Cris-cris, cris-cris, cris-cris. No, no era el rugido del Moldava, crecido a su paso por el recodo en donde se proyectaba el sótano de la casa, repleto de humedades y helado, no fue eso, lo que despertó a Franz a las cinco de la mañana. Eran unos curiosos chasquidos, unos crujidos metódicos y repetitivos que comenzó a escuchar todavía con los ojos cerrados: como si acechara en la oscuridad y en el silencio de la madrugada.
Cris-cris, cris-cris, cris-cris. Ahora sí: abrió los ojos y miró en dirección al lugar de donde provenía el ruido que ya empezaba a sacarlo de quicio.
Cris-cris, cris-cris, cris-cris, continuaba. Franz se giró sobre la almohada y se colocó de cara a la pared, pensando en que si ignoraba los chasquidos podría superar los nervios.
Cris-cris, cris-cris, cris-cris. Ya no podía más. De un brinco se levantó y accionó el interruptor de la luz. La miserable bombillita alumbró el lugar en donde nacía el molesto crujidito: Joseph se estaba comiendo unas galletitas, junto a unos largos tragos de Berechkova, y las engullía de una manera metódica insoportable.
Cris-cris, cris-cris, cris-cris, eran tres fases en las que masticaba el alimento, sólo con los incisivos. Tres fases. Tres: como el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Tres: como un convoy de máquina y dos vagones. Tres: como los elementos del puente movible sobre el Moldava. Joseph situaba la galleta delante de la boca, mordía con delicadeza uno de sus extremos y comenzaba a rustir con tres golpes secos que partían la galleta en tres partes iguales que erizaban tres veces los nervios de Franz. Todo ello multiplicado por tres. Su manía: por tres.
Cris-cris, cris-cris, cris-cris. Luego, se aplicaba a masticar con mayor profundidad y delectación, con menor ruido que durante el proceso inicial. Descubierto en ese trance, sentado con las piernas cruzadas sobre la cama, una manta sobre los hombros y encasquetado un apolillado gorro ruso, Joseph miró a Franz justo un instante antes de trasegarse un trago de licor. Dejó la botella en precario equilibrio sobre el regazo y le preguntó a Franz, sorprendido de que hubiera encendido la luz tan repentinamente:
-¿Le sucede algo? –Franz lo miraba anonadado, ¿es que ese tipejo no podía comerse las galletas como una persona normal?–. Como usted roncaba tanto, y yo no podía dormir, me he decidido a tomar un bocado y un trago. ¿Quiere?
Franz negó con la cabeza y apagó de nuevo la luz. Se tumbó en el catre y trató de serenarse. ¿Así que roncaba y era él, él, quién no le permitía dormir a Joseph?
Apoyada en los labios la última galletita: la introdujo entre los incisivos:
Cris-cris, cris-cris, cris-cris, restalló el chasquido en la oscuridad.
Franz lo hubiera matado allí mismo.
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