sábado, 31 de diciembre de 2011

La oscuridad del músculo

Llegó: harto y reventado del turno de noche que se extendía por su piel como una lepra, que inficionaba sus pulmones como un vaho de tósigo, que hendía sus caninos en las articulaciones con los perros de la madrugada.

Llegó: insomne, las ganas de descanso devoradas por las ratas de subsuelo, flageladas por las gomosas colitas descarnadas, frotadas a contrapelo por las cerdas tifoideas.

Llegó: en la oscuridad del salón encendió el DVD e introdujo una película. La escogió al azar de una pila de ilusiones aún por imaginar.

Lloró: agotado de sentimientos, acribillado de emociones, borracho de poesía, mientras las palabras de Gelman y Benedetti y Girondo se clavaban bajo sus uñas y desde el televisor estallaba una supernova de versos centelleantes.

Acabó la película: y por la ventana se asomaba el día, tortuga perezosa con ganas de fastidiar. Él no podía moverse, detenido entre dos malecones, flotando en un salvavidas remendado de poemas que atravesaba el océano.

Sus ojos: estaba deslumbrado, y le importaba ya muy poco que fuera la mañana o la tarde porque en su pecho se iluminaba un amanecer gelmaniano, en su cabeza campeaba un sol benedettiano y en su corazón latían, con puntualidad y exactitud, limpiando la oscuridad del músculo, unos titánicos campanazos girondescos que podían escucharse en todo el barrio.

-¡Deje ya esos ruidos! –le gritó el vecino golpeando al otro lado del tabique.

Ahora: había sido el estruendo de una lágrima suya, reventada contra el suelo como un poema: como todos los poemas.

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