camarero, que se acercó con la botella de whisky, para cambiar de tema e indagar un poco acerca de su repentino conocido:

-Bien, eso es lo que yo hago por aquí… ¿Usted, señor Joyce, a qué se dedica en Trieste? –el aludido bebió un largo trago. Sin dejar de exhalar el humo de su pipa contestó:

-Doy clases de inglés en la escuela Berlitz, amén de que, a veces, pronuncio conferencias –añadió, sin conceder mucha importancia al asunto. Kafka, al escuchar que su interlocutor era conferenciante, no cupo en sí de gozo.

-¡Conferencias! Yo también tengo el placer, para desgracia de mi auditorio, de castigar con charlas al público praguense.

-¿Acerca de qué temas perora usted?

-Judaísmo, lengua yidish, teatro judío, literatura alemana, cosas así.

-Suena mucho más interesante que mis conferencias de Hamlet, desde luego.

-¡Oh, no lo creo!

-Si quiere comprobarlo, venga a escucharme a la sala Minerve, en el número veintiocho de la vía Carducci. En un par de semanas volveré a disertar allí –Kafka fue presa de un gesto decepcionado:

-Le juro que me encantaría presenciar esas charlas, pero para entonces ya estaré de vuelta en Praga –Joyce meneó la cabeza y dio a entender que, en efecto, eso era una lástima. Franz volvió al ataque-: ¿También escribe usted? –el irlandés enarcó las cejas y repuso:

-Pues sí, lo cierto es que escribo.

-¿Es ensayista? –debido a la faceta de conferenciante, Kafka creyó encontrarse ante un teórico.

-No, que va, me dedico, fundamentalmente, a la narrativa, sin despreciar el teatro ni la poesía, desde luego.

-Según sus propios principios, esos que antes me enumeró, ¿querrá publicar a toda costa?

-Ya tengo publicado, allá en Irlanda, por supuesto.

-¿Eso significa que yo tampoco podré leerle?

-Me temo que así es. No, por ahora no he sido traducido al alemán. Me sucede lo mismo que a usted, pero a la inversa, que sus obras no se pueden leer todavía en inglés –en Kafka se desató un temblor nervioso ante la idea de verse traducido a otro idioma:

-¡No, ni hablar! ¡Mi Contemplación no vale para tanto! ¡Pero me encantaría leer algo suyo! Al menos, cuénteme un poco de que tratan sus libros.

-Lo ya publicado no me interesa mucho, prefiero hablarle de lo que tengo entre manos ahora, lo que vendrá un día; pronto, espero: llevo tiempo trabajando en una novela que plasma el espíritu de la creación, de la literatura, del arte; espíritu que se eleva por encima de todo, de la vida, de la religión, de las creencias, del hombre, de Dios mismo, y logra que mi protagonista se consagre en exclusiva a ello –Kafka escuchaba con los ojos abiertos como platos porque, por increíble que le resultara, el escritor irlandés lo definía a él. Eso mismo quería decir al afirmar que estaba hecho de literatura.

-¿Cómo reflejará usted un tema tan complejo?

-A través de la vida de un escritor. Bueno, mejor dicho, de un futuro escritor. Será la Vida del Artista Adolescente, creo que es un buen título. Una persona que decide abdicar de todo, incluso de su familia, para rendirse por completo a una única aspiración: la creación.

“¡Como si todo él estuviera hecho de literatura!”, pensó alborozado Kafka, pero se mordió la lengua para no desvelar semejante confesión.

-Así que trazará un retrato del futuro artista… -llegado a ese punto Joyce lo detuvo con un pequeño grito que concitó la atención de la escasa clientela, medio absorta en el tedio que flotaba en sus tazas de capuchino, anegado en las copas.

Retrato! ¡Eso es! ¡Usted lo ha dicho! ¡Será el Retrato del Artista Adolescente, es un título perfecto! ¡Amigo, usted es un genio, ha dado en el clavo! Con ese matiz mi novela adquiere una nueva dimensión -Joyce cerró los ojos, ya imaginaba montones y montones de cuartillas redactadas; el trabajo, fecundo, fluía sin cesar a su cerebro y, de él, se expandía al papel.

-Me alegro de serle útil -murmuró Kafka, anonadado.

-¡Desde luego que lo es! Además, ¿usted es judío, verdad? Le ruego me perdone la insolencia. Lo pregunto, bueno lo inferí, por los temas sobre los que me dijo que conferenciaba.

-No hay nada que disculpar, caballero. En efecto, lo soy: soy judío, sí –la declaración de Kafka no llegaba exenta de temor. Ya sabía muy bien lo que era ser rechazado por eso. Recordaba que, en uno de los sanatorios donde pasó un tiempo, fue invitado a compartir manteles por un grupito de militares que disfrutaban de una agradable sobremesa. La situación se prolongó hasta que empezaron a investigar acerca de su acento. Primero le preguntaron si era checo. Manifestó que, en efecto, era de Praga, pero no checo del todo. Uno de los militares continuó empecinado en averiguar más detalles y la chanza cesó al confesarles Kafka su condición hebrea y, de allí, su peculiar acento. Fue como si resonara un disparo en un prado y los pájaros emprendieran un vuelo desesperado, asustado. Los hombres, sin dejar de lado su impostada amabilidad, se levantaron y desaparecieron del salón. Uno de ellos tuvo el detalle de disculparse con una de las frases más terribles que Franz escuchó en su vida: No nos malinterprete, usted es un caballero simpático y nos es agradable, no tenemos nada contra usted sino contra lo que es usted, contra todo lo que representa. Por eso, debemos marcharnos ahora. Le deseo muy buenas tardes. ¿Tras humillarlo de esa forma era posible imaginar que pudiera pasar una buena tarde?

-Tengo algo en mente, escribiré las peripecias de un judío. Usted muy bien podría servirme de referencia, aunque el plan me quede un poco lejos todavía –le explicó Joyce.

-Pues si escribe una novela basada en un judío le garantizo que tendrá aseguradas las peores críticas. ¡Amigo, lo machacaran! –Joyce rió con sinceridad la advertencia de Kafka y añadió:

-Bueno, veremos de mezclar al judío en una odisea…, una odisea homérica.

-¿Un Telémaco judío? –Kafka también sonrió al pensar en eso.

-¡Hasta el propio Ulises será judío! En la mejor tradición del Judío Errante, desde luego, que harto de vagar regresa a su Ítaca particular…, ubicada en Dublín, claro –Franz reflexionó un instante acerca de tal mezcolanza: La Odisea protagonizada por un judío de Dublín. No sabía que tal resultaría el libro, pero la originalidad de la historia prometía.

Un breve silencio de camaradería flotó entre ambos. Joyce formuló una nueva cuestión:

-¿Tiene usted algún proyecto entre manos?

-¡Ejem! –carraspeó, no le agradaba confesar nada al respecto, pero dada la amabilidad del hombre, no existía otra salida. Además, el irlandés enseguida se daría cuenta de que le mentía si respondía que no. Eso era imposible. Entre escritores bien se sabe: siempre se pergeña, delinea, crea, imagina, proyecta-. Sí, estoy enfrascado con una historia de un hombre acusado por un crimen, un delito que ni él mismo, ni el tribunal que lo juzga, saben cuál es y, a la par, todos entienden muy bien de qué se trata.

-¡Eso tiene buena pinta! –y movió un dedo en dirección al cielo, con cierto aire premonitorio, para añadir-: Amigo, vendrá un día en el que pondrán su nombre a una calle de su ciudad, en Praga, o tal vez le erijan una estatua.

Franz no pudo más que sonreírse de forma ilusa al pensar en la perspectiva de una placa con su nombre en Praga o, una efigie suya. Franz Kafka platz, se imaginó en alemán; tal vez, Franz Kafka strasse, Franz Kafka allee. En checo, ¿por qué no?: Namesti Franze Kafky. La idea le provocó un repentino dolor de cabeza y sintió palpitaciones. Era momento de regresar al sanatorio ante la inminencia de la hora de la cena.

Se despidieron afectuosamente y cada cual emprendió su camino por direcciones contrarias. Joyce se adentró en el corazón de la ciudad, rumbo al número ocho de la vía Scussa. Atrás dejó un reguero de humo dulce procedente de su pipa. Ignoraba que, a escasos metros de allí, en un parquecillo bastante descuidado, años después, los triestinos erigirían, con orgullo, una estatua suya, al igual que también ocurriría en Dublín.

Franz Kafka, mareado, nervioso y con cefalea, no podía apartar la premonición de su imaginación mientras a grandes zancadas buscaba el refugio de su sanatorio a las afueras de Trieste: una estatua, una plaza, que tontería, sería terrible, con ese rictus de tristeza que componen las figuras de bronce…Además, quizás, de todos los hombres que habitaron, habitaban y habitarían en Praga, él era quién menos se lo merecía. Menos mal, pensó, que eso nunca, jamás, llegaría a ocurrir. Seguro.

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