Mi perdición se encontraba en la estación de metro de Pavones: allí me aguardaba el desastre cuando me abalancé sobre un hombre de unos treinta años. No calculé, no reparé en que su fortaleza era bastante superior a la mía. Al fin y al cabo, yo no era más que un pobre e inofensivo tullido, un encanijado de dieciocho años recién cumplidos. Al empujarlo, el hombre se sujetó a mi cintura en un gesto instintivo de postrera salvación. Resbalamos juntos hasta el borde del andén y allí me pude deshacer de su abrazo de tal manera que se quedó colgado con medio cuerpo fuera, sujeto de mi pierna postiza. Se aferraba nervioso a mi prótesis, mecanismo que nunca le proporcionaría la ayuda que demandaba. El metro se encontraba encima de nosotros, con esa luz y ese traqueteo tan familiar. Se me brindó la excitante posibilidad de contemplar hasta el blanco de los ojos del conductor -además de su expresión de pánico y desesperación-: clic, clac: con un rápido movimiento, quebré el cierre de mi prótesis y sumí al tipo en el oscuro interior del abismo de la cercenación, en el seno del torbellino de la muerte. Por un pelo, faltó un pelo para que me arrastrase. El convoy cruzó ante mis narices. Un brutal alarido: seguido de un chapoteo sangriento: chof, chof: chapoteo culminado por un chirriante frenazo. Escapé a la pata coja: tap, tap: me tambaleaba de un lado para otro mientras subía las escaleras mecánicas. Mucha gente me vio huir, pero asistieron paralizados a mi fuga ante el horror de la escena. Accedí a la calle: tomé un taxi y me perdí entre el caótico tráfico de la ciudad.
El palo de una escoba atado con unas cuerdas que rodeaban el muslo, e incrustado en el zapato, valía de improvisada prótesis para el día siguiente: esta maniobra de disimulo bajo el pantalón me serviría de bien poco. Tenía las horas contadas y lo sabía. Eficaz elaboración del retrato robot y minuciosa descripción de mi fisonomía por parte del taxista, difusión de un acertadísimo rostro mío por todos los sitios, también por la televisión, por supuesto. Mi vida y milagros volvían a aparecer en uno de esos reality-shows basura: era protagonista de uno de esos programuchos desesperados a los que en otro tiempo acudí como un ejemplo a seguir, como un corajudo superviviente, pero también como una desprotegida víctima social a la que se debía ayudar. Ahora se tornaban los papeles, aunque seguía figurando en ellos, y ocupaba el lado negativo. Una zona oscura del alma que atraía mucho más a las audiencias. Sin duda, vendía mejor como implacable ejecutor que en el papel de atemorizado corderillo. En la época en que se me entrevistó como supuesta víctima disfruté del diez por ciento del tiempo del programa. Ahora, que yo era el deleznable asesino, recibía un monográfico. El share televisivo, el rating, las cuotas de pantalla, las audiencias, todas esas memeces y zarandajas, prefieren al que inflinge dolor y sufrimiento que al que padece y sufre resignado el martirio. De víctima obtuve poca atención: pero de verdugo era la estrella, el rey de las cuotas de audiencias.
La policía científica estudió los restos de la prótesis: hecha añicos bajo las ruedas del metro, pringada de grasa y porquería, con restos de sangre y vísceras, y por ellos se dedujo el hospital y la fecha en que se construyó. Una cosa trajo a la otra y pronto establecieron contacto con el médico que elaboró mi pierna postiza. Así: en seguida conocieron el nombre exacto del paciente al que se colocó tal maravilla mecánica. El paciente: o sea, yo. El paciente: o sea, el asesino. El asesino: o sea, yo también. Yo era la Trinidad: Paciente, Tullido, Asesino. Aquello era la sentencia: mi sentencia: Ya me tenían.
El palo de una escoba atado con unas cuerdas que rodeaban el muslo, e incrustado en el zapato, valía de improvisada prótesis para el día siguiente: esta maniobra de disimulo bajo el pantalón me serviría de bien poco. Tenía las horas contadas y lo sabía. Eficaz elaboración del retrato robot y minuciosa descripción de mi fisonomía por parte del taxista, difusión de un acertadísimo rostro mío por todos los sitios, también por la televisión, por supuesto. Mi vida y milagros volvían a aparecer en uno de esos reality-shows basura: era protagonista de uno de esos programuchos desesperados a los que en otro tiempo acudí como un ejemplo a seguir, como un corajudo superviviente, pero también como una desprotegida víctima social a la que se debía ayudar. Ahora se tornaban los papeles, aunque seguía figurando en ellos, y ocupaba el lado negativo. Una zona oscura del alma que atraía mucho más a las audiencias. Sin duda, vendía mejor como implacable ejecutor que en el papel de atemorizado corderillo. En la época en que se me entrevistó como supuesta víctima disfruté del diez por ciento del tiempo del programa. Ahora, que yo era el deleznable asesino, recibía un monográfico. El share televisivo, el rating, las cuotas de pantalla, las audiencias, todas esas memeces y zarandajas, prefieren al que inflinge dolor y sufrimiento que al que padece y sufre resignado el martirio. De víctima obtuve poca atención: pero de verdugo era la estrella, el rey de las cuotas de audiencias.
La policía científica estudió los restos de la prótesis: hecha añicos bajo las ruedas del metro, pringada de grasa y porquería, con restos de sangre y vísceras, y por ellos se dedujo el hospital y la fecha en que se construyó. Una cosa trajo a la otra y pronto establecieron contacto con el médico que elaboró mi pierna postiza. Así: en seguida conocieron el nombre exacto del paciente al que se colocó tal maravilla mecánica. El paciente: o sea, yo. El paciente: o sea, el asesino. El asesino: o sea, yo también. Yo era la Trinidad: Paciente, Tullido, Asesino. Aquello era la sentencia: mi sentencia: Ya me tenían.
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