sábado, 10 de diciembre de 2011

El grajo


En Praga: Salón de la casa de Berta Fanta, invierno de 1911.

Un frío leve, casi un pequeño malestar pasajero, se amadrigaba en el amplio salón de Berta Fanta. No resultaba una tarea fácil el tratar de caldear las señoriales e incómodas dependencias de la casa del Unicornio, así era conocida, situada en pleno centro de Praga, a escasos metros de la Plaza Mayor de la Ciudad Vieja. Sus techos altos y las enormes habitaciones eran un pozo sin fondo en donde estufas y braseros presentaban con gallardía la batalla al invierno, pero terminaban derrotadas, expulsado el calor por los antiguos ventanales dislocados de humedad, rendido para siempre a las junturas de muros y portones.

Franz Kafka permanecía impasible en una esquina, de pie, hierático, las manos sumergidas en los bolsillos, mientras su amigo Max Brod le susurraba alguna que otra diligencia al oído entre retazo y retazo de conversación mantenida con Félix Weltsch, al lado. Por entre los invitados de ese día (el subsecretario Kucha, el consejero Pala y el juez Marek), la anfitriona Berta Fanta se paseaba cogida del brazo de su última y más notable adquisición para el grupito de intelectuales y tertulianos: Albert Einstein. El científico mordisqueaba su pipa de brezo a la par que saludaba a los asistentes no con demasiada gana, digamos que de forma inversamente proporcional al entusiasmo demostrado por su mentora, complemento de la fórmula física.

-Son los doctores Brod y Kafka, escritores –Einstein les tendió una mano recia y fuerte que, sin embargo, parecía cansada en esos instantes.

-Tengo mucho gusto señores -musitó casi a regañadientes, con una vaharada de humo colgada del rostro.

-El señor Einstein es científico, un investigador –añadió la mujer- y además un excelente violinista. Espero que, al menos una vez, disfruten de la ocasión y puedan escucharlo. En estos salones nos ha deleitado a todos ya varias veces; tal vez hoy, si todo va bien, podría ser… -Einstein, molesto ante los elogios de su anfitriona, bajó la mirada avergonzado y prefirió ensimismarse en el encendido de la cachimba que acababa de apagarse. Con tanto saludo no le permitían centrarse en la fumada.

-Dejemos aparte sus virtudes de violinista que, si la señora Fanta, gran entendida, así lo dice, seguro que serán notables y, díganos, ¿qué investiga usted, si no es demasiado improcedente mi pregunta? –le inquirió Brod. Einstein aspiró una larga calada y el interior de la cazoleta adquirió una tonalidad rojiza. Tras expulsar lentamente el humo, añadió:

-Pues ni yo mismo sé lo que investigo ahora mismo. ¡En eso radica el auténtico descubrimiento! -una franca carcajada brotó de las gargantas de los hombres. Berta Fanta se apresuró a matizar:

-¡Puede darse usted por satisfecho, acaba de conseguir que el doctor Kafka ría de manera espontánea! Es una concesión que no le hace a todo el mundo.

-Oh, vamos… -musitó Franz.

-Mi amigo es reservado a veces, pero yo doy fe de su optimismo y jovialidad –acudió en su ayuda Max Brod.

-¡Eso ni lo dudo! –añadió la señora-, pero reconozca que, en este salón, nunca se muestra demasiado participativo -antes de que Kafka pudiera argumentar una sola palabra en su defensa, de nuevo, intervino Brod:

-El bueno de Franz prefiere escuchar mucho y bien antes de intervenir, de opinar a tontas y a locas. Les aseguro que merece la pena si al final se decide. Lo único que sucede es que es un poco, tal vez demasiado, reflexivo. Por eso le parece a usted callado.

-¡Yo también doy fe del buen humor de Franz! –añadió Félix Weltsch, que recordaba ciertos momentos placenteros dilapidados junto a los embarcaderos del Moldava o en la tertulia del café Arco.

-¡Pues espero que hoy se destape usted entre nosotros, doctor Kafka! –resolvió la señora Fanta.

-No creo que el asunto a tratar en esta ocasión dé para muchas bromas, la verdad -acertó a mascullar Franz.

-No, yo tampoco lo creo –apuntilló Brod.

-¿Pues de qué asunto hablamos? –preguntó un Einstein que todavía no conocía los pormenores de la reunión a la que fue invitado con tanta insistencia.

-Meyrink, Gustav Meyrink –la señora Fanta pronunció ese nombre y sus ojos parecieron iluminar, incluso calentar todo el lugar. En ningún caso les pillaba desprevenidos, pero el trío de escritores no pudo evitar componer cierta expresión desconfiada. De los tres, era Max Brod quién profesaba mayor respeto por el hombre que esperaban. Al principio, fue un autor que le apasionó por lo exuberante, diríase que Barroco de sus historias, pero al cabo de un par de años, si bien aún sentía cierta consideración por sus escritos, era incapaz de aislarse de todos los rumores maledicientes que circulaban sobre tan controvertida persona y manchaban su faceta creativa: que era hijo ilegítimo de un príncipe, que tras verse afectado por una enfermedad demoníaca se curó con unos emplastos preparados con unas recetas consultadas en un antiquísimo libro de Paracelso, que si dormía en un ataúd, que si conversaba con los espíritus como si bebiera una cerveza con ellos en la taberna, que si era un director de banca desfalcador que en otra época se llamó Meyer… Se comentaba que se fugó con dinero y tornó el nombre para pasar desapercibido ante la Justicia, que toda su parafernalia espiritista no era más que palabrería para palurdos e, incluso, se le tachaba de morfinómano y adicto a los opiáceos, verdaderos motores de sus fantasías y sueños espectrales.

Meyrink, escritor, me deja indiferente…Meyrink, persona, me repugna, me resulta aborrecible, mantenía Kafka en discusiones de café, opuesto al criterio de Brod, quién intentaba defender al menos la calidad literaria que, según su gusto, Meyrink aún conservaba, con la cita de pasajes que le resultaban brillantes: “Las mariposas eran grandes libros de magia abiertos”, decía en su obra Muerte de la Violeta. ¡Oh, vamos!, se enfadaba Franz con cierto rostro agrio para demostrar que la indignación era seria. Es puro artificio rebuscado, una especie de intelectualidad impostada. Hay que decir las cosas con naturalidad y claridad, con la destreza tan difícil, por no decir imposible, de la facilidad.

La verdad era que Gustav Meyrink, en esa época del saloncito literario de Berta Fanta, no era una persona fácil de querer. Se reunía con sus acólitos en el café Continental, donde vertía sus diatribas, sus invectivas contra todo y contra todos, jugaba al ajedrez con vehemencia y bebía, excéntrico en cada actuación, litros de un repulsivo ponche de preparación personal. En su alejada casa, en las proximidades del Gasómetro, acumulaba un sinfín de objetos inquietantes, de sumo mal gusto, relacionados con el esoterismo, la necrofilia, la magia negra y el satanismo. Tan sólo parecían atreverse a franquear los muros de esa mansión –y se jactaban de ello- un más que siniestro coleccionista de moscas muertas y un librero que, en compañía de su mascota, un cuervo alquitranado, le proveía de viejos e inextricables volúmenes obtenidos de la buhonería. Meyrink era, siendo justos, un mero fantoche devorado por su ego y por la imagen que tanto empeño puso en elaborar, imagen que no pudo controlar y se le deformó como reflejada en un espejo de feria. Semejante juicio, del agrado de Weltsch y Kafka, aceptado un poco a regañadientes por Brod, se vio ratificado al interpretar el hombre su impactante aparición en el mismo instante en que la señora Fanta se refería a él y a la más de media hora larga de retraso que demoraba. Porque, esa tarde, todo el grupo esperaba a Meyrink para llevar a cabo una sesión de espiritismo, una de esas convocaciones tan comentadas en los mentideros de la Ciudad Vieja.

La puerta de la sala se abrió de repente y, sin aguardar a que fuera anunciado, el hombre surgió embozado en su capa. Con grandes ademanes y prisas se despojó de un enorme sombrero de copa. Junto a él pareció penetrar todo el frío de la calle y un aprensivo podría creer que traía cogida del brazo la gelidez de los muertos, de los cementerios, pero tan sólo se trataba del afilado aire del atardecer, sobre el que empezaba a nevar.

Sus ojos escrutaron a todos y cada uno de los presentes. No movió un músculo de su rostro en señal de desagrado al descubrir a los escritores que sin duda le incomodaban, pero mostró su satisfacción al reconocer a los altos cargos que acudían a la cita.

Unos instantes más tarde, tras pagar el coche de punto y despedir al cochero, apareció, azorado y con prisas, el joven Leo Nemec, discípulo de Meyrink, que lanzaba disculpas a todo el que se cruzaba en su camino.

-Ya se comporta otra vez como su esclavo –le murmuró Kafka a Brod.

-Sí, vampirizado por su maestro –añadió Weltsch-. Circunstancia que, de conocerla sus detractores, les llevaría a exclamar un ¡es cierto, es cierto, al final resulta que es un ser maligno y del Averno, que se alimenta de sangre! –los tres amigos celebraron al unísono la chanza. Sin embargo, enseguida olvidaron las bromas de mal gusto porque lo cierto era que Nemec, a quién apreciaban, era una persona talentosa que continuaba de ayuda de cámara del escritor a cambio de un magisterio dudoso. Más de una vez se lo encontraron de buena mañana, apresurado, camino de la casa de Meyrink para prepararle el desayuno o atenderlo en la toilette matutina. Le reía todas y cada una de las gracias y ocurrencias y, por supuesto, lo apoyaba incondicionalmente en sus sesiones de espiritismo. El único desliz cometido por Nemec hasta la fecha era el aproximamiento a Brod, Kafka y los suyos, traición imperdonable que Meyrink solía reprocharle con insultos a cada momento.

-Caballeros, si la señora Fanta nos da su amable plácet, podremos comenzar -repleta de orgullo y agrado la mujer asintió con la cabeza-. Si bien antes, me veo en la obligación de advertirles a ustedes que lo que hoy sucederá aquí no es apto para corazones sensibles ni personalidades impresionables o escasamente formadas -de reojo miró a Kafka quién, delgado y embutido en su trajecillo gris, no aparentaba muy buena salud y, ni mucho menos, conservaba un corazón poderoso.

Era la habitual puesta en escena de Meyrink. Una vez pronunciada la admonición, la mayoría de quienes asistían a sus sesiones ya creían respirar el aliento helado de una calavera.

Se ubicaron en derredor de una mesa circular fabricada con madera de los hayedos de Galitzia, traída por encargo de la señora Fanta apenas unas semanas antes, con la intención de facilitar las sesiones a las que tanto se aficionó.

-¿Dígame, doctor Einstein, en calidad de científico, qué opinión le mereció el fenómeno del Cometa que voló por encima de nuestras cabezas la pasada primavera? –Brod sentía curiosidad por una interpretación del suceso anclada en la seriedad.

-Se refiere usted al Halley… Simplemente un baile celeste, nada más. Nada que justifique la alarma que se desencadenó –Meyrink clavó sus pupilas en la charla y los contempló con gesto hosco.

-¡Oh, vamos! ¡Ese cometa nos anunció desgracias! –afirmó la señora Fanta.

-Desgracias como hace tiempo que no conoce la raza humana –sentenció Meyrink con grandilocuencia. Brod a punto estuvo de dar réplica a la superchería pero Berta Fanta agregó:

-¿Acaso no influyen los ciclos de la luna en las mareas? Está demostrado. Por ello, sería muy estúpido creer que el movimiento de un astro enorme que surca órbitas enteras de planetas y estrellas no tuviera la menor repercusión sobre nosotros -Einstein se apresuró a componer un reproche, pero un leve movimiento de cabeza de Brod le dio a entender que no merecía la pena discrepar con esos fanáticos y optó por guardar silencio. Meyrink, que interpretó el repliegue del científico de manera victoriosa, no perdió el tiempo a la hora de alabar a su anfitriona:

-¡Es uno de los mejores razonamientos que he escuchado últimamente! ¡Los ha dejado sin palabras! –una sonrisilla maliciosa afloró a su rostro envilecido.

Una vez ubicados, con Meyrink escoltado por la anfitriona y su aprendiz, y Kafka embutido entre sus dos amigos, Nemec dio la orden tras la despectiva autorización del maestro.

-¡Oscurezcan la sala! -era esa concesión, casi miserable, la única que el endiosado espiritista permitía a su paniaguado. Meyrink reservaba su verborrea a más altos cometidos, a invocar, a traspasar el ultramundo en conciliábulo con las almas.

Dos mayordomos corrieron espesas cortinas, la nevada renunció a la habitación y las tinieblas parecieron enfriar todavía más la estancia.

Meyrink encendió dos velas que situó en el centro de la mesa. En pleno ritual el consejero Pala no tuvo mejor idea que elogiar el agradable tacto del rico trabajo del mueble:

-Es una madera exquisita, no se percibe ni un solo nudo. ¿De dónde…?

-¡Haga el favor de callarse! –bramó Meyrink, dirigiéndose sin el menor respeto al alto cargo. Sabía muy bien que podía comportarse así durante las sesiones, sus sesiones, allí era el soberano, un rey absoluto que ejercía su voluntad y antojo. En esas reuniones todos eran iguales y los más engreídos, los más ricos, los de mayor influencia, los burócratas más poderosos, todos, se rebajaban ante los conocimientos del hombre, porque ese hombre era el único capaz de conseguir lo que nadie conseguía en los corazones de tamañas personalidades: aterrorizarlos, asustarlos con su diálogo con los muertos, tanto, que el pavor los volvía corderitos amedrentados. Prebostes que fuera de allí, del círculo espiritista, bien podrían con una orden, con un movimiento de su mano, de tan sólo su dedo índice, tal vez con un suspiro, aniquilar a Meyrink por completo y para siempre, se plegaban a sus deseos y alimentaban así el desmesurado ego del médium, apresados por la capacidad que tenía de convocar al Más Allá terrible y pestífero. Por eso, lo querían siempre de su lado.

El asunto no terminaba de marchar bien. En lugar del par de llamas correspondientes a sendas velas se apreciaba un tercer resplandor que titilaba justo delante de las narices del juez Marek, además del cuarto crepitar rojo cereza de la pipa del científico.

-¿No la apaga usted? –le inquirió Berta Fanta a Einstein, refiriéndose a su Full Bent irlandesa.

-Preferiría que no –pero la pipa molestaba a Meyrink, de manera que, casi perezosa, inició el ritual de apagado-: Fumar me predispone a juzgar con calma y objetividad. Es una pena no poder continuar, si de verdad vamos a presenciar aquí sucesos tan extraordinarios.

El juez Marek no parecía darse por aludido y disfrutaba de su puro.

-¿Pero es usted idiota? –le espetó Meyrink al leguleyo-. ¿Quiere hacer el favor de apagar el cigarro? –el juez arrojó una furiosa mirada al escritor que se dirigía en términos tan ofensivos y, amparado en las sombras, mostró un rictus vengativo. Se anotó el insulto para cobrárselo más adelante. Meneó la cabeza y pensó “ya te pillaré, ya, tarde o temprano, te cazaré”, mientras pronunciaba palabras bien distintas que argumentaban un leve reproche bienhumorado:

-¡Pero caballero, es tabaco de ultramar, de la mejor calidad y del mayor precio! –antes de tirarlo aún emitió una densa voluta de humo tras la última y desesperada calada.

-¡Respete a los muertos, juez! –le ordenó Meyrink, e impuso un silencio sepulcral que rompió con unas frases devanadas en un idioma incompresible que sumió a los allí presentes en el mayor de los espantos. Intercalaba resoplidos, emitía profundas inspiraciones, tornaba los ojos en blanco, componía visajes que, a la luz de las velas, conferían a su cara un tinte anaranjado y demoníaco.

-Ya está poseído… -murmuró la señora Fanta junto al oído del consejero.

Desde luego, a Franz Kafka no iba a engañarlo. La salmodia era un camelo burdo y torpe, en la que se reconocían rastros de palabras en hebreo, en yidish, trazos de latinajos deformados por una mala pronunciación y, tal vez, un poco de griego e, incluso, árabe. Era imposible que ni Brod ni Weltsch se percataran también de la añagaza aunque de momento se mantenían sumidos en el silencio, a la expectativa o, tal vez, resignados y avergonzados, tal y como le sucedía al propio Kafka.

-El espíritu que hoy nos visita… -el caso era que Brod parecía unirse de verdad a la preocupación de los presentes. Con la boca abierta, la mandíbula ligeramente desprendida, aguardaba impaciente la identidad del alma en pena. Kafka lo miró y meneó la cabeza desolado. Incluso su amigo era estúpido-: El espíritu es un espíritu del futuro, de alguien que aún no ha muerto a día de hoy, pero que morirá muy pronto de manera violenta… y desde su muerte futura nos quiere advertir…

-¿Es posible? –interrogó en voz alta la señora Fanta, avezada ya en esas lides desde que entró en contacto con la Sociedad Teosófica Adyar y otros grupos ocultistas que le enseñaron la Doctrina Secreta de Madame Blavatsky y un puñado de indigestas teorías de Rudolf Steiner.

Meyrink asintió con la cabeza, miró a la mujer y afirmó un severo “sí, es posible, perfectamente posible”, para verse interrumpido por una convulsión. Se desplomó encima de la mesa ante el aturdimiento general. Elevó la cabeza, ahora se encontraba sosegado, con la respiración tranquila y preparado para declarar:

-Es un hombre joven que va a morir joven… en el plazo de… a lo sumo… cuatro años. Dice que lo mataran quienes más ama y más admira, en un bello paraje de campo, junto a un río… nos quiere advertir de que, en breve, llegara una tempestad, una lluvia de azufre tal que despedazara nuestro mundo por completo, para dejarlo irreconocible… una Gran Guerra, eso será, a eso se refiere, se desatará una terrible guerra, una guerra que tambaleará los cimientos de la modernidad… él mismo será víctima de las balas en esa conflagración … anuncia que se avecina un tiempo de Gran Tribulación… ya lo predijo el Cometa de la pasada primavera, sufriremos la explosión de un Sol de Muerte, de un Sol Negro… -un murmullo, mezcla de incredulidad e inquietud, se levantó entre los presentes. Meyrink aún tuvo tiempo de añadir-: El espíritu vislumbra un ave que agoniza, un negro cuervo, tal vez un grajo, sí, es un grajo que se ahoga en su propia sangre para perecer asfixiado…

En ese instante la señora Fanta prorrumpió en un alarido. Sintió que una mano huesuda se le posaba en los hombros y un aliento mortal respiraba contra su nuca. Meyrink salió del trance y estalló un gran revuelo en la sala. Los criados descorrieron las cortinas de inmediato, el consejero pedía a gritos las sales de la mujer.

-Se ha ido… ya se ha marchado la presencia… -murmuró Meyrink con una expresión cansada, pero de enorme agrado.

-Parece que se divierte, caballero –le espetó un Kafka indignado por el espectáculo.

-¿Por qué no debería gustarme? –le repuso el médium ya más recuperado, rescatado de su anterior estado de privación.

Un grajo que se ahoga en sangre! ¡Muy irónico! –en efecto, la broma, calificada días después de una jocosidad macabra en los mentideros de Praga, afilaba sus uñas contra Kafka. Todo el mundo sabía que ese apellido derivaba fonéticamente de grajo, que incluso su padre coronaba el portón de su tienda de enseres variados con un escudo en el que aparecía el pájaro, pródigo en añadir la silueta del ave a su recado de escribir, libros de cuentas, etiquetas y productos que tuvieran relación con la actividad comercial.

Pero el mayor insulto para Kafka era que Meyrink iba más allá, con sutileza atacaba el carácter enfermizo de su enemigo, hipocondríaco, siempre con problemas de pulmones, de corazón…, de ahí que la imagen de un grajo exánime con un hilillo de sangre que le manaba del pico era del todo acertada, señalaba que el fin de Kafka vendría por un encharcamiento de los pulmones, una hemorragia de pecho, la pleuresía, o por algo parecido.

-No creo que el profetizar una guerra pueda ser del agrado de nadie que se tenga por buena persona -era Félix Weltsch quién, con sus reproches, acudía en ayuda de Kafka, pero Meyrink lo interrumpió:

-¿Para qué sino para la guerra existen los militares? Vamos, seguro que en su familia, o entre sus amigos, se cuentan tenientes o coroneles, incluso un general. Son buenos padres de familia, amantes de sus esposas e hijos, unas personas encantadoras, quizás demasiado rígidos. Lo cierto es que todos ellos desean la contienda para llevar a cabo su trabajo al mando de los ejércitos. ¿Por eso son malas personas?

En ese instante, con Kafka a punto de responder, la señora Fanta retornaba de su desmayo y entre balbuceos le contaba a Einstein, demudada, que la Parca posó la mano en su hombro y le sopló el aliento. El científico, con una media sonrisa, no cesaba de repetir un ¡que me aspen si lo entiendo!, y se apresuró a encender una nueva pipa con la que suavizar el incómodo tránsito.

Meyrink se puso en pie, alargó su majestuosa figura, de nuevo embozada en su capa, y añadió con voz grave, con la mirada fija en Kafka:

-Además, lo mejor de una guerra son los muertos, el enorme número de almas con las que podré hablar e informarme de los avatares del más allá.

En esos momentos, la noche sepulcral se cernía sobre Praga para acostar la nieve en su oscuro regazo.

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