viernes, 13 de enero de 2012

El contador de cuerpos (parte 4 de 8)


Catorce días después, desperté en la cama de un hospital: nadie pensó que yo fuera capaz de superar el profundo coma que dejaba atrás. Me faltaba una pierna. ¡Eso era todo, un muñón a la altura del muslo! La teoría que acompañó a mi incólume inocencia durante la instrucción del caso fue la de un loco -jamás encontrado- que se introdujo en mi casa y asesinó a toda la familia. Por un motivo desconocido -¿tal vez pederastia?- me dejó vivo, apilado junto a los cadáveres en las vías. La policía especuló con que quizás se trató de un burdo intento del asesino por simular un atropello y maquillar el crimen. En cualquier caso, los cadáveres de mis padres y el de mi hermana frenaron el impacto del tren y me parapetaron de una muerte segura. Fue el mercancías de Valencia, lento pero seguro, el autor de la incompleta amputación. Demasiado lento y demasiado seguro, con su cargamento de cerdos camino del matadero, sus vagones repletos de grano y sus montañas de carbón. La escasa velocidad del convoy ayudó, involuntariamente, a mi resurrección. Me convertía en una versión moderna de Lázaro, un Lázaro letal, un Lázaro mortal.

Durante mi larga estancia en el hospital descubrí la no existencia de Dios: o al menos, descubrí la inexistencia, la falsedad de un Ente que, supuestamente, vela por nosotros, como todas las religiones pretenden que así sea. Un comentario del médico desencadenó tal conclusión en mi proceso racional de asesino resentido. El galeno, al verme despertar, afirmó complacido un: gracias a Dios que ha salido del coma, parece un milagro. No, no era gracias a Dios, desde luego. Si existía un Dios, este nunca permitiría que un asesino, un desalmado como yo, viviese. Ni en broma, ni por entretenerse, alentaría mi progreso en la rehabilitación y abogaría celestialmente para que lograse alcanzar una vida normal, reintegrado en el seno de la sociedad. Y mucho menos aún, me salvaría de morir en la vía del tren y me rescataría de un coma tan profundo. ¿Con qué sentido iba a hacerlo? ¿Para que yo continuara con la matanza? Porque eso estaba claro, a buen seguro, yo seguiría matando: seguiría matando sin remisión.

Desde el mismo lecho del hospital ya se desbocaban mis irrefrenables ganas de asesinar a cada una de las enfermeras que se acercaban hasta mi cama para celebrar mis dieciséis años recién cumplidos: se encariñaban conmigo y les agradaba mi compañía, supongo que era digno de compasión. A las mujeres siempre les gustan los hombres compadecibles. Descuidadas, se agachaban para tomarme la temperatura o la tensión y sus pechos aparecían por la abertura de la blusa. Con cada erección, con cada pesadilla, con cada pensamiento, sentía como me iba fortaleciendo poco a poco. Resurgía, renacía de las tinieblas para sumir a otros hombres en ellas. Mi muerte -tan merecida como la de todos los seres vivos a los que maté y tan justa como la que aguardaba a los que aún restaban por morir a mis manos- habría evitado un elevado saldo de víctimas. Sin embargo, lejos de ser exterminado por la justicia de Dios, apenas recibí un pequeño castigo por mis atroces actos en forma de aséptico muñón vendado a la altura del muslo junto a varias contusiones. Un escaso pago por mi crimen.

Ante tal castigo divino me preguntaba si mis acciones estaban tan mal vistas ante Dios como la sociedad pretendía o quería creer: su Dios, el que realmente lo enjuiciaba todo, no pensaba igual que ellos, en el hipotético caso de que su existencia fuera verdadera. Una vez más, la relación entre la maldad y la pena, entre el pecado y el castigo, quedaba reducida a un simple grado de apreciación humano. Lo que para los hombres resultaba aberrante, era una vulgar nimiedad a los ojos divinos. Lo que tan grave parecía a los hombres resultaba ínfimo para Dios. Una de dos, o yo tenía una suerte increíble que me eximía de la condenación o Dios no me castigaba por mera desgana y desinterés en el asunto. Incluso llegué a pensar que si Dios no resolvía aplicarme un correctivo ejemplar sería porque mis actos le parecían buenos. ¿Acaso no me castigaba para que yo pudiese ejecutar a un montón de gente que realmente lo merecía? ¿Me convertía Dios en su Ángel Exterminador, en lugar de precipitarme en una vertiginosa bajada a los infiernos que me correspondía por derecho y que, sin duda, me merecía instantáneamente? Ante la tolerancia divina de mis actos me situaba sentado a la derecha del Padre, me encontraba en un lugar de privilegio.

También cabía la posibilidad de que los humanos nos obcecásemos y malinterpretáramos la Biblia: era bien probable que la justicia como tal, según la entendemos, no existiera. A lo mejor, la justicia no sea exactamente así, tal y como la imaginamos. Tal vez lo malo no sea, realmente, tan malo, y el concepto de lo bueno se confunda indivisiblemente con los peores actos. Tal vez vivamos engañados, anclados en un enorme e irreparable error. Tal vez el Demonio derrotó a Dios en ese combate primigenio entre el Bien y el Mal y, ahora, la Maldad se haga pasar por Él. Tal vez la humanidad adore ciegamente a Satán creyendo que es un bondadoso Dios a quién sirve. O tal vez todo este asunto se reduzca a que tuve mucha suerte durante aquel amanecer sobre las vías. Ingentes toneladas de suerte. Tan sólo eso, una cuestión de suerte. Una fortuna, la mía, proporcionalmente inversa a la fortuna de todos los seres que aguardaban una futura muerte que les llegaría administrada por mi mano. Administrada por mi propia y sanguinaria mano. En fin, por matar a un perro, a dos gatos y a toda mi familia, entregué la pierna. Se trataba de una escasa contrapartida en pago a mis atrocidades. De haber conocido de antemano los términos del contrato habría aceptado la circunstancia sin rechistar.

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