martes, 27 de febrero de 2018

Moscoviada salmantina


De entre las espumas de asfalto se alzan las mareas de vidrio con sus nidos de metal. Por entre las avenidas sopla el viento de caucho y ladrillo y se cuela el huracán estepario. Los gigantes guardan los puntos cardinales y reposan sus pies de cemento en las aguas del Moscova, mientras uno de ellos, el jefe, eleva sus 240 metros de orgullo arquitectónico para herir de azul el paisaje con su espadaña que trata, en vano, de sumar una estrella más a las constelaciones.
En las venas por donde corretea la belleza con furia de vapor todavía se cantan viejas canciones campesinas grabadas en glifos de mármol y sillares de bronce. La sangre heroica, la sangre de los hombres inocentes, se remansa en las inscripciones y en las placas conmemorativas de los tiempos salvajes, esos de amor de pólvora y odio de plomo que, como un carro blindado, o un T-34, arrollaron a una generación que regaló su juventud al fragor de la libertad.
El torbellino en las torrenteras oscuras de monóxido respira, al fin, a las puertas del parque Gorki, y la ciudad entera baila frente al Bolshoi para ahuyentar los recuerdos de tristeza y vodka que, brumosos, aparecen en los días de tormenta, anunciando la absurda muerte de Pushkin, el fallecimiento idiota de Lermontov o el absurdo suicidio de Mayakovski, el ídolo que prefirió escribir versos con la sangría vertida desde su cuerpo.
Es la ciudad de la tragedia y del romanticismo, un romanticismo que sacia su sed de poesía en el agua del lago del Monasterio de Novodevitchiy y en la tranquilidad lírica de las veredas de su cementerio, en donde Bulgákov todavía sueña con literatura, Chéjov imagina ser gaviota y Gógol se empacha de eternidad. Y Prokófiev los arrulla a todos con el sonido de las constelaciones.
Es urbe y es madre de tristeza barroca como un módulo orbital lanzado desde Baikonur, de amor repujado en cumbres de merengue y natas en busca de aquella sangre derramada, de una vida agitada a borbotones en el interior de una jarra de mula de Moscú, amarga y fresca, como las camisas mapeadas de sudor de los obreros convertidos en revolucionarios y que, ahora, prendidos del recuerdo que tan solo es ya tinta en los periódicos, todavía gritan por afirmar la verdad en este siglo XXI de mausoleos disecados e ideales turísticos que se prenden de la solapilla. Pravda.
Puede que sea en el puente donde Lázaro cabeceó al toro de piedra, Roma anclada al rumor del Tormes, reposando, como si el Imperio no se atreviera a cruzar las puertas de la ciudad culta, o puede que sea en la Plaza de Anaya, de heráldica churriguera, o tal vez puede que sea por entre las callejuelas parrafeadas de Miguel de Unamuno, allí, en donde la voz de la literatura se abraza a la cadera de la filosofía, sí, puede que sea allí, en donde la belleza del mundo se transforma en bibliotecas y libros, en capiteles y campanas como latidos. Allí, allí es.
La fachada de la Universidad se espronceda en versos cirílicos, en arabescos anfibios y en advertencias malares y de vómer, herradura de relieves platerescos, que extiende sus manos y se hermana con los hombrecillos santos del dulce iconostasio de la Catedral del Cristo Salvador. El café Novelty sirve vodka Beluga en copitas barrocas mientras la estatua de Torrente Ballester que aguarda las horas violetas se transforma en un Dostoyevski contemplativo de la Plaza Mayor que palpita afuera, tras las cristaleras. Por la Plaza cruzan los pasos de Carmen Martín Gaite a la búsqueda de las palabras que Marina Tsvetáieva ha sembrado por los vientos que se arrinconan bajo los soportales, arcadas de un cuadrado casi kremliniano por donde desfilan las palomas en parada aviar y se exhiben, con el orgullo del poderío, los reflejos del sol sobre las balconadas de la fachada del Ayuntamiento.
La ciudad está prendida de detalles que lo afirman: el astronauta de la Catedral Nueva es un cosmonauta en viaje al heroísmo centrifugado, el dragón comiendo helado ha abandonado su incómodo lugar, un escorzo algo sangriento bajo el caballo de San Jorge en el escudo de Moscú, para saborear un mantecado con sabor a siglos, heráldica y arbotantes. Las conchas de la fachada del Palacio son las palabritas derramadas por Gorki sobre el papel amarilleado por el tiempo y en la placidez añeja y charra que le han proporcionado los siglos verdean los brotes sonoros en do sostenido de las rajmáninovas campanas de Moscú.
Un poco más allá, sobre un recodo del Tormes sediento de historias, que anhela el poder cantar más Arapiles que ensanchen el caudal de la gloria que negaron al mariscal Marmont, se han hermanado, también, Santa Marta y el Arbat, para susurrarse su amor por encima del viento que serpentea entre los alerces y el fragor de los artesanos y artistas que engarzan corazones con los que encadenar puentes, aedos que todavía recitan poemas de amor de Pasternák y Ajmátova, mientras el tiempo y el espacio se disuelven en la mirada curiosa e infantil de un niño que hubiera aprendido a rimar versos en el Instituto Gorki.
Así, hoy, ahora, Yulia y Pablo han cedido sus nombres para formar un delta que aúna el Moscova y el Tormes, el creciente fértil de un sueño continental acunado por nanas, sonetos y canciones rusas, que desemboca en un juego de pequeñas matrioskillas en cuyo interior se albergan anhelos de arquitectura, diseños de filología y amores con la certeza del futuro.

Escrito para Pablo y Yulia con motivo de su enlace el día 29 de septiembre de 2017.

domingo, 25 de febrero de 2018

Buscando al Juan de Mairena del siglo XXI que salve las Humanidades


*Esta columna apareció en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/buscando-al-juan-mairena-del-siglo-xxi-salve-las-humanidades/

Esta semana hemos conmemorado el 79 aniversario del fallecimiento de Antonio Machado en su exilio de Coillure, el universal poeta de la Generación del 98. Y aunque sus versos son mundialmente conocidos, siempre me ha interesado mucho ese extraño libro en que se inventó el heterónimo de Juan de MairenaMairena era un profesor de gimnasia y retórica que, atravesado de un humor agudísimo, refleja en el libro retazos de su pensamiento y opiniones dispares sobre filosofía, literatura, pedagogía…, todo ello en forma de aforismos, de retazos de las clases y de conversaciones con sus alumnos. Sin duda, al leerlo, llegamos a la misma conclusión: A todos nos habría gustado un profesor como Mairena. Incluso puede que algunos lo hayamos tenido.

Volvemos aquí sobre el problema de la enseñanza de las Humanidades en la escuela, esas Humanidades que entre todos los implicados en el asunto han ido dejando que se marchiten hasta poder afirmar, pomposamente, que las Humanidades están en crisis y que, incluso, se encuentran próximas a fallecer. Indudablemente, hay un gran componente de culpabilidad de ello en las Instituciones, Ministerios, y en los encargados de realizar esos itinerarios y restructuraciones de unos planes de estudios enfermizos. Sin embargo, como en casi todos los problemas, la nuez del asunto se encuentra en la base.
En esa base aparecen los profesores amargados y desmotivados por el sistema pernicioso y absurdo al que tienen que servir y plegarse. Los encargados de impartir las Humanidades son quienes más hacen para que estas disciplinas fundamentales del saber humano ya no signifiquen nada. Me consta que hay buenos docentes, desde luego, pero creo que la mayoría se aplica con esmero a esa labor de zapa y derrumbe de la materia que imparten.
Así, llegamos a la enseñanza de la literatura en las aulas, y al infructuoso intento de inculcar los hábitos de lectura a una población escolar absolutamente refractaria. Todo va junto, unos desastres se complementan con otros. Al imponer lecturas obligatorias se está destrozando la pasión por la lectura. La lectura requiere de un esfuerzo. Hay que abrir el libro y, en efecto, ponerse físicamente a leer. Es un sacrificio. Es pedirles algo a unos escolares que hace mucho tiempo, muchísimo, que han extraviado cualquier rastro de la cultura del esfuerzo.
Antes de intentar conseguir que los alumnos leyeran habría que plantearse la manera en la que se pudiera lograr que esos alumnos entendieran el sumo placer que proporciona esa cultura del esfuerzoque tan acertadamente se promociona en las camisetas del Valencia Basket. Bravo por ellos. El equipo, en el año 2011, renunció al patrocinio económico en su camiseta, y lo cambió por ese lema que lleva en las pistas hasta sus últimas consecuencias (y éxitos): Cultura del esfuerzo.

Soy un romántico, que puedo decir, pero la idea me parece maravillosa. Porque creo que en esta cultura del esfuerzo, o en la falta de ella, radican gran parte de los males que enferman a las Humanidades, y en concreto a la enseñanza de la literatura y al fracaso en el intento de inculcar los valores de la lectura,
Vivimos en una sociedad espantosa, cuyo tejido se alimenta de lo inmediato, del aquí y del ahora, con una juventud acostumbrada a conseguirlo todo sin el menor sacrificio. Supongo que este es un problema que debería de resolverse tomando unas medidas que corresponden a otros, y yo ni puedo ni quiero entrar aquí a valorar lo que se hace, si es que se hace algo a este respecto. Yo vuelvo con la lectura.
Algunas ediciones del Juan de Mairena:



Tomar un libro entre las manos y leerlo, algo que a nosotros como lectores nos resulta un placer, significa para la inmensa mayoría un esfuerzo, un esfuerzo descomunal cuya mínima contrapartida hace que no merezca la pena. Es mucho más cómodo ver la película que se ha rodado sobre el libro o, simplemente, dejarlo a un lado y dedicarse a jugar a la consola, que acerca el placer inmediato sin esfuerzo alguno.
La figura del profesor, vista la magnitud del problema, adquiere ribetes decisivos. Y aquí es donde termina por dinamitarse el problema. Si el libro es un esfuerzo monumental para el alumno, y ese alumno carece por completo de una cultura del esfuerzo, dado que también carece por completo de los valores positivos que aparecen al final de un sacrificio porque desconoce la satisfacción del trabajo bien hecho…, así, la lectura resultará imposible.
Si, además, el estudiante se ve obligado a tragarse por la fuerza libros, autores, textos y poesías que no comprende, el atasco que se forma es de tal magnitud que estamos perdiendo los lectores para siempre. El profesor, un Juan de Mairena alegre, simpático, amable y dicharachero, que sepa inculcar las Humanidades logrando que el alumnado piense por sí mismo, que se formule preguntas y encuentre sus propias respuestas entre las tapas de un libro, sería una posible —más que posible— solución. ¿Pero quedan de estos profesores? ¿Los hubo alguna vez?
Desde luego que existen, pero son criaturas docentes en extinción. Yo recuerdo con infinito cariño a don Ángel Prieto —sí, con el don delante— como una unidad autónoma de sabiduría con poderes casi mágicos. Gracias a él (y también a mi abuelo José Breto) debo mi pasión por la literatura y los libros.Don Ángel creaba una atmósfera erudita en sus clases, pero accesible, se emocionaba leyendo poesía, y además impartía las clases de latín más divertidas y entretenidas con las que un alumno pueda soñar. Algo parecido le ocurre a mi mujer con su adorado, y ya fallecido, don Elías (sí, con el don por delante, también, qué curioso, ¿no?).
Estos dones de la enseñanza, don Ángel o don Elías, o tantos otros, parecen fantasmas de una época periclitada, de un mundo de ayer zweigiano, y que tan solo anidan ya en nuestras memorias como seres de otras épocas. Son como el teléfono fijo modelo góndola, como las sesiones matinales de los cines, como las pastillas de leche de burra o las pantallas de ordenador de fósforo verde: sombras de un pasado enterrado.
La literatura se ha ido reduciendo en los planes de estudio hasta adoptar la forma de una especie de cementerio de nombres de los autores y sus obras. La lectura juvenil se ha prostituido con la inclusión de una serie de textos absurdos e infantiloides, diseñados para alimentar esa cultura de lo liviano einmediato. Volúmenes editados con grandes tipos de letra, fáciles de digerir, con historias demenciales que son producto y deriva de las memeces que el mundo Disney o Pixar de ilusión y fantasía ha puesto de moda gracias a sus películas.
Cuando contemplo a Francisco, de 12 años, intentado deglutir uno de estos libros en casa, de mala gana y con fórceps, puedo comprender perfectamente su aborrecimiento. Simplemente, la mayoría de esas historias, en teoría diseñadas pedagógicamente para que le resulten atractivas a un niño de su edad, le resultan odiosas por vacías, estúpidas y artificiales. Un día hice la prueba y lo puse a leer unos párrafos escogidos de American Psycho, la novela de Bret Easton Ellis. Sí, ya lo sé, soy un monstruo sin corazón ni entrañas, pero ese pasaje en donde un policía persigue a Patrick Bateman y se enzarza en un tiroteo con él, le resultó tan apasionante como absorbente.
Obviamente, el libro de Easton Ellis no es un libro para un niño de su edad, que sin embargo recibe mayores dosis de sexo y violencia cada dia a través de sus juegos en la consola. El caso es que, desde entonces, insiste en que quiere leerse ese libro. Ya le he prometido que cuando cumpla los 16 años.
Esto significa, por encima de lo anecdótico o incluso lo extremo de mi experimento, que los libros que le obligan leer en el colegio no le interesan lo más mínimo. Si en un estadio superior, además, añadimos a profesores desmotivados o amargados que se limitan a ese cementerio de autores enlistados, cuando imparten letras a sus alumnos de mayor edad, obtenemos el cóctel del fracaso.
 ¿Qué está ocurriendo? Nosotros curtimos la infancia con las lecturas de la picaresca, y no nos pasó nada. Bueno, sí que pasó algo: que hemos sido, de adultos, voraces lectores. Si además, a todo ello le añadimos nuestro Juan de Mairena particular…, pues hemos terminado adorando el mundo de la cultura en general y el de las letras en particular.
Un ejemplo: del aquél grupo de alumnos que en algún momento tuvimos como profesor a don Ángel Prieto, muchos nos hemos dedicado a la literatura y a los libros de una u otra forma. Fernando Marañón lleva ya escritos varios trabajos, y su Gilda en los andes (Berenice) es una novela magnífica. Bruno Galindo ha sido premio Rafael Sanchez Estrada de poesía, y ha publicado una notable obra, El público (Lengua de Trapo). Honorio Penedés es bibliotecario, o yo mismo…, finalista del Premio Joven 2000, con varias novelas publicadas y Doctor en Estudios Literarios, entre otras muchas actividades relacionadas con las Humanidades. Y Francisco Alonso, profesor de lengua y literatura, entre otros muchos de esa generación Prieto que conformamos.
Puedes leer una critica mía a Gilda en los andes aquí:

Resulta llamativa semejante cosecha intelectual ente los alumnos de una sola clase, con tres de ellos novelistas. Y se me olvidaba, Regino Quirós no hace mucho que publicó El secreto de los Silvanos mediante la plataforma bubok. En mayor o en menor medida, hemos salido todos con pasión por las letras.


Por supuesto, muchos recordaran a don Ángel con amargura, incluso con odio, por haberlos obligado a leer El viaje a la Alcarria (Austral) de Cela…, pero cómo sería de importante ese profesor para mí que incluso me permitió leer lo que más me apeteciera para un examen y yo elegí, con 14 o 15 años, el Libro de las Fundaciones (Austral) de Santa Teresa.
Hasta ese punto nos inculcó el amor por los libros y la lectura, la fascinación por las letras, cimentando una cultura del esfuerzo literario que nos ha llevado a poder enfrentarnos a cualquier tipo de libro sin ningún miedo ni reparo. Y por cierto, la lectura de la Santa me pareció deliciosa entonces…, tan deliciosa como me lo sigue pareciendo ahora.

Al recordar a Machado, y a su heterónimo, de inmediato ha acudido a mi memoria don Ángel Prietoque, como el don Elías de mi esposa, supieron inculcar el amor por los libros, las lecturas y la poesía porque se limitaban a transmitir ese amor que ellos mismos sentían. Yo me niego a creer que ya no existan profesores así, claro que los hay, como de igual forma me niego a admitir eso de la defunción de las Humanidades que algún pánfilo ha puesto de moda.
Las Humanidades están heridas, es cierto, pero de nosotros, lectores, depende que sanen. Hay mucho trabajo por hacer, pero dado que nadie parece capaz de inculcar el amor de los libros a nuestros hijos, deberemos hacerlo nosotros mismos. Prediquemos con el ejemplo y leamos delante de ellos y con ellos. Seamos su Juan de Mairena particular y salvemos a las Humanidades. Será el tiempo mejor invertido de nuestras vidas y adquirirán un hábito que, después, podrán disfrutar, e incluso lo agradecerán como ahora se lo agradezco yo aquí, infinitamente, a mi profesor don Ángel y a mi abuelo José. Con ello, les estamos extendiendo el cheque en blanco de la literatura, de los libros y de la cultura del esfuerzo.
Y este cheque siempre tiene fondos.

viernes, 23 de febrero de 2018

Cuarto y mitad de Dostoyevski


“Póngame cuarto y mitad de Dostoyevski”, pidió Mersault con su desidia habitual.

“¡Marchando!”, exclamó el carnicero Patrick Bateman, siempre solícito cuando se trataba de trinchar, cortar o despiezar. “¿Qué Dostoyevski quiere? El jugador nos está saliendo muy bueno, pero se nos acaba pronto… ¿Quizás lo prefiera de Memorias del subsuelo?, acabo de recibirlo hoy y está fresco-fresco”.

Mersault meneó la cabeza como si estuviera apesadumbrado, y señaló con un dedo huesudo que parecía una prolongación de la guadaña de la muerte: “Quiero de ese”, sentenció con dureza. “¡Uuuh!”, Bateman emitió un chillidito de satisfacción, “¡Crimen y castigo! ¡Sabia elección! ¡Marchando cuarto y mitad de Crimen y castigo! ¡Fíjese que veta tiene!”

Bateman siempre ponía nervioso a Mersault, con esa hiperactividad, con ese espíritu risueño, como si pudiera ocultar todo aquello que había hecho y de lo que no le gustaba nada hablar, por cierto.

Mersault miró su reloj. Odiaba venir al mercado con el portero de fútbol Bloch, no sabía ni por qué lo había acompañado hoy, pero es que desde que uno de esos comparatistas chiflados los juntó para un estudio, estaba condenado a compartir piso con él. Por las noches, Bloch se despertaba gritando. Siempre las mismas pesadillas, soñaba que iban a lanzarle un penalti, y eso era lo que más miedo podía darle. Llevaba días sin pegar ojo por culpa de ese tipo, estaba pensando seriamente en pegarle un tiro.

Apareció Bloch desde el fondo del mercado, sus ojeras parecían caminar un paso por delante, y bajo el brazo llevaba la compra que había realizado en el puesto de Alonso Quijano: cuarto y mitad de novela bizantina, cuarto y mitad de novelita pastoril y cuarto y mitad de novela de caballerías; así, sin denominación de origen, a granel. En eso, Bloch era tan rácano como Quijano, siempre amantes de lo más barato, de esos sucedáneos que enfermaban a Mersault.

Bateman acabó de cortar las lonchas de Crimen y castigo y se las tendió en un paquetito. Mersault y Bloch discutieron. Uno quería ir a la parafarmacia de Jean-Baptiste Grenouille porque buscaba una crema para realizarse un buen peeling —el sol de Argel siempre le dejaba el cutis muy estropeado—, mientras el portero necesitaba un rosario fosforescente para ahuyentar sus pesadillas, y esperaba encontrarlo en el puesto que La Regenta había montado con Fermín de Pas.

Ninguno quiso ceder. Así que, como vulgarmente se dice, al final no fue ni para ti ni para mí, y se acercaron a donde Tyler Durden despachaba productos para deportistas, eufemismo que ocultaba enormes botes de proteínas para culturistas y bebidas isotónicas milagrosas. Mersault estaba intentado perder algo de peso, y ya alcanzaba las 50 sentadillas del tirón, mientras Bloch confesó, un día, que pensaba ponerse hecho una mula. Así que le compraron varias cosas a Durden —como el potenciador muscular Gargantúa—, y le preguntaron qué tal le iba en el gimnasio. El muchacho alternaba el mercado con largas jornadas de entrenamiento al caer el día: quería ser boxeador. Todos sabían que, además, Tyler Durden no soportaba a Patrick Bateman; una vez se pelearon a mamporro limpio por una tontería y acabaron en la comisaría.

Mersault volvió a mirar el reloj y metió prisas a Bloch: “¡Venga, en una hora tengo que estar en la página 98, y llego tarde!”. En efecto, su lector de ese día pensaba retomar el libro en cuanto volviera de las clases en la Facultad.

“¿En la página de lo del árabe?”, le preguntó Bloch, que conocía muy bien la respuesta, pero así fastidiaba un poco a Mersault, algo que le encantaba. “Sí, en la página del árabe”, le contestó de mala gana. “Pues come algo antes, no te marches a pegar unos tiros sin nada en el estómago”, le recomendó el portero.

Mersault levantó las cejas indignado. ¡Ya estaba otra vez con lo del árabe! No pudo contenerse y le gritó: “¿Y tú no te marchas a estrangular a la taquillera? ¡Vas a llegar tarde!”. Pero Bloch sabía que su lector de ese día, hasta que no tomara el metro, no continuaría con la lectura. Se enzarzaron en una tanda de insultos: “¡Existencialista de playa!”, “¡Alienado de fotomatón!”. Indignados, cada uno salió por una puerta diferente del mercado.

“Aunque no lo parece, esos dos se quieren, ¡se lo digo yo!”, le advirtió Josef  K. a Werther, el joven dependiente de la droguería que le servía un bote de insecticida.

Junto al estante de los quesos que atendía Holden Caulfield —así ahorraba para poder acudir a la Universidad— la rata Firmin se llevaba, satisfecha, un enorme queso de bola.

Ya nadie se acercaba al colmado de Bartleby. La situación era insostenible y le amenazaba la quiebra. Tendría que verse obligado a cerrar pronto, de proseguir con esa actitud. Cada vez que un cliente le pedía algo, se limitaba a responderle: “Preferiría no hacerlo”, no atendía y perdía la vista en un indeterminado punto lejano; al final, dejaron de intentar comprarle.

Afuera, Oskar Matzerath buscaba ganarse unas monedas tocando el tamborcillo en una esquina, mientras empezaba a llover y se oscurecía el cielo de la ciudad. Bajo un puentecillo, Ignatius, presa de su voraz apetito, devoraba más perritos calientes de los que era capaz de vender en su puesto ambulante de salchichas sin esperanza.


Calle abajo venían, cogidos del brazo, Madame Bovary y el coronel Aureliano Buendía. El militar estaba enfadado. No quería que la mujer volviera a comprar ni una loncha más de Franzen. Le había resultado tan indigesto que ni con un bote entero de sales de frutas logró apaciguar su acidez. La mujer lo miró a los ojos. Ambos sabían que la culpa no era de Franzen; era correoso, en efecto, pero esas malas digestiones se debían, seguramente a cosas de la edad…

lunes, 19 de febrero de 2018

Contra una perspectiva prehistórica de la literatura y la lectura


*Esta columna apareció en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/contra-una-perspectiva-prehistorica-de-la-literatura-y-la-lectura/

Cada vez me encuentro con más gente que lee. En Instagram, en ese Instagram literario del que tantas veces hablo, conformamos una legión numerosa de amantes de los libros, de tsundokianos, muchos de los cuales compartimos, además, las impresiones de nuestras lecturas. Es evidente que nadie tiene por qué conocer los resortes de las teorías literarias y de la narratología para dar sus opiniones sobre lo que acaba de leer, pero sin embargo, sí creo que se deberían desechar algunas prácticas que entorpecen la comunicación de esas opiniones e, incluso, crean cierta confusión a la hora de reseñar una obra. Por otra parte, encuentro todavía a muchos lectores anclados en ciertas costumbres periclitadas a la hora de llevar a cabo sus lecturas, unas ideas preconcebidas de la literatura que he denominado como “prehistóricas”.

Porque el lector habitual, ese compulsivo que encadena una obra con otra, es decir, el cierre de las tapas de un volumen con la apertura de las tapas de otro, apenas va más allá de mero hecho de la consumición de páginas y páginas de texto. He comprobado, demasiado a menudo, que para la gran mayoría de los lectores, el final de un libro significa la desaparición de todo un universo, como si la explosión de esa supernova literaria no dejara el menor rastro en su persona.
Estamos hablando de mundos, de constelaciones, de sistemas planetarios, de agujeros negros y de estrellas literarias. En efecto, un libro es todo eso, un sistema con leyes propias, que se rige por unos códigos determinados que ha concebido y puesto en pie con sus palabras el autor. Como tal debemos entenderlos.
Cerrar un libro dándolo por acabado y comenzar otro certifica su absoluta defunción. Convierte al texto, automáticamente, en un compartimento estanco que nada tiene que ver con las lecturas anteriores al mismo, ni con las que se realizarán después. Es algo completamente equivocado. En el juego cósmico de la escritura, y así viene a demostrarlo la literatura comparada, todos los libros dialogan entre sí, al igual que absolutamente la totalidad de los autores mantienen una charla, más que animada y enriquecedora, entre ellos.
La literatura se somete a las leyes del Universo. Un libro es un astro, con sus fuerzas de atracción, y también de repulsión, y nosotros como lectores ejercemos las veces de planetas. Si en el espacio interestelar se produce un cambio de órbita de un satélite, o sucede una explosión solar, la gravedad, el clima, o los pulsos electromagnéticos de otros planetas, incluida la Tierra, se ven alterados.
Por ello, nosotros, que somos nuestro pequeño planeta, nos vemos afectados con el fogonazo deslumbrante de una lectura que nos encandila, con el terremoto que provocan determinados párrafos, con las fuerzas telúricas que se desencadenan en nuestro interior al toparnos con una obra mayúscula que ni podemos ni queremos evitar. Ese cataclismo que provoca dentro de nosotros consigue que se abra un hueco en donde la memoria emocional de la lectura ya viaja, para siempre, acompañándonos.
Y como nos acompaña, nos influye sobre los siguientes libros que acometemos, porque proyecta su magnetismo sobre ellos, establece líneas de coincidencia y comparación, se suma a las visiones del nuevo texto, encajando como una pieza de precisión. Al cerrar el libro podemos pensar que hemos terminado con su lectura cuando, realmente, ese libro albergado en nosotros está empezando.
Son vasos comunicantes, recipientes conectados, puertas de viaje entre agujeros de gusano, conexiones de galaxias. Todos los libros se atraen y todos los autores se escuchan unos a otros, y esa circunstancia se suma a nuestras lecturas. Concebir el libro, la lectura de ese libro, como un acto aislado y no conectado, es una idea prehistórica de la literatura. Los libros se alimentan de libros. Los libros se albergan en nosotros. Los libros se proyectan sobre otros libros y nosotros los interrelacionamos. No se puede entender la lectura, ni la literatura de otra forma.
Solo de esta manera, se pueden comprender otras dos máximas que arruinan la concepción de la literatura: se puede hablar de un libro sin haberlo leído, porque en absoluto es necesario haberlo hecho, y los autores modernos y sus obras influyen directamente sobre autores y obras antiguas. Entender esto no debería ser muy difícil de conseguir, pero muchas veces me topo con una resistencia recalcitrante, generalmente producto de la irreflexión.
Al conversar todos los libros con todos, al alterar nuestro sistema interno después de una lectura, estamos cambiando la percepción y las conclusiones a las que hemos llegado de otras lecturas. De esta forma, podemos encontrarnos con un diálogo entre el soneto 126 de Lope de Vega y el poema del argentino Oliverio Girondo “Se miran, se presienten, se desean…”, o entre la novela picaresca del Estebanillo Gonzalez y Las aventuras del valeroso soldado Švejk, de Jaroslav Hasek. Son dos ejemplos de influencia “hacia adelante”, pero de igual manera la literatura está repleta de influencias “hacia atrás”, y de correlaciones recíprocas.
El escritor albanés Ismaíl Kadaré dialoga en su novela El accidente con un pasaje determinado del Quijote, la novelita insertada de El curioso impertinente, que nos obliga a leerla de otra manera. Igualmente. El Don Juan de Peter Handke transforma la visión que teníamos del Don Juan clásico. Son sólo dos ejemplos, pero la literatura está preñada de ellos. Foster Wallace dialoga con Cervantes,Houellebecq con Camus o Sebald con Handke. De forma recíproca, retroalimentándose en ambas direcciones, Günter Grass con el Lazarillo de TormesDante con Bret Eston EllisSaramago con Sabato o Salinger con Dickens.

La literatura produce extraños compañeros de cama, pero solo si entiende cada libro como parte de un inmenso muro que vamos construyendo en nuestro interior. Cada lectura es un ladrillo que colocamos en ese frontal, agrupado junto a otros de similares características, corrientes y tendencias estilísticas. Esto hace que no haber leído determinado volumen, por ejemplo el Ulises de Joyce, no nos impida emitir juicios y opiniones sobre él. Hemos leído otras obras del autor, y otras novelas de la misma época, con propuestas estéticas parecidas o, incluso, similares.
No necesitamos más que contemplar el brillo del agujero sin taponar que pertenece a Ulises, para percatarnos de todos las piezas de alrededor, y entender de inmediato las características del libro aún no leído. De esta forma, podemos hacernos una idea, intuir si nos gustará o no, e incluso determinar si nos merece la pena invertir nuestro tiempo en leerlo. Es un sistema que no suele fallar, aunque en literatura, más que en ningún otro campo de estudio, no existen las verdades absolutas. Eso conviene no olvidarlo.
Amigos reseñistas, debéis tener en cuenta lo anteriormente expuesto, si os da la real gana, por supuesto, y advertir un par de cosas más. Una buena reseña crítica es aquella que, generalmente, no habla del argumento del libro, o lo trata de forma tangencial porque eso resulta inevitable o necesario para alumbrar algún aspecto determinado. Millones de reseñas críticas están construidas con una doble articulación realmente odiosa: varios párrafos contando el argumento, y un cierre de “opinión personal”, meramente basado en la crítica impresionista. Esta es una forma caduca de afrontar la exégesis de un texto. Realmente no puede calificarse como exegesis, sino como chapuza.
Es posible, quizás, que hace años, pero muchos años, muchísimos, presentar un resumen de la obra fuera pertinente, porque no existían los recursos y accesos a la información inmediata de ahora. Sin contar con los paratextos editoriales (solapas, fajas, videobooks, etcétera…) cualquiera interesado en un libro puede encontrar en fracciones de segundo de que trata un libro que piensa leer. Por tanto, esos párrafos inacabables dedicados a glosar el argumento son completamente innecesarios, tan innecesarios como irritantes.
El otro aspecto es el de la llamada crítica impresionista, esa que se basa en el “me gusta/me disgusta”, sin aportar ni un solo argumento para sustentar esas opiniones. Por favor, basta ya de afirmaciones del estilo de que una novela no es del agrado de su crítico porque el personaje “le cae gordo”, o “antipático”. Necesitamos escarbar un poco, un poquito solo, y atender a la estructura, a la forma en que está escrita, a sus recursos… Escapemos de ese mundo maniqueo de lo bueno y lo malo en función de una percepción física de los personajes de la obra.
Si atendemos a esta crítica impresionista furiosa, La conjura de los necios con su repulsivo Ignatius, o El guardián entre el centeno con el insufrible Holden, serían obras clasificadas en el “no me gusta”. Por el contrario, personajes de acción, pero radicalmente planos, que se mueven en los Best sellers de ínfima calidad literaria, entrarían en la categoría de “me gusta”. Así, obras incómodas y exigentes con los lectores, como El corazón es un cazador solitario de Carson McCullers o Austerlitz de Sebald, o El pozo de Onetti, serían relegadas a las columnas de las malas obras. Desde el punto de vista impresionista, se reordenaría toda la literatura, de una forma realmente chusca.
Por último, también creo necesario detenerme, o que os detengáis o reflexionéis sobre dos aspectos más: es conveniente huir de la imbricación de la vida del autor enlazada a su obra, y de la idea de que una novela es su final. Me explicaré. Un texto literario debe sostenerse, no importando nada de lo que ocurra a su alrededor. El texto existe por sí solo, atendiendo a su construcción y a su estructura, a sus recursos y a la verdad literaria que alberga en su interior. Solo después de este análisis podemos mirar en la vida del autor que lo construyó, para terminar de comprender algún dato nebuloso, aunque esto ni siquiera debería ser necesario.
Un ejemplo de esta maldición del biografismo la podemos encontrar en la interpretación del poemario Ariel de Sylvia Plath, durante años leído como la influencia que sobre la autora tuvo la asistencia a la obra de La tempestad de Shakespeare que se celebró en su colegio. Al final, se descubrió que Ariel era el nombre de uno de los caballos que montaba, especialmente manso y afable. Válganos esto como advertencia. La biografía de un autor puede venir en nuestra ayuda de muchas formas al enfrentarnos a un texto, pero solo después de haberlo trabajado desde ese propio texto. No obremos al contrario porque entonces la vida, la personalidad del autor, actúa como interferencia.
En mi taller de lectura comparada pude escuchar el otro día, por parte de una alumna, las tan ansiadas palabras que forman parte de mi objetivo principal al impartirlo. Reconoció, al fin, que no deseaba terminar con la lectura de Austerlitz. No le importaba la forma en que acababa el libro porque había comprendido que lo realmente interesante era el camino, el viaje realizado por esa galaxia literaria, y todas las cosas deliciosas que salían a su paso y que iba incorporando en su interior. Es todo un cambio de perspectiva. Desde la idea de la novela como la búsqueda de un final, de un desenlace, por el mero hecho de poder acabar para empezar otra, derivó a la lectura como viaje, en donde el punto de destino es lo menos importante.
Por eso, nunca nadie puede destriparnos una novela contándonos el final. A nosotros, el final no nos importa, no nos parece interesante. Nosotros encontramos apasionantes las formas en las que el autor nos ha conducido a ese final, final que representa un principio, al cerrar y completar la obra con nuestra lectura, incorporarla a nuestra biblioteca interior, y sumarla a la nueva lectura que hagamos después.
Desde estas perspectivas, podemos abandonar concepciones anticuadas de la idea de la literatura y podremos realizar reseñas críticas útiles para los demás pero, especialmente, útiles para nosotros mismos. Porque la literatura, fundamentalmente, por encima de otros aspectos, sirve para un único fin: nuestro crecimiento personal. Todos esos libros están escritos para nosotros y por nuestra culpa. Son nuestros. Ni tan siquiera pertenecen ya a sus autores.
Entendedlo así.

domingo, 18 de febrero de 2018

Uno de los discos de nuestras vidas


*Esta crítica apareció en el sitio Mi Nueva Edad:

https://www.minuevaedad.com/actualidad/2018/2/15/el-disco-del-mes-graceland-de-paul-simon/

Discográfica: Warner
Género: Rock/Pop/Folk/World Music
Duración: 43 m; 18 s.
Número canciones: 11
Fecha de publicación: 1986.

Uno de los discos de nuestras vidas

Paul Simon anunció la semana pasada que se retiraba de los escenarios, que a sus 76 años ya no piensa embarcarse en más giras. Afortunadamente, para comprobar una vez más su buen estado de forma y su genialidad, algunos aún pudimos verlo en otoño de 2016 sobre las tablas de Wizink Center de Madrid.
Por eso, porque suena a despedida de uno de los mayores músicos populares que haya dado el siglo XX, junto a Elvis Presley o David Bowie, por ejemplo, traemos hoy una de sus obras maestras. Bueno, realmente su gran obra maestra (y eso que junto a su compañero vocal Art Garfunkelya había firmado algunas de las canciones más redondas y rotundas de la Historia), lo que tratándose de Paul Simon es mucho decir.
En efecto, Graceland, del año 1986, instaló de una forma definitiva a Paul Simon en el olimpo de esos músicos inolvidables e imprescindibles que han ofrecido una obra inmortal a la humanidad. Graceland, quizás ni él mismo podía imaginarlo, lo consagró como solista —a pesar de que ya llevaba muchos años siéndolo con algunos discos emocionantes como Hearts and Bones, por ejemplo— y demostró que existía un Paul Simon legendario junto a Garfunkel y otro Simon que era una leyenda en solitario.
Leyenda por partida doble, en Graceland creó el mejor puñado de canciones juntas que se le recuerdan. Después, a pesar de que ha continuado creando extraordinarias obras como The Rythm Of The Saints o Stranger To Stranger, ya nada ha vuelto a ser lo mismo. Graceland ocupa ese lugar en la santidad de la música, como Thriller de Michael Jackson, Hotel California de Eagles o The Josuah Tree de U2, trabajos que, independientemente de los gustos musicales de cada cual, y por extraños motivos, prácticamente no faltan en ninguna casa. Se pueden encontrar ejemplares de esos discos en la colección de casi cualquiera. Conseguir esa asimilación de icono de la cultura popular significa entrar en la categoría de mito.
¿Qué posee Graceland para ocupar semejante puesto de privilegio? En primer lugar por aunar el reconocimiento de público y ventas, porque fue número uno en prácticamente medio mundo, vendiendo más de 16 millones de copias. En segundo lugar, la propuesta musical que alberga en sus composiciones, con piezas de música africana, a capella, furiosas interpretaciones de rock y baladas inolvidables, bebiendo de las raíces negras y apoyado por un conjunto estelar de virtuosos, desde el guitarrista de King CrimsonAdrian Belew, hasta los músicos populares sudafricanos de percusiones, acordeones autóctonos e, incluso, tablas de lavar.
Este plantel de astros grabó uno de los repertorios más sobresalientes de la historia de la música, en donde resulta casi imposible destacar una canción por encima de las demás. Descomunales éxitos fueron You Can Call Me AlDiamonds On The Soles Of Her Shoes, Graceland The Boy In The Bubble. Como emocionantes resultan Under African Skies Homeless(con las voces del grupo Lady Smith Black Mambazo). Todo ello convenientemente mezclado para culminar un disco soberbiamente producido, consiguiendo un sonido muy propio de Paul Simon, pero también muy africano.
Y además, de forma inolvidable ahora que el genio se despide las giras y los escenarios, Graceland se acompañó de un tour mundial extraordinario. Los que tuvimos la suerte de poder asistir a uno de los conciertos de aquella gira somos conscientes de haber presenciado un momento histórico en la música, a la altura de los Beatles sobre el tejadillo de los Apple Corps de Londres, o del propio Simon, acompañado por Garfunkel, en aquel dia febrero de 1982 en Hyde Park, ante medio millón de personas.
Graceland, el espíritu que emana Graceland, nos conecta de inmediato con todo esto y lo convierte en uno de los discos de nuestras vidas.

sábado, 17 de febrero de 2018

Autores, lectores y mercado editorial: El juego del gato y el ratón



Esta columna se publicó en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/autores-lectores-mercado-editorial-juego-del-gato-raton/


Las decisiones empresariales que toman algunas editoriales muchas veces son, cuanto menos, sorprendentes. Diríase que en ocasiones van directamente en contra de los autores que publican, como si no les interesara lo más mínimo vender un libro. Tamaño disparate comercial yo no lo conozco en otros sectores. A todos nos resultaría impensable que nuestro carnicero se negara a vender sus filetes teniéndolos expuestos, bien apetecibles, tras el mostrador, o que el quiosquero hiciera lo mismo con la prensa, guardándosela para arrojarla a un contenedor al término de la jornada. Pues bien, las tácticas de muchas editoriales parece que van conducidas a ese objetivo, arrojar los libros a la basura. Eso es lo mismo que decir: tirar a sus autores por el inodoro.

Ya está este tipo con sus rabietas…, pensarán algunos lectores. Puede que sí, que esto no se trate más que de una rabieta, un enfado monumental que se repite todos los viernes cuando me planteo qué voy a escribir en esta columna de El Odradek, porque durante la semana he tenido que ir soportando, y encajando con una deportividad que ya me agota, numerosas afrentas, insultos y humillaciones provenientes del mercado editorial. Empeñado en, y aquí tiraré de diccionario para ser preciso, ciscarse y zurruscarse ya no solo en mi persona literaria, sino en una gran cantidad de amantes de la literatura, ya sean escritores o lectores e, incluso, libreros.
Desde hace unos meses mantengo, contra viento y marea y en colaboración con la asesoría literariaProscritos de Torrelodones, un taller de lectura comparada. Ni que decir tiene que los esfuerzos, las batallas y la denodada insistencia por sujetar a los alumnos es descomunal. Así, vamos tirando mes tras mes, con una oferta de lecturas diferente y original que pretende diferenciarse en algunos aspectos de los clubs de lectura habituales.
Partiendo de la idea comparatista de que la literatura es una infinita conversación entre todos los autores y todos los libros, propongo una serie de lecturas que denominaré como “menos habituales”, y después las hago entrar en contacto unas con otras, generándose una interpretación seria, profunda y transversal, que relaciona y remite a unos libros con los otros. Hemos estudiado, porque más que lecturas hacemos estudios fascinantes de las obras, Windows On The World de Frédéric BeigbederAmpliación del campo de batalla de Michel HouellebecqMatadero Cinco de Kurt VonnegutAusterlitz de W. G. Sebald (todas ellas editadas en Anagrama), El baile de Irène Némirovsky (en Salamandra) o El corazón es un cazador solitario de Carson McCullers (en Seix Barral), entre otras.
En el futuro esperamos ver Las mentiras de la noche (Anagrama) de Gesualdo BufalinoSi una noche de invierno un viajero de Ítalo Calvino (Siruela), Natura Morta de Josef Winkler (en Galaxia Gutenberg), Amras de Thomas Bernhard o El palacio de los sueños de Ismaíl Kadaré (ambas en Alianza Editorial). Y digo “esperamos ver”, porque ya he tenido que eliminar algunos títulos de la lista, dado que las editoriales han decidido fulminarlos y borrarlos del mercado.
El motivo de esta columna y de mi enfado de hoy es que me he visto obligado a sacar de la lista de lecturas una novela extraordinaria que ha sido retirada del circuito del mercado. Evidentemente, puede buscarse de segunda mano con cierta dificultad, pero no podemos olvidar que el taller lo organizo con una librería que necesita, como agua de mayo, realizar ventas, y el taller es una buena forma de suministrar los libros de la lista a los alumnos. Sin embargo, con este libro, tras mucho insistir a la distribuidora, y recibir noticias contradictorias, finalmente, el libro no está disponible.
No se trata de un libro extraño y de un autor desconocido que escriba en una lengua oculta desde el último rincón del mundo. Que va. Ni publicado por una editorial independiente y minoritaria. Ni mucho menos. No es un escritor ajeno a España. Tampoco. Pero este libro, y me temo que gran parte de su obra, son ya casi irrecuperables.
Me estoy refiriendo a un Premio Nobel de Literatura y Príncipe de Asturias de las Letras (de ahí que su relación con España sea buena, además de poseer en la figura de Miguel Sáez uno de los traductores más brillantes de su obra, aunque no firme la traducción de esta novela en particular, que es de Carlos Gerhard). Obviamente, se trata de Günter Grass, y la novela en cuestión es El gato y el ratón. Y la editorial Alfaguara. Todo un póker o repóquer de indignación, a la vista de los nombres y los datos enumerados.


El gato y el ratón es la segunda novela de su autor, publicada en 1961, un texto breve, a modo de sándwich entre dos libros-río como son El tambor de hojalata (1959) y Años de perro (1963) y que, juntos, conforman lo que los críticos denominaron como la trilogía de Gdansk, a la que yo creo que se deben añadir los posteriores La ratesa (1986) y A paso de cangrejo (2002), pero eso ya es otra historia (todos en Alfaguara).
Esta novelita deliciosa nos habla de un grupo de adolescentes que se ven afectados por la llegada de la guerra y me resultaba muy útil en la progresión de lecturas del taller, en donde previamente habíamos analizado El guardián entre el centeno de Salinger (Alianza) con Holden Caulfield haciendo de las suyas, El corazón es un cazador solitario, con ese personaje de Mick Kelly y sus hermanos, El baile, con la vengativa muchacha Antoinette, y me vi obligado a renunciar al fascinante e hipnótico Francie Brady de El aprendiz de carnicero de Patrick McCabbe (editado en Edhasa) porque resultó ilocalizable.
Creí, ingenuo de mí, que la obra de un Premio Nobel y Príncipe de Asturias estaría al alcance de mi mano, pero la tiranía editorial, esas leyes que regulan la Sodoma de las mesas editoriales, se había encargado de desmenuzarlo. Y no debería producirme la sorpresa que me produce, porque otro premio Príncipe de Asturias como Ismaíl Kadaré ya hace tiempo que adquirió el estatus de autor clandestino. Muchos de sus libros, salvo un par de los más famosos, son imposibles de encontrar (y eso que comoGrass, su traductor, el malogrado Ramón Sánchez Lizarralde, se contaba como el mejor de todos los que vertían su obra a otras lenguas, tomándola directamente del albanés).
Pero Kadaré es un escritor de Albania. A fin de cuentas, ¿a quién puede importarle la literatura albanesa? Pero Grass es alemán, escritor de una lengua del primer y avanzado mundo cultural. Por eso, ni se me pasaba por la cabeza que recibiera un trato similar al del balcánico.
¿A qué nos conduce todo esto? A concluir que algunas editoriales, y peor cuanto más importantes, están instaladas de una forma descarada en el capitalismo cultural. Que sus lectores les importan un pimiento es una verdad indiscutible —lo sabemos y lo encajamos con una media sonrisa de resignación—, pero que sus propios autores les traigan sin cuidado es algo mucho más complejo de digerir.
La verdad es que tampoco puedo afirmar, en lo tocante a mi experiencia personal como autor de editoriales pequeñas e independientes, que me hayan tratado mejor que cuando he publicado mis obras en editoriales más grandes. Y ojo, sé de buena tinta que existen editoriales independientes que miman a sus autores, tratan con delicadeza sus ediciones y adoran a sus lectores. De hecho, en mi columna de El Odradek de la semana pasada me referí a ellas:

Por el contrario, yo me he topado, fueran pequeñas o más grandes, con verdaderos delincuentes de la literatura, desgraciados, embaucadores y ladrones que se han limitado a timarme, engañarme y despreciarme. Y como me ha sucedido a mí, sé que a otros muchos escritores les ha pasado, y les ocurre, lo mismo.
Doloroso e indignante resulta que te lleguen las liquidaciones anuales asegurando que tan sólo has vendido un ejemplar cuando tú mismo has comprado, para compromisos, más de una docena. O que en la maldita Feria del Libro, tras dos jornadas agotadoras de calor y estupideces, coloque con sudor y vergüenza una decenita de libros por día. ¿Dónde están esas ventas en el estadillo final que refleja un triste número uno como total de libros vendidos en el año?
Voy a concluir con algunas anécdotas sangrantes, como forma de ilustrar la manera en que estas editoriales toman sus decisiones de mercado. La poca afortunada portada de mi novela El vaso canope(editorial El tercer nombre) tenía, originalmente, una portada mucho más elegante, en donde aparecían los retratos de Eva Braun y Clara Petacci —no en vano la obra trata sobre la posible relación epistolar de ambas mujeres, las amantes de Hitler y de Mussolini—. El día en que se eligió la portada, un vozarrón proveniente del interior de un despacho aseguró que las fotos de aquellas dos fulanas no las conocía nadie y que era mucho mejor plantar una buena y típica esvástica.


Con ocasión de mi novela Kafkarama (de nuevo estas joyitas de El tercer nombre, felizmente desaparecidos) se me intentó colar una portada con una cucaracha repulsiva que daba asco (al hablar de Kafka, ya se sabe, pensaron los editores, el insectito de marras) y que por supuesto invitaba a no vender un solo libro, con la importancia que una buena portada posee para diferenciarse en la mesa de ventas, si es que se llega hasta ella. Tuve que amenazar con no publicar la novela para que suprimieran al bicho. Incomprensiblemente para mí, porque me resulta incomprensible, la portada con la cucaracha que nunca vio la luz aparece en algunas webs de venta de libros e, incluso, una versión en word sin corregir de la obra —el primer borrador que envié a la editorial— se ofrece como descarga gratuita en el sitio web de un caradura.

Otro editor que tuve fue incapaz de agregar notas a pie de una mis novelas por resultarle “demasiadocomplicado”, sin contar las numerosas tropelías, insensateces y barbaridades que he tenido que soportar por parte de una gente a la que, además, cedes tus derechos intelectuales, como media, por cinco años. De vergüenza.
Y una más: estoy intentando publicar mi ensayo sobre la obra de Ismaíl Kadaré, derivado de mi tesis doctoral sobre el albanés. A través de un contacto me dirigí a la editorial que publica en España casi la totalidad de su obra. Como es lógico, debería interesarles. Me llegó una respuesta algo desesperanzadora: si no venden sus libros, ¿cómo van a vender un ensayo sobre esas novelas?
Yo pensaba que el prestigio de publicarlo ya sería suficiente para una editorial tan poderosa, y una muestra de respeto a sus lectores ofreciéndoles una obra que interpreta algunas de las novelas que venden de ese autor. Pero que se planteen hacer dinero con un ensayo, y el que no hacerlo sea motivo para no publicarlo, me resulta tan absurdo como cruel.
Tal vez ya os he contado estas cosas en algunas de mis columnas. Si es así, me disculpo por repetirme, pero no veo nada malo en remachar ciertos comportamientos como respuesta a las puñetas con que cada día nos hieren las editoriales. Si, como he afirmado en numerosas ocasiones, la literatura en una defensa ante las ofensas de la vida, las editoriales, por regla general, son una ofensa para la literatura.
Evidentemente, chapuceros los hay en todas las partes y oficios, pero gente que trabaje tan mal y con tanta desgana, yo creo que es difícil encontrarla. Por eso, que fuera del mercado de segunda mano, y con dificultad, no se pueda localizar la segunda novela de todo un Nobel como Grass, o que sea imposible conseguir Superviviente de Chuck Palahniuk (en Siruela) o Las leyes de la atracción de Bret Easton Ellis (en Anagrama y, curiosamente, las segundas novelas de estos escritores), como en su momento ocurría con Americana (Seix Barral), la primera obra de Don DeLillo —felizmente reeditada al calor de los rumores de un Nobel que se le resiste— viene a demostrar el sinsentido en el que ha caído el mercado editorial, completamente corrupto por el ansia del negocio y del dinero, olvidando que están trabajando con libros y con los autores que los han escrito. Y que detrás de todo eso existe un lector que se merece el mayor de los respetos.
Por tanto, que estas novelas no se puedan encontrar, significa el enésimo exabrupto editorial con sus lectores y autores. Que tenga que sacar de las listas de lecturas obras como las de GrassMcCabbe o La leyenda del Santo bebedor de Joseph Roth (en Anagrama, en un limbo de la distribuidora que no sabe si la conseguirá o no), es algo que me ofende profundamente porque me envía un mensaje muy claro: no te salgas de la masa, acepta las reglas del juego, elabora un taller de lectura convencional, incluye las típicas lecturas de los Dan BrownZafónCercasMaría DueñasIldefonso Falcones, Javier Sierra…, de famosos televisivos, influencers y merluzos variopintos, en definitiva, de esos libros que puedes capturar de la mesa de novedades simplemente con alargar la mano y llenártela de porquerías.
Un ejemplo de esto lo podéis encontrar en esta otra columna mía sobre la literatura de influencers e instagramers:
Nos estamos cargando la literatura entre todos. Sí, entre todos, porque ante la zafiedad de las editoriales, que son las primeras que batallan con encono por destruirla, me da la sensación de que, nosotros, lectores y críticos, autores y bibliófilos, estamos haciendo bien poco. Porque recomendar editoriales independientes, pequeñas y honradas, puede que ayude en algo, pero no me parece la solución a un problema descomunal que amenaza con tragarse toda nuestra tradición cultural.
Llegará un día en que no podamos comprar el Quijote. Al tiempo.