viernes, 13 de enero de 2012

El contador de cuerpos (parte 3 de 8)


Una calurosa mañana de agosto decidí que llegaba mi oportunidad: se acercaba el momento de escapar, de quebrar toda aquella atmósfera insoportable que me asfixiaba. Durante todo el día rumié la forma de actuar. Taciturno y pensativo me perdí entre los campos resecos, todo un homenaje a la cerril obstinación del hombre por trabajar un puñado de tierra que produce dos duros mal contados; un monumento al esfuerzo ímprobo, al esfuerzo más estéril. Al llegar la tarde, la maldita tarde, mi plan de escapada se encontraba pergeñado hasta el más mínimo detalle.

Al caer la noche sacrifiqué al perro: salí a pasear con él, a lo largo de la linde de las vías. El animalito husmeaba inquieto por los alrededores. A un grito mío corría para situarse al lado de su amo. Se dejaba acariciar, ajeno a la traición, mí traición. La amarillenta luz de la locomotora iluminaba la lejanía, se acercaba el faro de la muerte. Agarré fuerte al can. Debió pensar que lo sujetaba para protegerlo del esperpento metálico y chirriante. Así de absurdo es el instinto, que siempre elige creer lo que más le conviene. En el instante en que el expreso procedente de Venta de Baños alcanzó nuestra altura, empujé al perro bajo las ruedas de uno de los vagones. Unos miserables chilliditos y se acabó. El animal yacía reventado, moribundo sobre la vía. Me agaché junto a él, a contemplar su misteriosa e intrincable agonía. Aún le dio tiempo, en un esfuerzo que se sobreponía a la misma muerte, a lamerme la mano un par de veces. Lam, lam. Un estúpido esfuerzo, una estúpida actitud humillante, servil. Una miserable fidelidad que lamía la mano ejecutora. Su húmeda mirada parecía preguntar por los motivos de la canallada, pero no alcanzaba a reprochar nada a su amo. Era ese tipo de mansedumbre el que me reconcomía. ¿Cómo, todavía, podía serme fiel? ¿O es que no entendía nada de lo que allí acababa de suceder? ¡Más le habría valido reunir todos sus esfuerzos para tratar de propiciarme un buen mordisco! Lam, lam. Un par de lametones más, la caricia de una esponjosa lengua carnosa y la mano pringosa de babas. Eso, tan sólo eso diferenciaba la vida de la muerte. Tan sólo esas acciones separaban en el tiempo a un ser vivo, que hacía unos segundos arrugaba el hociquillo, de un animal muerto para siempre. Muerto para siempre, con el rosado botón de su nariz frío y apagado. Mis manos chorreaban por la acción de sus babas.

La tarde siguiente maté a nuestros dos gatos en apenas tres cuartos de hora: utilicé la misma técnica que con el chucho. A uno lo arrastró un larguísimo mercancías con destino a Valencia. El otro fue volteado por el Regional de Ávila. Me vi en la obligación de rematar a este último de una pedrada en la cabeza. Pese a que le faltaban dos patas aún le tenía apego, estúpido apego, a la vida. Marramiau. Al contrario que el fiel perro, el gato intentó arañarme enfurecido. También me desagradaba ese imbécil espíritu de supervivencia, ese rebelde apego a la existencia. Actitud que me disgustaba tanto como la fidelidad perruna. ¿Acaso prefería el gato vivir sin patas, lisiado, inútil, a la espera de una penosa muerte?

Con estos últimos, ya eran centenares de animales los destripados por las ruedas del ferrocarril en el apeadero: además de Alicia, nuestra Santa Águeda particular. Ahora les tocaba el turno a mis padres y a mi hermana. Supuse que no querrían sentarse en las vías por las buenas, a esperar la muerte. Imaginé que sería absolutamente imposible convencer a mi padre para que transportase parte del salón y lo instalase sobre la vía del tren. No, no podía pretender que se arrellanase sobre su sillón favorito y abriera el periódico, que cruzase despreocupadamente sus piernas dejando suspendida en la punta del pie una de las babuchas y se entregara a la plácida lectura bajo la apacible lucecita de la lamparilla de sobremesa. No, no podía pretender que mi familia se entregase a tan dócil estampa mientras el lejano y mortífero ronroneo del convoy descontaba segundos a su existencia. Mi madre, por su parte, podría continuar con su incansable trabajo de punto hasta que la intensa vibración bajo sus pies se convirtiera en un impacto brutal que desintegrase su anatomía. No, por supuesto, no podía ser así. Las técnicas de engaño empleadas con los bichos no me serían tan útiles en esta ocasión, con mi familia.

A grandes males grandes remedios: chis, chas. Utilicé el hacha del cobertizo y despedacé a mis progenitores en su propio lecho. Mamá ni se enteró, de un golpe le arranqué la cabeza. Papá sufrió más, le pegué de refilón y sólo pude segarle la yugular. Me llamaba hijo de puta mientras se retorcía entre el surtidor de sangre. Eso tenía gracia: puesto que yo era su hijo. Ante esa declaración, se suponía que la puta permanecía a escasos metros de allí, desplomada sobre el suelo, decapitada. Los gritos alertaron a mi hermana, que acudió asustada al cuarto. El horror debió paralizarla. El chorro de sangre de la vena yugular de mi padre alcanzaba el techo, trazaba un precioso arco bermellón sobre el blanco fondo de las paredes encaladas. Un arco iris monocromático de hemoglobina que tal vez albergase una olla de monedas debajo. No, no lo creo. No me creo eso de las monedas bajo el arco iris. Chas, chas. De sendos golpes seccioné los brazos de mi hermana y me repantingué en un sillón a contemplar su agonía.

Arrastré los cadáveres hasta la vía: despacito, mientras experimentaba el placer del trabajo bien elaborado. Del deber cumplido. Una fresca brisa golpeó mi cara. Amanecía, esas horas resultaban las mejores en días tan calurosos como aquel. En unos minutos, se acercaría el mercancías de Valencia. Me senté a esperar junto al amontonado amasijo de carne sanguinolenta. Un chirrido lejano: un traqueteo cada vez más cercano: un semáforo en color rojo: un pitido penetrante: una luz amarilla: un foco cegador...

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