*Esta columna apareció en achtungmag.com:
El Premio Nobel, ese premio, tan
prestigioso como polémico, adorado y ansiado, querido y aborrecido, deseado y
denostado. No hay escritor que no sueñe con lograrlo. No hay escritor que no lo
critique, que no lo cuestione cada año. Sin embargo, el mayor galardón en el
mundo de las letras puede significar un regalo envenenado. Algunos de sus
premiados no pudieron superarlo, no volvieron a escribir nada talentoso,
apresados, atenazados por el peso del prestigio y el agobio mediático.
Hubo
una época en mi vida que no existía otro escritor que me gustase más que Camilo José Cela. Lo había leído todo
de él, y juzgaba con objetividad su obra: por momentos brillante, quizás algo
repetitiva (pero qué escritor no se repite), deslumbrante en los libros de
viajes, con un toque soez y provocativo que a veces se salía de madre, pero con
algunas novelas determinantes para la historia de la literatura española, y
otras menos buenas, algo irregulares, pero no exentas de talento.
Hasta
que llegó el desastre. Fue un 20 de
marzo de 1989, y yo me enteré por boca de Jesús Hermida, dado que el escritor era colaborador de su programa
matinal. El periodista se alegró muchísimo y comentó que ya era hora de aquél
reconocimiento. En efecto, tenía razón, la concesión del Premio Nobel venía a hacer justicia a una trayectoria sobresaliente
en las letras españolas. Nunca he vuelto a celebrar un Nobel con tanta alegría (a excepción del de Günter Grass).
Antes del desastre
El
próximo 17 de enero se cumplirán 16 años del fallecimiento de Cela. Entonces, era una caricatura de
sí mismo, carne de las revistas del corazón, mal airado y grosero, soberbio y
dando la impresión de haber perdido el control de todos los aspectos de su
vida. Y lo que es peor, desde años, sin escribir ni publicar una línea en
condiciones.
Pero
eso no había sido siempre así, el merecido camino al Nobel lo era, en gran parte, por un conjunto de novelas de
importancia capital para las letras españolas: La familia de Pascual Duarte,
La
Colmena, Mazurca para dos muertos y Cristo versus Arizona. Y por un
puñado de libros de viajes realmente excepcionales: Viaje a la Alcarria, Del
Miño al Bidasoa, Primer viaje andaluz (Noguer) y Nuevo viaje a la Alcarria
(Plaza & Janés).Fundamentalmente,
por eso, y por un puñado de relatos sobresalientes distribuidos por una ingente
producción de libros de cuentos.
La
familia de Pascual Duarte (Destino), novela de 1942,
es el debut literario de Cela, y uno
de los pilares del género tremendista,
que muy bien puede comenzar aquí. Y nació con polémica, pero si obviamos toda
aquella rancia historia de un Cela
afín al régimen, parece que incluso se ofreció como delator de individuos
contrarios al espíritu Nacional, y que tiró de enchufes para editar, lo cierto
es que el Pascual Duarte sacudió la conciencia y el panorama literario de
una España devastada y empachada del
discurso único de los vencedores.
El
Pascual
Duarte fue censurado y secuestrada su segunda edición, lo que no ha
sido obstáculo para que sea uno de los libros españoles más traducidos y con
mayor número de ediciones. El recital de violencia, miserias y pulsiones
destructivas en un pueblo de Badajoz,
escrito todo ello en una primera persona estremecedora, perturba y engancha, y
sigue gustando 77 años después.
Por
su parte, La Colmena (Cátedra),
del año 1951, también pasó por su
calvario con la censura franquista, hasta el punto de que tuvo que editarse en Buenos Aires. Su protagonismo coral,
fragmentado, con numerosas vidas paralelas —hasta 300 personajes— que se cruzan en un Madrid miserable del año 43,
en plena posguerra, para retratar a un grupo de gentes sin esperanza, que lo
han perdido todo o casi todo, y que sólo pueden limitarse a subsistir viviendo
el día a día.
La
Mazurca para dos muertos (Seix Barral), del año 1983,
pasa por ser, quizás, la obra maestra de Cela.
El punto clave de la obra es la manera en que está narrada, con una especia de cadencia de orvallo que empapa de gran
literatura al lector. Y bajo esa piel delicada, otra novela brutal, sexual y
violenta, ubicada en el campo más profundo y atávico de la Galicia impenetrable. Su estructura de puzle que va recomponiendo
el lector resulta fascinante y adictiva, para encontrarnos en su interior la
historia de un asesinato y la de una venganza cuyo germen radica en la Guerra Civil.
Mazurca
para dos muertos es un ejemplo de ese realismo mágico a la gallega que, entre
otros, supieron poner en pie Álvaro
Cunquerio y Torrente Ballester,
en donde el lenguaje es un personaje de la novela, casi el más importante.
Y
en Cristo
versus Arizona (Seix Barral),
del año 1988, Cela continúa por el camino de la exploración del lenguaje y de la
experimentación. Escrita con un único punto, el punto final, sitúa una extraña
narración en el Oeste americano, en
la época del legendario tiroteo del Duelo
de OK Corral. Todo el libro es un extenso monologo llevado a cabo por Wendell Liverpool Espana y es una
historia compuesta de muchas historias y docenas de personajes que sobreviven
como pueden en las localidades miserables del desierto de Sonora, en Arizona. Los elementos
celianos son recurrentes: sexo, violencia, muerte, llevando el trabajo con el
lenguaje y la forma narrativa todavía más lejos que en la Mazurca. Sin duda, la
última gran novela de su autor.
En
lo referente a los libros de viajes
y los numerosos relatos, aparte del
Viaje a la Alcarria (Espasa
Calpe), una de esas novelas que me tocó leer obligatoriamente en mi EGB, hay que destacar Del
Miño al Bidasoa (Noguer)
como, quizás, su mejor texto de viajes, y el breve relato Santa Balbina, 37, Gas en cada piso (Aguilar), como una de esas joyas extrañas que siempre aparecen
entre la ingente producción de un escritor de semejante talla.
Después del desastre
En
efecto, esta no es una parte agradable. La concesión del Nobel convirtió a Cela en
una de las personas que peor forma de ganar han tenido, al menos de cara a su
vida pública y, en lo que a mí me interesa, en su faceta literaria.
El
año del Premio, 1989 marca, como si fuera una línea trazada con escuadra y
cartabón, un inamovible antes y después en el quehacer literario de Cela. Desde este momento, podrá más la
cara popular, el afán crematístico a la hora de recoger los frutos aparejados a
la fama del Nobel, y el devenir del
escritor se convierte ahora en un vértigo de exabruptos, incoherencias y ego
desmedido que lo llevarán a convertirse en una patética caricatura de sí mismo.
El
asesinato del perdedor (Seix Barral), apenas se sostiene, pero todavía aguanta con esos
ramalazos de genio que recuerdan al Cela
del Pascual
o de la Mazurca. Sin embargo, todo en esta novela huele a la maquinaria
del capitalismo literario, al
intento de hacer ingentes cantidades de dinero vendiendo un libro escrito por
compromiso en el año 1994, es decir,
tras seis años de sequía, famas y colorín, sin firmar ningún trabajo.
No
es el único, este caso se está dando en Vargas
Llosa punto por punto. Mucho papel cuché, pero de literatura después del Nobel ni una gota. Sus trabajos tras el
Premio, en 2010, 2013 y 2016, han venido de la urgencia de
hacer caja y para explotar la popularidad, con una forma de escribir de piloto
automático encendido, completamente plegada a la voluntad del mercado.
Resulta
sorprendente que hombres tan inteligentes naufraguen en el erial creativo en
cuanto entran en contacto con los fastos que acarrea un premio Nobel. Es como si se agotara la chispa
literaria, devorada por un vórtice de celebridad absurda y mal entendida, ante
la que colisionan incluso las plumas más dotadas.
Así,
Cela acarició el escándalo y la
ignominia con sus dos últimas novelas, La cruz de San Andrés (Planeta) y Madera de Boj (Espasa Calpe). En la primera, un
estúpido afán por recibir más y más premios, lo llevó a concertar con la
editorial Planeta la concesión de
ese galardón. Algo innecesario para un Premio
Nobel. Creo que fue García Márquez
quien declaró que no quería más premios ni reconocimientos tras haberlo
obtenido, porque, si uno lo piensa con detenimiento, resulta casi hasta ridículo.
Ya eres Premio Nobel, ¿a qué más
puede aspirar? Además, todos los concursos, por esa razón, te premiarían
siempre. Un absurdo.
Sin
embargo, Cela se convirtió en un
tragaldabas de los premios. Su voracidad ansiaba más y más, mayor
reconocimiento. Arremetió contra el Cervantes,
del que dijo que estaba “desprestigiado y
cubierto de mierda” porque no se lo otorgaban, hasta que lo consiguió como
si fuera una obligación que lo tuviera. Y claro, el Planeta no podía ser menos.
Acusado
de un plagio vergonzoso: Ante la
imposibilidad del Nobel de presentar
algo a tiempo para el premio que ya tenía concedido de antemano, entre la
editorial y su agente literario tomaron una novela de las participantes en el Planeta y la retocó algún negro literario. Pero no lo hizo
convenientemente, porque La cruz de San Andrés (1994)
dio lugar a pleitos y litigios interminables que envenenaron la moribunda
carrea literaria de un Cela
crepuscular, cuyo último aldabonazo fue Madera de Boj, de 1999, una tomadura de pelo en toda
regla, un bodrio para una obra anunciada desde tiempos inmemoriales y que jamás
veía la luz por falta de interés. Un escrito por encargo y obligación, repleto de
desgana, en donde el autor se plagia, ahora, a sí mismo. Una gran tristeza
cerrar así una carrera literaria.
Lo que nos queda tras el desastre
Nos
queda un escritor dividido por la línea del tiempo, ese maldito año 1989 que tanto celebró Hermida, y yo también claro, para
después irme, o irnos, desencantando con el escritor gallego.
Nos
quedan las páginas del Duarte, de la Mazurca, de la Colmena
o del Cristo, pero algo me dice que su luz no consigue iluminar esas
sombras de infamia arrojadas por no saber ganar, y que la obra de Cela, lamentablemente, se agosta por
momentos.
Nos
quedan demasiados desaires y tonterías, demasiada soberbia y demasiada amargura
en su trayectoria final como para que los que fuimos seguidores podamos
contemplar ahora sus libros en nuestras estanterías y nos entren ganas de
leerlos. Quizás sea una cuestión de tiempo, y el vinagre en el que se ha convertido
el delicioso vino de su lectura pueda revertir de nuevo. Pero lo dudo.
Cela
hizo más por hundir su obra que todos sus enemigos juntos. Y lo que es peor: lo
consiguió. Kafka hubiera estado
encantado con esta forma de autodestrucción literaria. Cada cual puede hacer lo
que desee con su vida privada y enfangarla a gusto. Lo que ya dudo es que se
pueda destruir impunemente una carrera compuesta por libros que forman parte
del legado cultural de un país. Tal vez, alguien, debería habérselo advertido.
Siempre
se ha dicho que hay que tener cuidado con lo que se sueña y anhela, no sea que eso
se consiga. El Nobel y Cela son un ejemplo de ello. El Premio arrolló su literatura hasta
eclipsar a su obra por completo.
¿Qué
más nos queda? Nos queda el recuerdo agrío
de un gran escritor que terminó por extraviarse en algún lugar situado entre la
mansión, las fiestas, los bancos y las revistas.
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