domingo, 11 de diciembre de 2011
Un Ser de Literatura
En Praga: Planta 2ª del Hotel Viktoria, 28 de marzo de 1911.
La decisión que con paso firme condujo a Kafka frente a la fachada del hotel Viktoria se vio aplastada por un repentino desplome, duda que lo asaltó a medida que recorría los escasos metros que le separaban desde la Jungmannstrassea la entrada del edificio. ¿Actuaba bien? ¿El hombre que buscaba tras la puerta giratoria, más allá de los elegantes salones, era un farsante? ¿O tal vez un sabio? “En cualquier caso”, se dijo, “quizá no sea el mayor erudito psíquico que exista hoy en día, pero quiere aunar Teosofía y Ciencia. Resulta loable”. Tales ánimos lo convencieron de acudir a la cita que le aguardaba en el segundo piso.
En la salita de espera una mujer muy amable le cedió el turno porque no le importaba un poco más de retraso -a lo mejor no se encontraba tan decidida a realizar la entrevista-. En eso, llegó la secretaria del doctor, les pidió el nombre y comprobó el registro en un dietario de tapas marrones.
De repente, por el pasillo, apareció el doctor Steiner, pacífico y conciliador, con los brazos abiertos rezumaba bonhomía, capaz de abrazar a cada desdichado, a cada fracasado, a cada angustiado. A cada Franz Kafka.
-¿Señora, es usted la primera? –inquirió a la dama que, presa de un pavor inexplicable, enrojeció de vergüenza y negó con la cabeza, a la vez que miró a Kafka.
-No cabe duda alguna, lo es usted –Franz musitó una apagada afirmación mientras el doctor emitía un ligero silbidito de satisfacción, daba a entender que esa, no otra, era la señal convenida para que lo acompañara a su habitación privada.
Tomaron asiento junto a una ventana. Por la mesa se desperdigaban unas notas referentes a las últimas conferencias impartidas por el doctor, un ejemplar de la revista Annalen der Naturphilosophieque Franz miró de reojo, una pila de libros y, por arte de magia, el mismo dietario de tapas marrones que antes transportaba la secretaria en sus manos.
-¿Así que usted es el doctor Kafka? Creo recordarlo de mi charla de ayer. ¿Acudió usted, verdad? –en efecto, así era, acertó a murmurar que se encontraba entre el público, en la primera fila, sin perder una sola palabra de la amplia disertación sobre Fisiología Ocultista-. Dígame, ¿hace mucho que se interesa por la Teosofía? –ese así que usted es el doctor Kafka no le sonó muy bien. Parecía encerrar una decepción al estilo de pues en absoluto me lo imaginaba así. Intentó sobreponerse a su angustia, a la timidez que lo abotargaba ante la eminencia, y repuso que sí, que de un tiempo a esta parte se sentía atraído por la Teosofía, desde luego, pero le embargaba un enorme pánico, un pavor hacia Ella, y se notaba confundido.
-Aunque mi estado natural ya sea la confusión absoluta… -remachó.
-¿Vive en un desconcierto permanente?
-Sí. Mi desorientación proviene de…, bueno, verá, es que soy…, soy…, bueno, soy o, mejor dicho, me siento un Ser de Literatura. Me avergüenza decirlo… -en ese momento, instante en que pronunció tan incómoda confesión, casi una humillación, hurtó su mirada por el salón-: A veces, cada vez me sucede con mayor asiduidad, tengo la certeza de estar completamente conformado de literatura, tanto que, al escribir, puedo llegar a alcanzar estados de consciencia clarividente y trance, igual que los que tipifica usted, doctor. En esos momentos, la historia que redacto se desarrolla frente a mí como si avanzara sobre el agua. Prorrumpe de mí en un verdadero parto, cubierta de suciedad y baba. Sin embargo, lo que me desespera es que mi vida, para existir, no puede excluir lo que no sea literatura. No… ¡No puedo vivir por y para la escritura!
-¿Qué siente usted al escribir? –le inquirió Steiner, sorprendido ante la confesión de que ese hombre, a veces, entraba casi en trance gracias al poder creador.
-Confusión. Las historias que escribo son sábanas y mantas con las que se cubriría un hombre enfermo, ¿me entiende?
-Perfectamente. Necesita escribir pero no en las circunstancias actuales porque, eso, contribuye a destruirle.
-Se trata de mi vida, en efecto -¡que satisfacción experimentaba al encontrarse con quién parecía comprenderlo! Porque Max Brod lo entendía, cierto, ¿pero lo comprendía? No, al menos no lo comprendía en la manera clara y completa del doctor Steiner-: Por las mañanas, al levantarme, soy incapaz de pensar en nada…, en nada que me pueda servir a lo largo de la jornada para agarrarme, asirme a una expectativa de futuro que me proporcione un mínimo consuelo y me fortalezca. A veces, tengo la sensación de que todo lo que ocurre se pergeñó para que fuera en mi contra, que soy una masa atravesada por púas que, con cada día añadido de existencia, se me encarnan más y más. Si resulta tan triste reconocerlo… –suspiró-, ¡imagínese decirlo!
Kafka tragó saliva. Un suave silencio aleteó y se posó entre los dos hombres. Steiner se cubrió la frente con la mano y reflexionó un momento para formular:
-Yo lo entiendo, pero no sé si seré capaz de ayudarlo. Quiero decir, no sé si la Teosofía sería capaz de eso: no creo que la Teosofía pueda lograr mucho con usted, proporcionarle un alivio. Ese alivio tal vez lo encuentre usted en el amor, en un amor universal, no piense en nada sexual.
-Ya, el amor -murmuró.
-Sí, ¿qué hay de sus seres queridos, sus familiares, amigos? –el rostro de Franz se contrajo con un espasmo doloroso.
-Esa gente, mi familia, mis amigos, me dañan. En muchas ocasiones el amor compone el rostro de la violencia: ellos me hieren de forma inconsciente, me torturan por amor y eso los convierte aún en mayores culpables porque, ¡cuánto bien podrían proporcionarme por amor! Pero no, se limitan a censurarme... No, creo que no he utilizado la palabra exacta –tras un instante de cavilación, Kafka pareció dar con el término que buscaba y elevó un poco el tono de voz-: ¡Siempre se han dedicado a coartarme! Eso es, me coartan por mi bien, claro, continuamente me dicen lo que ellos creen que más me conviene. Mi padre, él en particular, arruina todas y cada una de mis expectativas literarias. ¡Ninguno de ellos, nadie, ha comprendido todavía que soy un Ser de Escritura! Yo busco en sus palabras, en su apoyo, algo más que un: no dejes la Aseguradora, no abandones Praga, no te vayas a Berlín para vivir en exclusiva del periodismo; tu trabajo de funcionario te deja las tardes libres, aprovecha entonces para escribir –Kafka meneó la cabeza desesperado-: No entienden que esos consejos son los peores que pueden proporcionarme. No puedo vivir así, no se puede compaginar la escritura por turnos, tras el trabajo, después de todo ese montón de horas perdidas. Una buena sesión de escritura nocturna arruina por completo mi trabajo del día siguiente en la Aseguradora. De igual manera, una jornada entera de trabajo destruye mis intentos literarios vespertinos. Puede que resuelva bien mis tareas en la oficina, pero tengo deudas pendientes con ese otro deber que es la escritura. Eso me desquicia, interfiere y termina por confundirme. Ahora, dígame, ¿podría aportarme soluciones, aliviarme, la Teosofía? ¿O añadiría mayor confusión a mi confusión? Porque de ser así, no la quiero.
-Me parece que usted interpreta la Teosofía al estilo de un casamiento con una mujer. No es así, obviamente. No se trata de lo que la Teosofía pueda darle sino de lo que usted pueda aportar a la Teosofía -Kafka meneó la cabeza con preocupación:
-Es indudable, bien poco puedo aportar yo a la Teosofía. ¡Bien poco puedo aportar yo a nada! –el leve golpecito de su puño contra la mesa hizo que tintinearan varias tazas vacías, ennegrecidas por los resecos posos del café consumido por el doctor a lo largo de la jornada-. Además, mi esperanza es encontrar un paliativo, remedio que me aleje de los recurrentes pensamientos de suicidio… -tras inspirar con fuerza prosiguió-: En repetidas ocasiones me sorprendo con la cabeza apoyada en los ventanales, atraído por los adoquines de las calles, por los puentes de abajo. A veces creo que todos esos puentes arden y yo soy uno de ellos. Me agrada recrear en mi mente la siguiente escena: entro en casa y mi familia me contempla desde la mesa en donde se congregan para celebrar sus interminables partidas de naipes. De repente, sin responder a los saludos, me abalanzo en dirección a la ventana; me libro con movimientos bruscos y decididos de quienes intentan impedírmelo. Al final salto, me arrojo, atrás dejo una nota en la que confieso que mi lugar se encuentra, certero, en el empedrado, que no cabe la menor posibilidad de obtener otra salida mejor… O tal vez sí exista otro remedio. Debería terminar como Kleist, que se pegó un tiro a orillas del Wansee. Él sí que supo despejar la solución correcta. ¿Sabe qué me impide esa comunión con el asfalto, con los adoquines, tal vez arrojarme al Moldava? –Steiner, preocupado por lo que oía, negó con un movimiento de cabeza-. La terrible certeza de que, seguir vivo, interrumpe un poco menos mi escritura que la muerte.
-Es un pensamiento simple, pero sabio.
-Una abuela mía se suicidó, ¿sabe? A menudo, de pequeño, me preguntaba cómo fue posible. Ahora creo que puedo comprenderlo.
-Comprenderlo es evitarlo, sin lugar a dudas –sentenció el doctor Steiner-. Intente centrarse en lo único que parece ayudarle, escribir.
-¡Así lo hago! –le contestó Kafka-. Fíjese, me marco un horario que a cualquier persona ajena a mis circunstancias le parecería demencial y trato de cumplirlo a rajatabla: acudo al Instituto con una puntualidad exasperante para casi todos los demás empleados; permanezco allí de ocho de la mañana a dos y media de la tarde, unas horas de un amargor extraordinario, créalo; aprovecho para tomar un bocado a las tres y después me dirijo a casa para dormir, aproximadamente, hasta las siete de la tarde; me levanto y me entrego a una serie de ejercicios saludables, con la ventana abierta, esa misma ventana que tanto me atrae, cada vez más; transcurridos unos quince minutos, reconfortado, doy un paseo de no menos de una hora por las calles de Praga y me llego a un parque, Chotek por ejemplo o, si el tiempo lo permite, me acerco al Laurenziberg y luego ceno en casa, rodeado de mi familia, que me saca de quicio y elimina todos y cada uno de los efectos reparadores de la siesta, la gimnasia y el paseo; al fin, me presento ante mi escritorio de donde no me levanto, en el caso de que las cosas vengan mal dadas, antes de las dos o las tres de la madrugada, pero si entro en esa especie de trance que antes le explicaba, puedo alcanzar el alba sumido en mis páginas; si aún dispongo de tiempo o no es demasiado tarde, ejecuto unos ejercicios desentumecedores, me aseo y me acuesto de nuevo para alcanzar la hora de vuelta al trabajo. En más de una ocasión, de las hojas emborronadas con febril torpeza, con una enorme sensación de impotencia, transito al Institutosin conciliar el menor sueño.
El doctor Steiner enarcó las cejas antes de emitir su veredicto:
-Ese horario es de locos. Acabará por matarlo, debería pensar en otro tipo de jornadas, mejor estructuradas. ¿Pese a todo puede dormir bien?
Franz se acercó las manos a la cabeza para, tras atusarse el cabello, reconocer con dolor su negativa:
-No, muchas veces transcurren tres o cuatro días de insomnio y apenas puedo trabajar. Es tan escasa la fuerza que me resta y que debo malgastar entre archivos y aburridos informes que a nadie interesan en la Aseguradora... Mi mecanógrafa me aproxima un carrito repleto de carpetas, pólizas y documentos pendientes, un carrito que se asemeja demasiado a un ataúd. Me parece que ese carro-ataúdse confeccionó a mi medida, que me aguarda, me espera, es un buitre deseoso de sacarme los ojos. Mi vida es un castigo, un castigo de esos que imponen a los niños, a los alumnos rebeldes, desobedientes, condenados a escribir cien veces, mil veces, una absurda frase que a nada conduce. Yo estoy condenado a repetir mil veces, millones de veces, esta vida que me cayó a modo de escarmiento.
-¿Cree que si usted se dedicara en exclusiva a la literatura desaparecerían sus angustias? –el cuerpo de Kafka se estremeció sólo con acariciar tal posibilidad en su mente.
-¡Fíjese en mi amigo Werfel, Franz Werfel! Vive en Leipzig, consagrado a su arte. ¡Tiene libertad completa para vivir y escribir! ¡Imagínese lo que puede llegar a producir!
-No me ha contestado: ¿Sería usted más feliz así? –Steiner mantuvo firme la pregunta porque vio con claridad que el problema de Kafka no era el poder vivir en exclusiva de la escritura, el problema radicaba en el mero acto de escribir. Kafka abrió la boca para responder, pero el doctor lo frenó con sequedad-: No se moleste, yo contestaré por usted lo que le resulta tan doloroso de reconocer. No, jamás, usted no sería feliz aunque le dejaran alimentarse de libros y escritura porque a usted el trabajo literario lo martiriza, lo aísla de los demás, erige una barrera intangible e insuperable. ¡Dígame que me confundo!
El enorme silencio que se interpuso entre ambos parecía oprimir el pecho de Kafka. Steiner notó un ligero moqueo y extrajo su pañuelo para sonarse con fuerza las narices. No satisfecho con la operación, se lo introdujo con perseverancia en el interior.
Kafka, con un esfuerzo sobrehumano, admitió lo que tanto se resistía a confesar:
-Es cierto –su ademán era desolado-, es verdad, tiene usted razón, nunca me siento demasiado solo al escribir porque escribir es revelarse uno mismo hasta el exceso. Por ello, nunca el silencio es bastante silencio, ni la noche se empacha jamás de noche, ni la quietud alrededor de quién crea es suficiente. No necesitaría nada más alrededor si me dedicara en exclusiva a escribir. Acabaría encerrado en un sótano, con una mesita, una silla y una lamparita, mis cuadernos y poco más. ¡Deberían llevarme la comida y dejarla tras la puerta! ¡Como a los condenados! Cualquier contacto humano me repugnaría…
-El muro, esa muralla, esa gran muralla china tras la que usted querría vivir, terminaría por emparedarlo –le aseguró Steiner mientras plegaba con meticulosidad el pañuelo y lo guardaba en uno de sus bolsillos.
-No se engañe, doctor, no soy apto para el contacto humano, irradio una insoportable aura de infelicidad –con esas palabras acababa de reconocer su derrota-. Estas condiciones mías no pueden mejorarse a voluntad, el material humano no es agua, que se puede decantar, o trasvasar de un recipiente a otro.
-¡Aférrese al futuro, piense en que el futuro le deparará cosas maravillosas! -la recomendación de Steiner le resultó odiosa.
-¡El futuro me aterra! ¡Me doy de bruces con el futuro! Mi único futuro, el único que imagino, es contemplarme acostado en la cama, sumido en un silencio mortal, con la vista perdida en los recovecos del techo. En fin –suspiró de nuevo-, usted, doctor Steiner, no tiene ni idea de los estragos que la literatura lleva a cabo dentro de ciertas cabezas.
Cabezas como la suya, pensó Steiner, que prefirió morderse la lengua para no ofender a su paciente.
Cabezas como la mía, también se dijo Kafka, que eligió no pronunciarse en alto para no dar pábulo a su locura.
El doctor Steiner reinició su desagradable moqueo. Al salir de la habitación Kafka pudo escucharlo sonarse de nuevo, con violencia, y reparó, sorprendido, que la mujer que antes aguardaba turno ya no se encontraba allí.
A la par que desandaba sus atribulados pasos por la Jungmannstrasseun extraño sentimiento, quizás el del católico tras confesarse, la comezón del paciente mental que abandona la consulta de su médico, le invadía, retrepaba por su cuerpo para oprimirle el corazón con un puño. ¿Se preguntarían ellos, el católico, el enloquecido, si todas las confesiones y reconocimientos, los absurdos y estériles actos de contrición, no eran una pérdida de tiempo?
Su desazón no encontró alivio en la charla con Steiner. No podía ser de otro modo, ya lo supuso de antemano. Una vez más, acababa de pulsar una tecla equivocada.
Pensó, al doblar una esquina, lo mismo que ya apuntó una vez en su diario:
El único placer que podría obtener ahora sería la sensación de que alguien me retorciera un cuchillo en el corazón.
En verdad que era cierto.
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