Me trataron bien en el hospital, esa es la verdad: la noticia de la muerte de mi familia se me comunicó de una forma paulatina, pues los psiquiatras deseaban evitar mayores males en mi cerebro, temerosos de mis reacciones postraumáticas. Incluso intentaron que un nutrido gabinete psicológico cuidara de mis posibles secuelas mentales. Durante un tiempo trabajaron conmigo, y a los pocos meses, asombrados, los psiquiatras dictaminaron mi absoluta curación, libre de cualquier traba, trauma u obsesión. En pocas palabras, para ellos yo estaba más sano que una lechuga. Más adelante, aparecí en la prensa en varias ocasiones y acudí a un par de programas de televisión. Incluso perdoné, públicamente, al asesino de mi familia, al culpable de mis desdichas. Se trataba de un ejercicio de autoindulgencia que me reportó el favor del gran público. Yo era un ejemplo de superación, de equilibrio mental, de aplomo y serenidad. Me llovieron un montón de ofertas, de trabajos solidarios. En realidad, no tenía más que lograr incorporarme a la pata coja y salir ahí afuera para elegir la pieza que deseaba cazar. Como cuando mi perrito acechaba a las ratas en la vereda de las vías del tren.
Me dieron de alta tras un trasladado al Clínico de Barcelona: donde elaboraron y ajustaron definitivamente la prótesis de mi amputada pierna. Obtuve sin problemas la confianza del personal del hospital que, muy afectado por la tragedia que me estigmatizaba, se molestó en conseguirme un puesto en las cocinas. Mi maldita estampa resultaba muy compadecible, esclavo de la prótesis y recién cumplidos los dieciséis, víctima de un sádico, de un sanguinario asesino. Asesino al que yo había perdonado pública y magnánimamente. Así que me encontré fregando cacerolas y, lo mejor, encargado de la destrucción de los residuos médicos, de esos adorables restos de operaciones.
Puñados de vísceras hediondas: enmarañados trozos de intestinos repletos de metástasis, calcáreos riñones purulentos, quistes infecciosos embolsados en pus, apéndices hinchados e inflamados, enrojecidos como monumentales guindillas calientes y picantes. Sanguinolentos amasijos de carne que me recordaban a los pedazos mutilados de mi familia, a esos trocitos que por obra mía reposaron durante unos minutos sobre las vías del apeadero. Hundía mis brazos hasta los codos en los despojos de las carnicerías permitidas y avaladas por la ciencia, porquerías de mesa de operación que evocaban a mi familia desde el fondo del cubo de basura de acero inoxidable. Mi situación no podía ser mejor.
Transcurrieron unos seis meses: todo marchó bien hasta aquella fatídica noche mediterránea, tórrida y húmeda noche mediterránea en el interior de la estación de metro de Paseo de Gracia. Desde unas semanas atrás tonteaba con una enfermera del hospital. Ella era mayor que yo, nos llevábamos unos diez años, pero me gustaba y lo pasábamos bien. El asunto de la edad no resultaba un problema entre nosotros. Mis taras físicas tampoco lo fueron: muac, muac. Ella sentía un increíble morbo cada vez que besaba al puñetero cojo: muac, muac. Salimos de un cine y nos dirigimos a tomar el metro para volver a casa. Permanecíamos detenidos al borde del andén, plácidamente abrazados: muac, muac. A la espera de que el tren hiciera su teatral y enfurecida aparición desde el interior del túnel: chucuchucuchú. De pronto pude escucharlo: chucuchucuchú. Un traqueteo lejano: unos chirridos: un ligero chisporreteo: una luz amarillenta y: patapaf: un empujón a las vías. Lo demás fue rápido: un alarido desgarrador y un frenazo brutal. Cuando quisieron darse cuenta del sangriento suceso yo paseaba muy lejos. El metro decapitó a la chica. La decapitó cómo el ferrocarril decapitó a nuestra Santa Águeda particular, a nuestra Santa Águeda del apeadero.
Nunca olvidaré su mirada de ¿por qué yo?: una mirada dirigida al fondo de mi corazón, justo en el mismo instante del empujón. Mirada canina de la enfermera, idéntica mirada que me recordó a la húmeda expresión de los ojillos de mi perro mientras agonizaba sobre las vías. Mirada cargada, repleta, de ese mismo sesgo de incredulidad, abarrotada de un sentimiento de decepción y fidelidad. La amistad con un ser no me exime, creo yo, de catapultarlo a la muerte. Mi mejor amigo fue mi perrillo y lo maté. Maté a la enfermera y no lo sentí en absoluto. Sentí el final del chucho, pero no el de la muchacha: ella se lo merecía. Por cierto, tal vez me molestó un poco la desagradable circunstancia de no poder contemplar bien la escena de la decapitación de la enfermera. Mientras escapaba: experimenté una erección: pese a las prisas por desaparecer de la escena del justo crimen. Una dulce erección. Sin duda: me encontraba en plena forma.
Me dieron de alta tras un trasladado al Clínico de Barcelona: donde elaboraron y ajustaron definitivamente la prótesis de mi amputada pierna. Obtuve sin problemas la confianza del personal del hospital que, muy afectado por la tragedia que me estigmatizaba, se molestó en conseguirme un puesto en las cocinas. Mi maldita estampa resultaba muy compadecible, esclavo de la prótesis y recién cumplidos los dieciséis, víctima de un sádico, de un sanguinario asesino. Asesino al que yo había perdonado pública y magnánimamente. Así que me encontré fregando cacerolas y, lo mejor, encargado de la destrucción de los residuos médicos, de esos adorables restos de operaciones.
Puñados de vísceras hediondas: enmarañados trozos de intestinos repletos de metástasis, calcáreos riñones purulentos, quistes infecciosos embolsados en pus, apéndices hinchados e inflamados, enrojecidos como monumentales guindillas calientes y picantes. Sanguinolentos amasijos de carne que me recordaban a los pedazos mutilados de mi familia, a esos trocitos que por obra mía reposaron durante unos minutos sobre las vías del apeadero. Hundía mis brazos hasta los codos en los despojos de las carnicerías permitidas y avaladas por la ciencia, porquerías de mesa de operación que evocaban a mi familia desde el fondo del cubo de basura de acero inoxidable. Mi situación no podía ser mejor.
Transcurrieron unos seis meses: todo marchó bien hasta aquella fatídica noche mediterránea, tórrida y húmeda noche mediterránea en el interior de la estación de metro de Paseo de Gracia. Desde unas semanas atrás tonteaba con una enfermera del hospital. Ella era mayor que yo, nos llevábamos unos diez años, pero me gustaba y lo pasábamos bien. El asunto de la edad no resultaba un problema entre nosotros. Mis taras físicas tampoco lo fueron: muac, muac. Ella sentía un increíble morbo cada vez que besaba al puñetero cojo: muac, muac. Salimos de un cine y nos dirigimos a tomar el metro para volver a casa. Permanecíamos detenidos al borde del andén, plácidamente abrazados: muac, muac. A la espera de que el tren hiciera su teatral y enfurecida aparición desde el interior del túnel: chucuchucuchú. De pronto pude escucharlo: chucuchucuchú. Un traqueteo lejano: unos chirridos: un ligero chisporreteo: una luz amarillenta y: patapaf: un empujón a las vías. Lo demás fue rápido: un alarido desgarrador y un frenazo brutal. Cuando quisieron darse cuenta del sangriento suceso yo paseaba muy lejos. El metro decapitó a la chica. La decapitó cómo el ferrocarril decapitó a nuestra Santa Águeda particular, a nuestra Santa Águeda del apeadero.
Nunca olvidaré su mirada de ¿por qué yo?: una mirada dirigida al fondo de mi corazón, justo en el mismo instante del empujón. Mirada canina de la enfermera, idéntica mirada que me recordó a la húmeda expresión de los ojillos de mi perro mientras agonizaba sobre las vías. Mirada cargada, repleta, de ese mismo sesgo de incredulidad, abarrotada de un sentimiento de decepción y fidelidad. La amistad con un ser no me exime, creo yo, de catapultarlo a la muerte. Mi mejor amigo fue mi perrillo y lo maté. Maté a la enfermera y no lo sentí en absoluto. Sentí el final del chucho, pero no el de la muchacha: ella se lo merecía. Por cierto, tal vez me molestó un poco la desagradable circunstancia de no poder contemplar bien la escena de la decapitación de la enfermera. Mientras escapaba: experimenté una erección: pese a las prisas por desaparecer de la escena del justo crimen. Una dulce erección. Sin duda: me encontraba en plena forma.
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