“Póngame
cuarto y mitad de Dostoyevski”, pidió Mersault con su desidia habitual.
“¡Marchando!”,
exclamó el carnicero Patrick Bateman, siempre solícito cuando se trataba de
trinchar, cortar o despiezar. “¿Qué Dostoyevski quiere? El jugador nos está
saliendo muy bueno, pero se nos acaba pronto… ¿Quizás lo prefiera de Memorias
del subsuelo?, acabo de recibirlo hoy y está fresco-fresco”.
Mersault
meneó la cabeza como si estuviera apesadumbrado, y señaló con un dedo huesudo
que parecía una prolongación de la guadaña de la muerte: “Quiero de ese”,
sentenció con dureza. “¡Uuuh!”, Bateman emitió un chillidito de satisfacción,
“¡Crimen y castigo! ¡Sabia elección! ¡Marchando cuarto y mitad de Crimen y
castigo! ¡Fíjese que veta tiene!”
Bateman
siempre ponía nervioso a Mersault, con esa hiperactividad, con ese espíritu
risueño, como si pudiera ocultar todo aquello que había hecho y de lo que no le
gustaba nada hablar, por cierto.
Mersault
miró su reloj. Odiaba venir al mercado con el portero de fútbol Bloch, no sabía
ni por qué lo había acompañado hoy, pero es que desde que uno de esos comparatistas
chiflados los juntó para un estudio, estaba condenado a compartir piso con él.
Por las noches, Bloch se despertaba gritando. Siempre las mismas pesadillas,
soñaba que iban a lanzarle un penalti, y eso era lo que más miedo podía darle.
Llevaba días sin pegar ojo por culpa de ese tipo, estaba pensando seriamente en
pegarle un tiro.
Apareció
Bloch desde el fondo del mercado, sus ojeras parecían caminar un paso por
delante, y bajo el brazo llevaba la compra que había realizado en el puesto de
Alonso Quijano: cuarto y mitad de novela bizantina, cuarto y mitad de novelita
pastoril y cuarto y mitad de novela de caballerías; así, sin denominación de
origen, a granel. En eso, Bloch era tan rácano como Quijano, siempre amantes de
lo más barato, de esos sucedáneos que enfermaban a Mersault.
Bateman
acabó de cortar las lonchas de Crimen y castigo y se las tendió en un
paquetito. Mersault y Bloch discutieron. Uno quería ir a la parafarmacia de
Jean-Baptiste Grenouille porque buscaba una crema para realizarse un buen
peeling —el sol de Argel siempre le dejaba el cutis muy estropeado—, mientras
el portero necesitaba un rosario fosforescente para ahuyentar sus pesadillas, y
esperaba encontrarlo en el puesto que La Regenta había montado con Fermín de
Pas.
Ninguno
quiso ceder. Así que, como vulgarmente se dice, al final no fue ni para ti ni
para mí, y se acercaron a donde Tyler Durden despachaba productos para
deportistas, eufemismo que ocultaba enormes botes de proteínas para culturistas
y bebidas isotónicas milagrosas. Mersault estaba intentado perder algo de peso,
y ya alcanzaba las 50 sentadillas del tirón, mientras Bloch confesó, un día,
que pensaba ponerse hecho una mula. Así que le compraron varias cosas a Durden
—como el potenciador muscular Gargantúa—, y le preguntaron qué tal le iba en el
gimnasio. El muchacho alternaba el mercado con largas jornadas de entrenamiento
al caer el día: quería ser boxeador. Todos sabían que, además, Tyler Durden no
soportaba a Patrick Bateman; una vez se pelearon a mamporro limpio por una
tontería y acabaron en la comisaría.
Mersault
volvió a mirar el reloj y metió prisas a Bloch: “¡Venga, en una hora tengo que
estar en la página 98, y llego tarde!”. En efecto, su lector de ese día pensaba
retomar el libro en cuanto volviera de las clases en la Facultad.
“¿En
la página de lo del árabe?”, le preguntó Bloch, que conocía muy bien la
respuesta, pero así fastidiaba un poco a Mersault, algo que le encantaba. “Sí,
en la página del árabe”, le contestó de mala gana. “Pues come algo antes, no te
marches a pegar unos tiros sin nada en el estómago”, le recomendó el portero.
Mersault
levantó las cejas indignado. ¡Ya estaba otra vez con lo del árabe! No pudo
contenerse y le gritó: “¿Y tú no te marchas a estrangular a la taquillera? ¡Vas
a llegar tarde!”. Pero Bloch sabía que su lector de ese día, hasta que no
tomara el metro, no continuaría con la lectura. Se enzarzaron en una tanda de
insultos: “¡Existencialista de playa!”, “¡Alienado de fotomatón!”. Indignados,
cada uno salió por una puerta diferente del mercado.
“Aunque
no lo parece, esos dos se quieren, ¡se lo digo yo!”, le advirtió Josef K. a Werther, el joven dependiente de la
droguería que le servía un bote de insecticida.
Junto
al estante de los quesos que atendía Holden Caulfield —así ahorraba para poder
acudir a la Universidad— la rata Firmin se llevaba, satisfecha, un enorme queso
de bola.
Ya
nadie se acercaba al colmado de Bartleby. La situación era insostenible y le
amenazaba la quiebra. Tendría que verse obligado a cerrar pronto, de proseguir
con esa actitud. Cada vez que un cliente le pedía algo, se limitaba a
responderle: “Preferiría no hacerlo”, no atendía y perdía la vista en un
indeterminado punto lejano; al final, dejaron de intentar comprarle.
Afuera,
Oskar Matzerath buscaba ganarse unas monedas tocando el tamborcillo en una
esquina, mientras empezaba a llover y se oscurecía el cielo de la ciudad. Bajo
un puentecillo, Ignatius, presa de su voraz apetito, devoraba más perritos
calientes de los que era capaz de vender en su puesto ambulante de salchichas
sin esperanza.
Calle
abajo venían, cogidos del brazo, Madame Bovary y el coronel Aureliano Buendía.
El militar estaba enfadado. No quería que la mujer volviera a comprar ni una
loncha más de Franzen. Le había resultado tan indigesto que ni con un bote
entero de sales de frutas logró apaciguar su acidez. La mujer lo miró a los
ojos. Ambos sabían que la culpa no era de Franzen; era correoso, en efecto,
pero esas malas digestiones se debían, seguramente a cosas de la edad…
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