*Esta columna apareció en achtungmag.com:
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Esta semana hemos conmemorado el 79 aniversario del fallecimiento de Antonio Machado en su exilio de Coillure, el universal poeta de la Generación del 98. Y aunque sus versos son mundialmente conocidos, siempre me ha interesado mucho ese extraño libro en que se inventó el heterónimo de Juan de Mairena. Mairena era un profesor de gimnasia y retórica que, atravesado de un humor agudísimo, refleja en el libro retazos de su pensamiento y opiniones dispares sobre filosofía, literatura, pedagogía…, todo ello en forma de aforismos, de retazos de las clases y de conversaciones con sus alumnos. Sin duda, al leerlo, llegamos a la misma conclusión: A todos nos habría gustado un profesor como Mairena. Incluso puede que algunos lo hayamos tenido.
Volvemos aquí sobre el problema de la enseñanza de las Humanidades en la escuela, esas Humanidades que entre todos los implicados en el asunto han ido dejando que se marchiten hasta poder afirmar, pomposamente, que las Humanidades están en crisis y que, incluso, se encuentran próximas a fallecer. Indudablemente, hay un gran componente de culpabilidad de ello en las Instituciones, Ministerios, y en los encargados de realizar esos itinerarios y restructuraciones de unos planes de estudios enfermizos. Sin embargo, como en casi todos los problemas, la nuez del asunto se encuentra en la base.
En esa base aparecen los profesores amargados y desmotivados por el sistema pernicioso y absurdo al que tienen que servir y plegarse. Los encargados de impartir las Humanidades son quienes más hacen para que estas disciplinas fundamentales del saber humano ya no signifiquen nada. Me consta que hay buenos docentes, desde luego, pero creo que la mayoría se aplica con esmero a esa labor de zapa y derrumbe de la materia que imparten.
Así, llegamos a la enseñanza de la literatura en las aulas, y al infructuoso intento de inculcar los hábitos de lectura a una población escolar absolutamente refractaria. Todo va junto, unos desastres se complementan con otros. Al imponer lecturas obligatorias se está destrozando la pasión por la lectura. La lectura requiere de un esfuerzo. Hay que abrir el libro y, en efecto, ponerse físicamente a leer. Es un sacrificio. Es pedirles algo a unos escolares que hace mucho tiempo, muchísimo, que han extraviado cualquier rastro de la cultura del esfuerzo.
Antes de intentar conseguir que los alumnos leyeran habría que plantearse la manera en la que se pudiera lograr que esos alumnos entendieran el sumo placer que proporciona esa cultura del esfuerzoque tan acertadamente se promociona en las camisetas del Valencia Basket. Bravo por ellos. El equipo, en el año 2011, renunció al patrocinio económico en su camiseta, y lo cambió por ese lema que lleva en las pistas hasta sus últimas consecuencias (y éxitos): Cultura del esfuerzo.
Soy un romántico, que puedo decir, pero la idea me parece maravillosa. Porque creo que en esta cultura del esfuerzo, o en la falta de ella, radican gran parte de los males que enferman a las Humanidades, y en concreto a la enseñanza de la literatura y al fracaso en el intento de inculcar los valores de la lectura,
Vivimos en una sociedad espantosa, cuyo tejido se alimenta de lo inmediato, del aquí y del ahora, con una juventud acostumbrada a conseguirlo todo sin el menor sacrificio. Supongo que este es un problema que debería de resolverse tomando unas medidas que corresponden a otros, y yo ni puedo ni quiero entrar aquí a valorar lo que se hace, si es que se hace algo a este respecto. Yo vuelvo con la lectura.
Algunas ediciones del Juan de Mairena:
Tomar un libro entre las manos y leerlo, algo que a nosotros como lectores nos resulta un placer, significa para la inmensa mayoría un esfuerzo, un esfuerzo descomunal cuya mínima contrapartida hace que no merezca la pena. Es mucho más cómodo ver la película que se ha rodado sobre el libro o, simplemente, dejarlo a un lado y dedicarse a jugar a la consola, que acerca el placer inmediato sin esfuerzo alguno.
La figura del profesor, vista la magnitud del problema, adquiere ribetes decisivos. Y aquí es donde termina por dinamitarse el problema. Si el libro es un esfuerzo monumental para el alumno, y ese alumno carece por completo de una cultura del esfuerzo, dado que también carece por completo de los valores positivos que aparecen al final de un sacrificio porque desconoce la satisfacción del trabajo bien hecho…, así, la lectura resultará imposible.
Si, además, el estudiante se ve obligado a tragarse por la fuerza libros, autores, textos y poesías que no comprende, el atasco que se forma es de tal magnitud que estamos perdiendo los lectores para siempre. El profesor, un Juan de Mairena alegre, simpático, amable y dicharachero, que sepa inculcar las Humanidades logrando que el alumnado piense por sí mismo, que se formule preguntas y encuentre sus propias respuestas entre las tapas de un libro, sería una posible —más que posible— solución. ¿Pero quedan de estos profesores? ¿Los hubo alguna vez?
Desde luego que existen, pero son criaturas docentes en extinción. Yo recuerdo con infinito cariño a don Ángel Prieto —sí, con el don delante— como una unidad autónoma de sabiduría con poderes casi mágicos. Gracias a él (y también a mi abuelo José Breto) debo mi pasión por la literatura y los libros.Don Ángel creaba una atmósfera erudita en sus clases, pero accesible, se emocionaba leyendo poesía, y además impartía las clases de latín más divertidas y entretenidas con las que un alumno pueda soñar. Algo parecido le ocurre a mi mujer con su adorado, y ya fallecido, don Elías (sí, con el don por delante, también, qué curioso, ¿no?).
Estos dones de la enseñanza, don Ángel o don Elías, o tantos otros, parecen fantasmas de una época periclitada, de un mundo de ayer zweigiano, y que tan solo anidan ya en nuestras memorias como seres de otras épocas. Son como el teléfono fijo modelo góndola, como las sesiones matinales de los cines, como las pastillas de leche de burra o las pantallas de ordenador de fósforo verde: sombras de un pasado enterrado.
La literatura se ha ido reduciendo en los planes de estudio hasta adoptar la forma de una especie de cementerio de nombres de los autores y sus obras. La lectura juvenil se ha prostituido con la inclusión de una serie de textos absurdos e infantiloides, diseñados para alimentar esa cultura de lo liviano einmediato. Volúmenes editados con grandes tipos de letra, fáciles de digerir, con historias demenciales que son producto y deriva de las memeces que el mundo Disney o Pixar de ilusión y fantasía ha puesto de moda gracias a sus películas.
Cuando contemplo a Francisco, de 12 años, intentado deglutir uno de estos libros en casa, de mala gana y con fórceps, puedo comprender perfectamente su aborrecimiento. Simplemente, la mayoría de esas historias, en teoría diseñadas pedagógicamente para que le resulten atractivas a un niño de su edad, le resultan odiosas por vacías, estúpidas y artificiales. Un día hice la prueba y lo puse a leer unos párrafos escogidos de American Psycho, la novela de Bret Easton Ellis. Sí, ya lo sé, soy un monstruo sin corazón ni entrañas, pero ese pasaje en donde un policía persigue a Patrick Bateman y se enzarza en un tiroteo con él, le resultó tan apasionante como absorbente.
Obviamente, el libro de Easton Ellis no es un libro para un niño de su edad, que sin embargo recibe mayores dosis de sexo y violencia cada dia a través de sus juegos en la consola. El caso es que, desde entonces, insiste en que quiere leerse ese libro. Ya le he prometido que cuando cumpla los 16 años.
Esto significa, por encima de lo anecdótico o incluso lo extremo de mi experimento, que los libros que le obligan leer en el colegio no le interesan lo más mínimo. Si en un estadio superior, además, añadimos a profesores desmotivados o amargados que se limitan a ese cementerio de autores enlistados, cuando imparten letras a sus alumnos de mayor edad, obtenemos el cóctel del fracaso.
¿Qué está ocurriendo? Nosotros curtimos la infancia con las lecturas de la picaresca, y no nos pasó nada. Bueno, sí que pasó algo: que hemos sido, de adultos, voraces lectores. Si además, a todo ello le añadimos nuestro Juan de Mairena particular…, pues hemos terminado adorando el mundo de la cultura en general y el de las letras en particular.
Un ejemplo: del aquél grupo de alumnos que en algún momento tuvimos como profesor a don Ángel Prieto, muchos nos hemos dedicado a la literatura y a los libros de una u otra forma. Fernando Marañón lleva ya escritos varios trabajos, y su Gilda en los andes (Berenice) es una novela magnífica. Bruno Galindo ha sido premio Rafael Sanchez Estrada de poesía, y ha publicado una notable obra, El público (Lengua de Trapo). Honorio Penedés es bibliotecario, o yo mismo…, finalista del Premio Joven 2000, con varias novelas publicadas y Doctor en Estudios Literarios, entre otras muchas actividades relacionadas con las Humanidades. Y Francisco Alonso, profesor de lengua y literatura, entre otros muchos de esa generación Prieto que conformamos.
Puedes leer una critica mía a Gilda en los andes aquí:
Resulta llamativa semejante cosecha intelectual ente los alumnos de una sola clase, con tres de ellos novelistas. Y se me olvidaba, Regino Quirós no hace mucho que publicó El secreto de los Silvanos mediante la plataforma bubok. En mayor o en menor medida, hemos salido todos con pasión por las letras.
Por supuesto, muchos recordaran a don Ángel con amargura, incluso con odio, por haberlos obligado a leer El viaje a la Alcarria (Austral) de Cela…, pero cómo sería de importante ese profesor para mí que incluso me permitió leer lo que más me apeteciera para un examen y yo elegí, con 14 o 15 años, el Libro de las Fundaciones (Austral) de Santa Teresa.
Hasta ese punto nos inculcó el amor por los libros y la lectura, la fascinación por las letras, cimentando una cultura del esfuerzo literario que nos ha llevado a poder enfrentarnos a cualquier tipo de libro sin ningún miedo ni reparo. Y por cierto, la lectura de la Santa me pareció deliciosa entonces…, tan deliciosa como me lo sigue pareciendo ahora.
Al recordar a Machado, y a su heterónimo, de inmediato ha acudido a mi memoria don Ángel Prietoque, como el don Elías de mi esposa, supieron inculcar el amor por los libros, las lecturas y la poesía porque se limitaban a transmitir ese amor que ellos mismos sentían. Yo me niego a creer que ya no existan profesores así, claro que los hay, como de igual forma me niego a admitir eso de la defunción de las Humanidades que algún pánfilo ha puesto de moda.
Las Humanidades están heridas, es cierto, pero de nosotros, lectores, depende que sanen. Hay mucho trabajo por hacer, pero dado que nadie parece capaz de inculcar el amor de los libros a nuestros hijos, deberemos hacerlo nosotros mismos. Prediquemos con el ejemplo y leamos delante de ellos y con ellos. Seamos su Juan de Mairena particular y salvemos a las Humanidades. Será el tiempo mejor invertido de nuestras vidas y adquirirán un hábito que, después, podrán disfrutar, e incluso lo agradecerán como ahora se lo agradezco yo aquí, infinitamente, a mi profesor don Ángel y a mi abuelo José. Con ello, les estamos extendiendo el cheque en blanco de la literatura, de los libros y de la cultura del esfuerzo.
Y este cheque siempre tiene fondos.
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