*Esta columna se publicó en achtungmag:
http://www.achtungmag.com/los-libros-como-nuestra-defensa-ante-las-ofensas-de-la-vida/
Durante
estos días, una persona que es muy querida para nosotros está pasando por unos
momentos muy difíciles y dolorosos a causa de la pérdida de un familiar. En
situaciones así hay pocas cosas que puedan decirse o hacer, salvo dejar pasar
el tiempo para hacerse a la idea. Sin embargo, parece que esta persona ha
encontrado en los libros, en sentirse rodeada y arropada por ellos, en
sumergirse en la lectura, aunque sea brevemente, aunque abandone a las pocas
páginas un volumen para ponerse con otro, un refugio a los malos momentos que
la afligen. En este caso, con mayor razón que nunca, se cumple la máxima de
Cesare Pavese de que “la literatura es
una defensa contra las ofensas de la vida”.
Muchas
personas han manifestado, en diferentes ocasiones, que la literatura, o los
libros, o la lectura, no es que les ha cambiado la vida, sino que les ha
salvado la vida. Esta afirmación, que puede parecer exagerada o frívola es, en
muchos de los casos, una verdad incuestionable. En el caso de Pavese, a pesar de la convicción en su
frase, esa defensa literaria al final terminó por quebrarse y se suicidó. Sin
embargo, hay otros casos en donde la luz de los libros ha iluminado las
tinieblas de las pulsiones de la muerte.
Daniel Pennacchioni
era un pésimo estudiante. Y el problema se agudizaba con unos grandes problemas
de aprendizaje, dificultad manifestada en la escuela y que lo convertía en una
diana para sus compañeros. Estaba desesperado, y según avanzaba en los cursos, su
sensación de rabia y de dolor lo estaban llevando hacia una idea: el suicido.
Sin embargo, con 13 años, decidió empezar a leer a los clásicos, quizás
espoleado por un profesor que le propuso cambiar el examen de matemáticas que
tenía que hacer por la lectura de un libro, por ver si de aquello sacaba más
provecho.
Y
vaya que lo sacó: de la lectura de los cuentos de Andersen pasó a esos clásicos, y desde ellos, además, empezó a
escribir. A menudo, manifiesta que la lectura, y después esa escritura, le
salvaron la vida; que le impidió arrojarse por una ventana. Ese muchacho
rescatado por la literatura es hoy el más que pujante escritor Daniel Pennac. Esta historia la he
encontrado en una entrevista que la periodista Catalina Gómez le realizó para la revista digital Arcadia
un 30 de junio de 2010.
Un
muchacho tartamudo que no hablaba prácticamente con nadie, se encontraba solo y
aislado en su desesperación. Para sostenerse en un mundo cruel, empezó a
escribir de una forma vehemente, y a leer volúmenes que intercambiaba en un
trapero por dos reales. Este niño se hizo un escritor de un éxito descomunal,
especialmente entre los jóvenes. Es Jordi
Serra i Fabra, y no tiene problemas en reconocer que leer, también a él, le
salvo la vida. Este relato lo podemos encontrar en una entrevista realizada por
Jordi Avellá para el periódico El
Mundo, un 26 de marzo de 2015.
Los
ejemplos son muchos entre los escritores: Simone
de Beauvoir manifestó en muchas ocasiones que cuando era niña, y cuando era
adolescente, los libros la salvaron de la desesperación. O Bukowski, que aseguraba que la escritura le salvaba de caer en la
locura. Pero prefiero referirme a la lectura, no a la escritura, cuando digo
que los libros han salvado de la oscuridad a muchas personas y que, en efecto,
han sido esa defensa ante las ofensas de la vida. Porque la vida tiene muchas
ofensas.
Incluso
en los lugares más hostiles, en donde la muerte es cotidiana, aferrarse a la
literatura puede ser el detalle que marque una diferencia entre vivir o ser
aniquilado. Primo Levi, durante su
cautiverio en el campo de Auschwitz
recordaba la Odisea de Homero y
pasajes de la Divina Comedia de Dante
como una forma de mantenerse atado a su espíritu humano, al concepto de
belleza, a la lucha por la vida…
De
la misma forma, el escritor Varlam
Shalámov en sus Relatos de Kolymá (Editorial
Minúscula) recuerda que durante su condena en Siberia algunos afortunados, los intelectuales, los escritores, la
gente que era como él, podían sobrevivir algo mejor si eran capaces de montar
historias para los prisioneros con los que compartían barracón.
Durante
las noches, un grupo de hombres reducidos a un escombro humano, que ansiaba
relacionarse con esa parte anulada de su ser, la imaginación, consumían ávidos
las historias que brotaban como un vino cálido de las bocas de esos narradores
afortunados. Los jefes del barracón, los temibles capos, a menudo sanguinarios presos comunes —porque la mayoría de
los prisioneros eran condenados políticos— apreciaban estas narraciones porque sosegaban
su fiereza, y prometían que, a cambio de aquellas historias desgranadas sobre
los espíritus helados y que se fundían en sus corazones como carbones al rojo,
al siguiente dia la vida resultaría un poco más sencilla para tan valiosos relatadores.
Y eso significaba que podrían seguir viviendo en un lugar donde lo habitual era
continuar muriendo.
Allí
adentro, en el barracón que se mantenía medio podrido en mitad del frío, se
apiñaban esos hombres en derredor de un aedo, de un recitador que empezaba a
derramar las virtudes curativas de sus historias, mientras afuera, la noche
tremenda trataba de ocultar los lugares del crimen. Y lo que contaba no eran
sino aquellas historias que había leído en los grandes clásicos de la
literatura: las aventuras de Ulises,
algo de Shakespeare… lo que fuera,
traído a la memoria como salvación.
Pero
al fin y al cabo, estas han sido, aunque reales, historias de personajes
íntimamente relacionados con la literatura. Eso no quiere decir que sean menos
ciertas, pero ahora voy a recordar algunos sucesos en donde los libros han servido de parapeto ante la desesperación y el
impulso violento, en personas que salvaron sus vidas por la irrupción de los
libros en su día a día.
Buceando
en los archivos de la hemeroteca digital
podemos encontrar algunos testimonios realmente impactantes. Tal es el caso de Mariano Cuesta, que el 27 de mayo de
2015 escribía en Eldiario.es su historia relacionada con una adolescencia
compleja, agudizada por cierto retraso y problemas de aprendizaje y conducta.
De nuevo, esos problemas magnificados en el colegio, como en el caso de Pennac, y de nuevo el descubrimiento de
la lectura como salvación, en concreto El proceso de Kafka, perfecto para identificarse con un personaje en un mundo en
el que no se comprende nada, y mucho menos el castigo y la crueldad sin motivo:
“Me refugié en la lectura. Conocí a Kafka, Camus, Hesse, Stephen King… Una gran cantidad de autores en los que encontré refugio, algunos como Kafka me hacían comprender que no estaba solo en mi existencia incomprendida”.
Otro
caso es el de José, que nos lo cuenta
el escritor Fran Correa. José agradece a su bibliotecaria Yunia que le haya salvado la vida. El
relato de este suceso, publicado en el medio Cubanet, es del 5 de
febrero de 2015. José era un pintor
de brocha gorda que tan solo tenía a su televisor para hacerle compañía después
de las jornadas agotadoras. Eso y el ron con el que ahogaba su existencia. Pero
un dia el televisor se averió, y entonces se desesperó. La soledad y el
silencio de su cuarto a oscuras, y la imposibilidad económica y también
comercial de encontrar piezas de repuesto (recordemos que nos encontramos en Cuba) lo llevó a la angustia.
Tenía
una soga, pero no encontró en donde colgarse…, o tal vez no llegó a intentarlo
con ahínco porque esa cuerda ataba un rimero de libros. Al ver esos libros,
recordó que en la esquina de su casa vivía
Yunia, una mujer que había sacrificado su habitación para convertirla en
una biblioteca comunitaria:
“Cuando estuve frente a los libros me sentí salvado. Comencé fuerte, por todo Vargas Llosa y después me leí En el camino, de Jack Kerouac y Ragtime, de Doctorow (…) Seguí con Tom Wolfe y Celestino antes del alba, de Reinaldo Arenas, que me hizo recordar mi niñez (…) y luego encontré lo mejor, las biografías de Aníbal, de Alejandro Magno, de Julio César, de Kennedy, de Martín Luther King… Ya no me hace falta el televisor, y todos gracias a la bibliotecaria Yunia, que vive al doblar de la esquina”.
Estas
son sólo algunas de las historias que se pueden encontrar publicadas en la
prensa. Hay muchas más, pero ahora quiero terminar con dos historias que conozco de primera mano. Una, me la conto su
protagonista hace ya tiempo, quizás demasiado tiempo, y no quiero dejar de
traerla aquí porque siempre se ha mantenido fresca en mi memoria.
Es
la historia de una mujer maltratada
por su marido. Es la historia terrible de una mujer sometida a tremendas
vejaciones. Es la historia de una mujer que durante mucho tiempo vivió sometida
como un perro, atada a una mesa, a los muebles, para que no pudiera salir de
casa. No creo que jamás llegue a leer esto, si lo hace puede que se sienta
molesta, no lo dudo, pero como mantengo su anonimato esta historia puede ser,
lamentablemente, una de tantas de esas que aparecen en los telediarios cada
día.
Prisionera en
su propia casa, sin poder ir al baño ni lavarse, salvo cuando al hombre le
venía en gana, encontró en aquella habitación en donde la recluían una forma de
escapar. Un libro que,
independientemente de mi opinión sobre su calidad literaria, algo que ahora no
viene al caso, le sirvió de sujeción, fue una forma de aferrarse para poder
salir de aquella tortura. El libro
que leyó poco a poco, administrado como el contraveneno, la cura, el antídoto a
toda esa violencia machista, era Como
agua para chocolate de Laura
Esquivel. Perderse en esa lectura hizo que se detuviera el tiempo, que
pudiera escapar mentalmente de aquella situación.
Mucho
tiempo después, cuando pudo liberarse, y el maltratador terminó en la cárcel,
me contó esta historia. No puedo negar que le habían quedado multitud de marcas
psicológicas, un fuerte desequilibrio, que trataba de controlar con un infinito amor por los libros. Años
después, visto su deterioro —dejamos de hablarnos y he perdido todo contacto,
me temo que para siempre—, he llegado a preguntar qué cantidad de verdad se
albergaba en la historia…, si fue realmente así o era una forma de poder
digerir lo terrible de la experiencia.
Prefiero
darla por cierta, así resulta mucho más esperanzador y, aunque suene raro,
incluso hermoso: el libro, el único libro de esa habitación de tortura,
emergiendo como un salvavidas al que
aferrarse.
La
otra historia es la de un hombre de
cuarenta años que una noche se despierta desesperado, enfermo de soledad y
harto de angustias. Se levanta de la cama, y decidido sale de casa, descalzo,
en calzoncillos, y sube a la azotea en obras de una parte del edificio en el
que vive, en donde están realizando unas obras de reformas. Salta los plásticos
anaranjados que prohíben el paso y, por la escombrera y los suelos de cemento,
se aproxima hasta justo el borde de uno de los pisos abiertos a la noche. Son
diez pisos. Y está seguro de que tiene que hacerlo.
Entonces,
una certeza le asalta. Sabe que aún tiene muchos libros por leer, porque ama
profundamente la literatura (esa que tanto le ha dado, pero que también tanto
le ha quitado, después), y sobre todo: tiene muchas novelas pendientes por
escribir. Y se da la vuelta. Ha comprendido en dónde se encuentra la salvación. Se vuelve a la cama y no le
dice nada a nadie de aquello.
Años
después, incluirá este suceso en un breve capitulillo de su novela Casillero
del diablo (Xorki). Por
supuesto, aquel aborto de suicida en calzoncillos era yo. No podía dejar
abandonados a Kafka, a Bernhard, a Houellebecq, a Grass…
Entonces, me decidí a estudiar Teoría de
la literatura y literatura comparada, y hacerme Doctor en Estudios
Literarios…, pero bueno, esa ya es otra historia.
Fue
el fotógrafo húngaro André Kertész, hijo de librero, quién
se dedicó a retratar en sus fotos a los lectores que sorprendía en cualquier
lugar, ensimismados en sus libros. Blindados en sus libros. Parapetados tras
los volúmenes. Entre 1915 y 1975, desde Budapest a París, y Nueva York, recogió instantáneas de
personas defendiéndose de las afrentas de la vida con un libro. Esta fotos se
pueden verse en el libro Leer (editado por Periférica
y Errata Naturae).
No
puedo terminar esta columna sin recordar las palabras del escritor Willian Sommerset Maugham:
“Adquirir el hábito de la lectura es construirse un refugio contra casi todas las miserias de la vida”.
Y
sin recordar a Cervantes cuando nos avisa de que:
“en algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia”.
Así
es, y por eso, la persona a la que me refería al principio, ha elegido muy bien
al refugiarse en los libros para superar un trance tan doloroso como la pérdida
de un ser querido. Porque en esta vida somos superhéroes del sufrimiento y nos
comportamos ante el daño que nos inflige la realidad batallando como Batman o Superman. Solo nos falta llevar puesta una capa. Y esa capa son,
sin duda, nuestras lecturas favoritas, nuestros libros, aquellos que nos blindan
y nos hacen más fuertes. Y nos permiten volar.
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