jueves, 5 de enero de 2012

Michel Julebé, dueño del pulpo de las apuestas, y octópodo alfabético y folletinero, Houellebecq


Michel Julebé cuidaba al popular pulpo de las apuestas en el acuario de Bastille-sur-Mer pueblecito que, como no tenía mar, pues decidió construirse uno particular y propio, como de andar por casa. Sin embargo, era un lugar poco visitado: una tortuga astrosa y con cara de loro, harta de años y percebes en su concha, una morena con aspecto de loro desdentado, y una raya macilenta, no eran un reclamo demasiado apetitoso para un pueblecito metido en lluvias nueve meses al año. Hasta que llegó Michel Julebé y cambió las cosas con su pulpo de las apuestas.

Porque el pulpo de las apuestas era capaz de elegir entre dos mejillones con diferentes banderitas: la del PSG o la del Auxerre, la del Nantes o la del Olympique, y aquel equipo por el que devoraba el molusco resultaba después el ganador del partido. La prensa local se lo tomó a chufla, al principio, pero después, el octópodo, con un rostro más bien serio y ojos saltones, empezó a pronosticar partidos de Champion League, sin error, y después de la Eurocopa, y rizó el rizo de ocho patas con el Mundial. Y de allí a la gloria.

El pulpo de Michel Julebé empezó a adivinar, pronosticar y acertar otros asuntos para los que la gente empezaba a acudir en masa a Bastille-sur-Mer, bueno, mejor dicho, a su acuario. El dinero que el pulpo dejaba en las arcas permitió una ampliación de las instalaciones, con pececillos de colores de los que se devoraban unos a otros en un santiamén y, en un tanque, las dos estrellas que rivalizaban en fama con el pulpo, aunque jamás lograron desbancarlo: un enorme tiburón y una caballa que se miraban fijamente durante horas, a los ojos, y la gente se preguntaba el motivo de su inmovilidad y la causa de que el tiburón no abriera sus fauces y de un bocado fiero terminara con el duelo de miradas desafiantes.

La fama del pulpo de Michel Julebé fue tan enorme que su dueño lo bautizó como el pulpo Houellebecq, ya que era un fanático de este novelista y opinaba que, su poder de prospección en sus novelas, de anticipar el futuro pos-holocausto y deshumanizado, era sólo comparable con los aciertos sobre el futuro que formulaba el pulpo. El pulpo Houellebecq, el octópodo houellebecquiano, recibía cientos de peticiones, una lista de espera de visitas, y eligiendo el mejillón adecuado decidía sobre los más peregrinos motivos: una venta de fincas, la compra de inmuebles, el saldillo de obras de arte, la redacción de una herencia, la desmantelación de una empresa o la conveniencia de una boda: y la gente obedecía llevada de una fe ciega y atroz en esas ventosas y en esos ojos saltones y en ese estómago que sacaba a pasear para deglutir el molusco elegido.

Una helada mañana de enero, mientras el tiburón y la caballa del tanque de al lado mantenían su habitual duelo de miradas insípidas, salobres e inexpresivas, el pulpo Houellebecq apareció flotando boca arriba en su hábitat. Tanto mejillón, durante años, una dieta tan rica en potasio, le había provocado un colapso. El duelo fue nacional, y se erigió una estatua del octópodo presidiendo el hall de entrada del acuario. Nunca, ningún otro pulpo, pudo emularlo ni de lejos, ni en un solo acierto en algún pronóstico. Y el duelo entre el tiburón y la caballa, por aburrido, condenó al cierre del acuario. La estatua del pulpo houellebecquiano y prospectivo fue colocada en el centro de la ciudad…

-¡Un momento, un momento, caballerete!

-¿Usted dirá, sire?

-Si es tan importante ese pulpo de los demonios, ¿cómo es que esa estatua ya no se encuentra en su lugar, ni en el pueblo, vamos: que no hay ni rastro de ella?

-En efecto, sire, en efecto: está usted en lo cierto: la estatua ya no existe porque fue destruida hace tiempo. Unos años después, el dueño del pulpo prospectivo, Michel Julebé, víctima de los barbitúricos, el alcohol y los antidepresivos, antes de darse a dos metros de cuerda de esparto, decidió dar a conocer la verdad en una carta en donde se sinceraba: el pulpo Houellebecq era un montaje. Una enorme farsa. No elegía un mejillón en función del equipo de fútbol que pensaba que podría vencer el partido, al principio, ni porque pensara afirmativamente que una boda con el zapatero de Angiers era mejor que con el enterrador de Pelagés, después, durante su fulgurante fama. Qué va: el pulpo de Julebé era un fanático del folletín Los Misterios de París, de Eugene Sue, y odiaba, medularmente, la Recherche de Proust. Su dueño, Julebé, se limitaba a colocarle los libros, en unas bolsitas impermeables, debajo de los moluscos. Y el pulpillo se abalanzaba, siempre, ávido de amores tempestuosos, huerfanitas y crónica sórdida de los suburbios, sobre el libraco de Sue, rechazando de pleno a Proust, su engolamiento, su amagdalenamiento y sus tostones operísticos y de salón. Esa era la verdad. Al principio, acertó con los equipos de fútbol, cierto, pero las decisiones sobre bodas, bautizos, o noviazgos, simplemente, las tomaba eligiendo el mamotreto de Sue. Cuando la gente supo eso, indignados no ya por haberse casado según el criterio de un pulpo bobo y estúpido, sino por el criterio de un pulpo de tan mal gusto que leía a Sue y sus Misterios, que si hubiera sido La Recherche resultaría aceptable, pues destruyeron a porrazos la estatua del octópodo y sobre el cayó una losa de ignominia y olvido.

-No me extraña nada, perillán, porque una cosa es decir: estoy casada con este pajarraco porque así lo decidió Marcel Proust. Y otra muy diferente: me cayó en gracia semejante mameluco porque un pulpo descerebrado leía esos pésimos folletines…

-Y eso no es todo: hay más, sire…

-¿No me diga?

-En efecto: el misterio del tiburón y la caballa se aclaró, sire: el tiburón era febril y ultra seguidor del deconstructivismo de Derridá, mientras la caballa, tal vez por su cerebro caballíl, lo era más de otras teorías: como los regímenes de Duránd o el campo literario de Bordieux, o…

-¡Pare ya, por dios, de decir esas estupideces! ¡Me da dolor de cabeza!

-Disculpe sire: los dos peces se miraban porque en su lenguaje de peces sostenían durante horas una dialéctica sobre esos, ¡ejem!, autores… ese era el misterio de sus miradas fijas y desafiantes: debatían en retorica pezecil. Allí todos los bichejos tenían sus preferencias: la tortuga milenaria era fanática de Champollión y la morena avinagrada una defensora acérrima de Harold Bloom… y la raya aplanada se rendía al Oulipo sumatorio y multiplicativo…

-Me deja usted tan perplejo que si me pinchan no me sale una gota de sangre… ¿No se habrá usted inventado todo esto para que yo le dé bebida gratis, bribonzuelo?

-Le juro que no sire: todo aparece consignado en los archivos municipales...

-Ummm…. No sé, no sé yo… En fin, ¡garzón! ¡Otros dos Pernod!

Y con estas: y otras sandeces: pues fue pasando el día.

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