martes, 27 de febrero de 2018

Moscoviada salmantina


De entre las espumas de asfalto se alzan las mareas de vidrio con sus nidos de metal. Por entre las avenidas sopla el viento de caucho y ladrillo y se cuela el huracán estepario. Los gigantes guardan los puntos cardinales y reposan sus pies de cemento en las aguas del Moscova, mientras uno de ellos, el jefe, eleva sus 240 metros de orgullo arquitectónico para herir de azul el paisaje con su espadaña que trata, en vano, de sumar una estrella más a las constelaciones.
En las venas por donde corretea la belleza con furia de vapor todavía se cantan viejas canciones campesinas grabadas en glifos de mármol y sillares de bronce. La sangre heroica, la sangre de los hombres inocentes, se remansa en las inscripciones y en las placas conmemorativas de los tiempos salvajes, esos de amor de pólvora y odio de plomo que, como un carro blindado, o un T-34, arrollaron a una generación que regaló su juventud al fragor de la libertad.
El torbellino en las torrenteras oscuras de monóxido respira, al fin, a las puertas del parque Gorki, y la ciudad entera baila frente al Bolshoi para ahuyentar los recuerdos de tristeza y vodka que, brumosos, aparecen en los días de tormenta, anunciando la absurda muerte de Pushkin, el fallecimiento idiota de Lermontov o el absurdo suicidio de Mayakovski, el ídolo que prefirió escribir versos con la sangría vertida desde su cuerpo.
Es la ciudad de la tragedia y del romanticismo, un romanticismo que sacia su sed de poesía en el agua del lago del Monasterio de Novodevitchiy y en la tranquilidad lírica de las veredas de su cementerio, en donde Bulgákov todavía sueña con literatura, Chéjov imagina ser gaviota y Gógol se empacha de eternidad. Y Prokófiev los arrulla a todos con el sonido de las constelaciones.
Es urbe y es madre de tristeza barroca como un módulo orbital lanzado desde Baikonur, de amor repujado en cumbres de merengue y natas en busca de aquella sangre derramada, de una vida agitada a borbotones en el interior de una jarra de mula de Moscú, amarga y fresca, como las camisas mapeadas de sudor de los obreros convertidos en revolucionarios y que, ahora, prendidos del recuerdo que tan solo es ya tinta en los periódicos, todavía gritan por afirmar la verdad en este siglo XXI de mausoleos disecados e ideales turísticos que se prenden de la solapilla. Pravda.
Puede que sea en el puente donde Lázaro cabeceó al toro de piedra, Roma anclada al rumor del Tormes, reposando, como si el Imperio no se atreviera a cruzar las puertas de la ciudad culta, o puede que sea en la Plaza de Anaya, de heráldica churriguera, o tal vez puede que sea por entre las callejuelas parrafeadas de Miguel de Unamuno, allí, en donde la voz de la literatura se abraza a la cadera de la filosofía, sí, puede que sea allí, en donde la belleza del mundo se transforma en bibliotecas y libros, en capiteles y campanas como latidos. Allí, allí es.
La fachada de la Universidad se espronceda en versos cirílicos, en arabescos anfibios y en advertencias malares y de vómer, herradura de relieves platerescos, que extiende sus manos y se hermana con los hombrecillos santos del dulce iconostasio de la Catedral del Cristo Salvador. El café Novelty sirve vodka Beluga en copitas barrocas mientras la estatua de Torrente Ballester que aguarda las horas violetas se transforma en un Dostoyevski contemplativo de la Plaza Mayor que palpita afuera, tras las cristaleras. Por la Plaza cruzan los pasos de Carmen Martín Gaite a la búsqueda de las palabras que Marina Tsvetáieva ha sembrado por los vientos que se arrinconan bajo los soportales, arcadas de un cuadrado casi kremliniano por donde desfilan las palomas en parada aviar y se exhiben, con el orgullo del poderío, los reflejos del sol sobre las balconadas de la fachada del Ayuntamiento.
La ciudad está prendida de detalles que lo afirman: el astronauta de la Catedral Nueva es un cosmonauta en viaje al heroísmo centrifugado, el dragón comiendo helado ha abandonado su incómodo lugar, un escorzo algo sangriento bajo el caballo de San Jorge en el escudo de Moscú, para saborear un mantecado con sabor a siglos, heráldica y arbotantes. Las conchas de la fachada del Palacio son las palabritas derramadas por Gorki sobre el papel amarilleado por el tiempo y en la placidez añeja y charra que le han proporcionado los siglos verdean los brotes sonoros en do sostenido de las rajmáninovas campanas de Moscú.
Un poco más allá, sobre un recodo del Tormes sediento de historias, que anhela el poder cantar más Arapiles que ensanchen el caudal de la gloria que negaron al mariscal Marmont, se han hermanado, también, Santa Marta y el Arbat, para susurrarse su amor por encima del viento que serpentea entre los alerces y el fragor de los artesanos y artistas que engarzan corazones con los que encadenar puentes, aedos que todavía recitan poemas de amor de Pasternák y Ajmátova, mientras el tiempo y el espacio se disuelven en la mirada curiosa e infantil de un niño que hubiera aprendido a rimar versos en el Instituto Gorki.
Así, hoy, ahora, Yulia y Pablo han cedido sus nombres para formar un delta que aúna el Moscova y el Tormes, el creciente fértil de un sueño continental acunado por nanas, sonetos y canciones rusas, que desemboca en un juego de pequeñas matrioskillas en cuyo interior se albergan anhelos de arquitectura, diseños de filología y amores con la certeza del futuro.

Escrito para Pablo y Yulia con motivo de su enlace el día 29 de septiembre de 2017.

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