*Esta crónica apareció en achtungmag.com:
Deacon Blue trajeron al escenario del Teatro Barceló sus 30 años de carrera, y eso son muchos años ofreciendo grandes canciones. Tanto tiempo en la carretera se notó entre el público asistente; esta vez vi a menos gente joven que en otros eventos de este tipo. Al parecer, Deacon Blue son verdaderamente nuestros, quiero decir con ello que nos pertenecen, o que pertenecen a una generación, la nuestra, que todavía los recuerda con cariño, de la misma forma que nos acordamos de algunos ilustres que se quedaron ya por el camino, como The Adventures, Friends Again o Talk Talk. Quizás, todo ese cariño profesado en ambas direcciones (del público a la banda y viceversa), fue una de las claves, junto con un concierto casi perfecto, que voltearon la noche en algo memorable.
La primera vez que me enteré de qué era aquello de los viajes en el tiempo, esa esquiva capacidad de retrotraernos al pasado que tanto nos obsesiona y que ha parido obras geniales como La máquina del tiempo de H. G. Wells o la película Regreso al futuro de Zemeckis, fue en un tebeo, lo que ahora denominan comic, pero que en los tiempos de aquellas 25 pesetas de paga semanal de los domingos era un tebeo mondo y lirondo, con el nombre de Mortadelo y que presentaba una aventura llamada El Armario del Tiempo. Y esa aventura fue mi primera información al respecto del incansable anhelo del ser humano de pegar brincos de época en época como un canguro. El Delorean, y el libro Caballo de Troya de J. J. Benítez, ya me alcanzaron de mayor.
¿Por qué recuerdo esto? ¿Qué tienen que ver Mortadelo y Filemón con el concierto de Deacon Blue? Pues tener, no tienen mucho que ver, pero cuando accedí al Teatro Barceló, que se trata de la discoteca Pachá de toda la vida, pues me dio un vuelco el corazón. Entraba en mi propio armarito del tiempo. Muy bien podría llevar unos treinta y tantos años sin pisar por allí (en efecto, soy y he sido de salir más bien poco).
Cuando la banda de Ricky Ross apareció en el escenario yo me estaba acordando de esa última vez que estuve en Pachá. Entonces, en lo que debía ser el colmo de lo moderno, un tipo embutido en un albornoz aguantaba impertérrito en un sillón mientras contemplaba, detrás de unas gafas de sol, un televisor en donde no aparecían más que rayas. Una performance digna de Andy Warhol.
Me resultó algo sorprendente la forma en que Deacon Blue arrancaron el concierto. La gente ya se encontraba en plena ebullición desde mucho antes de empezar, en una sala abarrotada, y los músicos empezaron desmigando los acordes de un tema lento y calmado como es el bello Born In A Storm; era una mera excusa para fusionarla con Raintown, al igual que ocurre en el disco, y desencadenar, así, la locura.
Una locura, un delirio, que ya no se detuvo hasta el final, porque la banda regaló muchos de sus grandes éxitos y demostró un par de cosas: que casi son mejores que antaño, por no decir que, en efecto, lo son, y que la capacidad de Ricky Ross para escribir temas inolvidables, de esos de verdad, de los que calan en el inconsciente colectivo, es monumental.
No se mostraron cicateros, al contrario, y la cuota de canciones recientes fue escasa (aunque brillante, con un The Believers de muchos quilates), para presentarnos, 25 años después de su última actuación en Madrid —que por entonces tuvo lugar en la sala Aqualung—, lo mejor y más granado de su repertorio. Generosidad que, con estas bandas longevas, a veces, para irritación de los fanáticos, no resulta pródiga. Y no tengo más que recordar el soberbio concierto de The Waterboys de finales del pasado año, donde Mike Scott apenas concedió cuatro o cinco antigüedades a la galería, para vaciarse en dos decenas de temas de su nuevo álbum (no por ello menos atractivo, pero la gente, es obvio, no deseaba aquello).
Puedes consultar mi crónica de aquel concierto aquí:
Sin embargo, Ricky Ross estaba dispuesto a reivindicarse. A dejar muy claro que es el cantante que mejor afina, que deja colgadas esas frases al final como nadie… En aquella barra de atrás, cuando todavía no sabía ni lo que era un Cuba-Libre, recuerdo perfectamente que me pedía esa curiosa mezcla que solo puede ser auspiciada por la falta de neuronas adolescentes: Licor 43 con Cointreau, o con Triple Seco, según tuviera de animado el cuerpo. Sabía a bollo, y casi era necesario tomárselo con un cuchillo y un tenedor. Tendría que haber probado a darle la vuelta al vaso: seguro que habría dejado sobre la barra un castillo de gelatina azucarada, pero aquella consumición significaba demasiado como para desperdiciarla así. Era el camino directo a la hombría, o eso creíamos unos cuantos, cuando era una autopista recta hacia el ridículo.
Muy pronto llego Wages Day, y es que junto con el disco Raintown, las canciones de When The World Knows Your Name fueron grandísimos éxitos en España, y eso que se quedó fuera del playlist Queen Of The New Year. Sin duda, ese disco de 1989 puede que sea la obra maestra del grupo, y algunas de sus canciones, como Fergus Sings The Blues o Real Gone Kid, podían escucharse a cualquier hora y en cualquier sitio, desde la música de ambiente del Corte Inglés hasta en la última discoteca de moda, pero yo debo confesar ahora un secreto y una percepción.
El secreto: en mi opinión, y en la forma en la que adoro ese disco, creo que la obra maestra del grupo es el extraño, barroco e inconcebible, Ooh Las Vegas, del año 1990. Muchos seguidores de Deacon Blue, los del sector recalcitrante de Dignity, se llevaran las manos a la cabeza y desearan, después, echármelas al cuello. Pero otros, los que perciben de una forma diferente el lirismo, saben que este disco es pura literatura, pura poesía y sentimientos.
Ooh Las Vegas apareció en España con el escaso atractivo título de B-sides, Film Tracks & Sessions, es decir, material de desecho, y además doble. Casi hora y media de canciones sobrantes…, que son una hora y media de obras maestras. Sólo es necesario escuchar Dysneyworld, S.H.A.R.O.N, Back Here In Beanoland (el mejor tema que han hecho en su historia) y etcétera, etcétera, para darse cuenta de la magnitud de este trabajo, porque lo que se alberga en ese disco es el zumo que aparece después de exprimir el talento creativo de Ross. Y ahora viene la percepción.
Percepción: Aunque el éxito de When The World Knows Your Name fue descomunal en España, es este disco de rarezas el que encumbró a Deacon Blue en nuestros corazones. ¿Pero qué está usted diciendo hombre? Un momento, que me falta el golpe de gracia: este disco de rarezas se acompañó de un curioso E.P, una especie de maxi single que contenía cuatro canciones unidas por el título Four Bacharach & David Songs EP.
El E.P. contiene cuatro versiones de cuatro canciones eternas, de esas que son standards, compuestas por el dúo de compositores Burt Bacharach y Hal David. Y entre ellas, I´ll Never Fall In Love Again. Boom, zas, una flecha directa al éxito. Aquí, Deacon Blue se enganchó al público español de forma definitiva.
Durante el concierto de 1991 en la Sala Universal de Madrid —cuando traían en la maleta el siguiente disco a When The World Knows Your Name, ese Fellow Hoodllums que era un bajonazo y que pese a todo funcionó en España—, el asunto transcurría adormecido en un discreto velo de aburrimiento hasta que apareció esa canción de Bacharach & David. La gente se puso como loca. Ahí me di cuenta de que Deacon Blue eran ya inmortales entre el público español.
I´ll Never Fall In Love Again brotó de nuevo, ahora en pleno 2018, en el Teatro Barceló. Fue recibida con el mismo entusiasmo, idéntica nostalgia, melancolía y rendición. La diferencia entre este concierto y el del año 91 radicó en que la banda se había dejado la piel sobre el escenario, que ni mucho menos habíamos transitado por el tedio, al contrario: vivíamos un viaje por lo más divertido de la memoria y el recuerdo.
Ricky Ross se mostró cálido y cercano, hablando muchas veces en español, coreando las canciones a dúo con el público. Tal vez, recordando el último concierto de los suyos en Madrid —el de Aqualung de un 25 de mayo de 1993, que promocionaba el peor disco de su historia, ese desconcertante Whatever You Say, Say Nohing—, Ricky nos prometió que “íbamos a vivir la mejor noche de nuestras vidas”, que este concierto sería “muy distinto” a lo que ofrecieron en esa noche de los tiempos.
Porque la batería de canciones que desgranaron en aquella ya lejana y casi olvidada ocasión se basaba en ese disco desmayado, que como buque insignia presentaba la pieza Your House, un fenómeno de feria con toques house, valga la redundancia, impropia de un compositor como Ross, que pretendió adentrarse así en los minados terrenos del rock alternativo. Pues ahora, incluso esta oveja negra de la composición del chico de Dundee, sonó hasta aceptable. Tal fue el esfuerzo de agradar desplegado por la banda.
Y una reflexión: muy malo debió de ser lo de Aqualung, tanto como para que Ross asegurara que ahora viviríamos algo muy diferente, en una especie de disculpa entre el paréntesis de los años. Él si lo recordaba, como si lo llevase clavado.
Incluso hubo un momento para el homenaje. Todo partió desde el público, porque alguien mostró repetidas veces una pancarta que recordaba a Graeme Kelling, el que fuera guitarra del grupo entre los años 1985 y 1994, y que en 2010 falleció de un fulminante cáncer de páncreas a los 47 años. Ricky vio la pancarta, pidió a la persona que la portaba que se aproximase hasta el escenario, la tomó en sus manos, la desplegó y la enseñó al público, que prorrumpió en una cerrada ovación. Se tocó el corazón y lanzó un beso al aire. Se había emocionado con el detalle. The Show Must Go On.
Your Swaying Arms, Chocolate Girl, When Will You (My Telephone Ring) eran las luces de un faro que relumbraba entre la neblina generada por el humo seco, y ese olor extraño e inconfundible a concierto era como el bouquet que identifica de inmediato a una Gran Banda. Loaded demostró que, tal vez, y en lo que se refiere a su comportamiento en directo, sea la segunda mejor canción del grupo. Provocó un éxtasis tan solo superable por Dignity. Porque, claro, allí estaba Dignity, una canción que pese a entrar dos veces en listas, jamás alcanzó puestos de relumbrón en el Reino Unido.
Como la marmotilla de Punxsutawney, Dignity arrancó tímida con las primeras frases coreadas por el público en un éxtasis absoluto. Mientras la canción abría sus ojos y se desperezaba con parsimonia, la locura se multiplicaba entre los deaconers. Elevada en todo lo alto, mostrada con orgullo sobre la escena, Dignity afirmaba que, una vez más, todo transcurría como antaño, aunque muchos fueran ya unas bolas de billar contempladas de soslayo por la mirada aterrada de quienes lucían unas profundas entradas.
Todo era similar a los viejos tiempos… De nuevo, el inmenso placer de gritar hasta enronquecer con la banda de Glasgow, aunque la primera vez que las voces se rompieron, en ese año 91, por ejemplo, o incluso antes, bajo el brazo transportábamos la carpeta repleta de apuntes de la universidad; ahora levantábamos los móviles para grabar la canción que luego enseñaríamos con orgullo ante los compañeros de la oficina: Uno, se morirá de envidia, aunque confesará entre dientes que era más de Prefab Sprout. Otro, muchísimo más joven, pero muchísimo más, hasta el nivel de becario sin futuro, no sabrá ni de qué le están hablando porque no quiere, ni necesita, que le saquen de su Luis Fonsi. Y ella, indie de las de toda la vida, no ve mundo ni frontera musical más allá de Russian Red y Arcade Fire.
Dignity puso las cosas en su sitio: nos sentimos con la comodidad del pasado que se nos repite como en una pesadilla nietscheana, esa que para nosotros es una bendición. Un pasado que volvía con la ambiental y emocionante Circus Lights, con Twist And Shout y con las versiones intercaladas de algunos clásicos de la historia de la música: My Girl de The Temptations, Land Of 1000 Dances de Wilson Picketty ese final tranquilo, en un cierre circular con el principio del concierto en calma, que nos trajo la versión de Forever Young del premio Nobel de Literatura Bob Dylan.
Forever Young. No podían terminar con una canción mejor. Porque así habían demostrado Ricky Ross y Lorraine McIntosh sentirse sobre el escenario, revitalizando magníficamente sus canciones y reanimando nuestras voluntades. Forever Young, Forever Young para todos, porque no nos queda otro remedio que hacernos a esa idea. Nuestro armario del tiempo colectivo acababa de actualizarse: ahora es de acero inoxidable y del Ikea.
Pachá, Licor 43 y Deacon Blue. Un Picasso de emociones. Un surtidor de recuerdos y un puñadito de buenas canciones capturadas, para siempre, en el atrapasueños que nos hizo hombres.
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