De
entre las espumas de asfalto se alzan las mareas de vidrio con sus nidos de
metal. Por entre las avenidas sopla el viento de caucho y ladrillo y se cuela
el huracán estepario. Los gigantes guardan los puntos cardinales y reposan sus
pies de cemento en las aguas del Moscova, mientras uno de ellos, el jefe, eleva
sus 240 metros de orgullo arquitectónico para herir de azul el paisaje con su
espadaña que trata, en vano, de sumar una estrella más a las constelaciones.
En
las venas por donde corretea la belleza con furia de vapor todavía se cantan
viejas canciones campesinas grabadas en glifos de mármol y sillares de bronce.
La sangre heroica, la sangre de los hombres inocentes, se remansa en las
inscripciones y en las placas conmemorativas de los tiempos salvajes, esos de
amor de pólvora y odio de plomo que, como un carro blindado, o un T-34,
arrollaron a una generación que regaló su juventud al fragor de la libertad.
El
torbellino en las torrenteras oscuras de monóxido respira, al fin, a las
puertas del parque Gorki, y la ciudad entera baila frente al Bolshoi para
ahuyentar los recuerdos de tristeza y vodka que, brumosos, aparecen en los días
de tormenta, anunciando la absurda muerte de Pushkin, el fallecimiento idiota
de Lermontov o el absurdo suicidio de Mayakovski, el ídolo que prefirió
escribir versos con la sangría vertida desde su cuerpo.
Es
la ciudad de la tragedia y del romanticismo, un romanticismo que sacia su sed
de poesía en el agua del lago del Monasterio de Novodevitchiy y en la
tranquilidad lírica de las veredas de su cementerio, en donde Bulgákov todavía
sueña con literatura, Chéjov imagina ser gaviota y Gógol se empacha de
eternidad. Y Prokófiev los arrulla a todos con el sonido de las constelaciones.
Es
urbe y es madre de tristeza barroca como un módulo orbital lanzado desde
Baikonur, de amor repujado en cumbres de merengue y natas en busca de aquella
sangre derramada, de una vida agitada a borbotones en el interior de una jarra
de mula de Moscú, amarga y fresca, como las camisas mapeadas de sudor de los
obreros convertidos en revolucionarios y que, ahora, prendidos del recuerdo que
tan solo es ya tinta en los periódicos, todavía gritan por afirmar la verdad en
este siglo XXI de mausoleos disecados e ideales turísticos que se prenden de la
solapilla. Pravda.
Puede
que sea en el puente donde Lázaro cabeceó al toro de piedra, Roma anclada al
rumor del Tormes, reposando, como si el Imperio no se atreviera a cruzar las
puertas de la ciudad culta, o puede que sea en la Plaza de Anaya, de heráldica
churriguera, o tal vez puede que sea por entre las callejuelas parrafeadas de
Miguel de Unamuno, allí, en donde la voz de la literatura se abraza a la cadera
de la filosofía, sí, puede que sea allí, en donde la belleza del mundo se
transforma en bibliotecas y libros, en capiteles y campanas como latidos. Allí,
allí es.
La
fachada de la Universidad se espronceda en versos cirílicos, en arabescos
anfibios y en advertencias malares y de vómer, herradura de relieves
platerescos, que extiende sus manos y se hermana con los hombrecillos santos
del dulce iconostasio de la Catedral del Cristo Salvador. El café Novelty sirve
vodka Beluga en copitas barrocas mientras la estatua de Torrente Ballester que
aguarda las horas violetas se transforma en un Dostoyevski contemplativo de la
Plaza Mayor que palpita afuera, tras las cristaleras. Por la Plaza cruzan los
pasos de Carmen Martín Gaite a la búsqueda de las palabras que Marina
Tsvetáieva ha sembrado por los vientos que se arrinconan bajo los soportales,
arcadas de un cuadrado casi kremliniano por donde desfilan las palomas en
parada aviar y se exhiben, con el orgullo del poderío, los reflejos del sol
sobre las balconadas de la fachada del Ayuntamiento.
La
ciudad está prendida de detalles que lo afirman: el astronauta de la Catedral
Nueva es un cosmonauta en viaje al heroísmo centrifugado, el dragón comiendo
helado ha abandonado su incómodo lugar, un escorzo algo sangriento bajo el
caballo de San Jorge en el escudo de Moscú, para saborear un mantecado con
sabor a siglos, heráldica y arbotantes. Las conchas de la fachada del Palacio
son las palabritas derramadas por Gorki sobre el papel amarilleado por el tiempo
y en la placidez añeja y charra que le han proporcionado los siglos verdean los
brotes sonoros en do sostenido de las rajmáninovas campanas de Moscú.
Un
poco más allá, sobre un recodo del Tormes sediento de historias, que anhela el
poder cantar más Arapiles que ensanchen el caudal de la gloria que negaron al
mariscal Marmont, se han hermanado, también, Santa Marta y el Arbat, para
susurrarse su amor por encima del viento que serpentea entre los alerces y el
fragor de los artesanos y artistas que engarzan corazones con los que encadenar
puentes, aedos que todavía recitan poemas de amor de Pasternák y Ajmátova,
mientras el tiempo y el espacio se disuelven en la mirada curiosa e infantil de
un niño que hubiera aprendido a rimar versos en el Instituto Gorki.
Así,
hoy, ahora, Yulia y Pablo han cedido sus nombres para formar un delta que aúna
el Moscova y el Tormes, el creciente fértil de un sueño continental acunado por
nanas, sonetos y canciones rusas, que desemboca en un juego de pequeñas
matrioskillas en cuyo interior se albergan anhelos de arquitectura, diseños de
filología y amores con la certeza del futuro.
Escrito para Pablo y Yulia con motivo de su enlace el día 29 de
septiembre de 2017.
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