Los suicidios se sucedían en el metro de Barcelona: eran obra mía. Actuaba impunemente, cobijado entre las sombras de las estaciones menos transitadas, arropado por las desesperadas horas de escaso gentío. La práctica mortal se incrementaba con una frecuencia insoportable. Se redoblaron las fuerzas de seguridad en los andenes y la vigilancia policial en las estaciones. Cundía la sospecha de que un loco andaba suelto. Opté por abandonar Barcelona. La progresión aritmética de mis asesinatos muy pronto los convertiría en diarios y mi captura sería segura si, al final, les daba tantas facilidades. Debía contenerme, aunque resultara difícil. Unos meses después del suicidio de mi novia, y aún afectado por el suceso -con todo el personal del hospital compungido, apiadado de mi, indignados por la malísima estrella que me perseguía y por la pléyade de desgracias que me acompañaba- solicité el traslado a Madrid. Siempre admiré su metro.
Durante un tiempo me dediqué exclusivamente a mi nuevo trabajo: contaba cuerpos en el hospital Doce de Octubre, además de proseguir escarbando en los residuos médicos, esos adorables trocitos de carne enferma que se me encomendaba destruir. Mi tarea como contador de cuerpos consistía en recibir en mi salita de limpieza a todos los fallecidos y colocarles una etiqueta que cuadrara con su nombre para evitar, así, desagradables errores y confusiones. Después, lavaba los cuerpos, adecentaba al finado y amortajaba sus restos para, finalmente, depositarlos bien aseaditos en el acogedor interior de las cámaras frigoríficas, donde permanecerían a la espera de ser conducidos a los túmulos donde recibirían el último adiós de sus familias. También controlaba el archivo de los desconocidos, las entradas y salidas de los vagabundos en dirección a las insensibles mesas de disección de los alumnos del Instituto Anatómico Forense y de los de la Facultad de Medicina -un muerto rezumando formol por cada cuatro estudiantes debía durar, al menos, nueve meses-, así como me preocupaba de los despojos que procedían del brutal e insensible zarandeo de las sórdidas autopsias, seres humanos convertidos en muñecos de resortes quebrados que reposaban bajo cero durante semanas enteras, sin que nadie se molestase en reclamarlos.
Disfrutaba con aquello, la verdad: se trataba de un empleo a mi medida. Parecía que el inventor de este puesto de trabajo pensara en mí a la hora de crearlo. Soporté un año y medio sin matar a nadie pues la actividad me llenaba plenamente, embebido como estaba en mi absorbente ocupación, refocilado entre los muertos. Con el paso del tiempo comencé a conocer con exactitud los dulces misterios del metro de Madrid y cuales eran las estaciones más apropiadas para continuar con mis aficiones. Y volví a las andadas en los andenes. A veces llegaban al depósito los cadáveres de las personas que yo mismo maté. Cadáveres que, ahora, su implacable ejecutor se veía obligado a limpiar. Qué agradable paradoja: chof, chof: les aplicaba el chorro del agua a presión por el trasero, con tal violencia que la mierda y el líquido ennegrecido de inmundicia les salía por la boca: chof, chof: me divertía mucho limpiando los culos de aquellos a quienes obligué a cagarse de miedo. Poco a poco, la progresión de muertes aumentó y aumentó.
Durante un tiempo me dediqué exclusivamente a mi nuevo trabajo: contaba cuerpos en el hospital Doce de Octubre, además de proseguir escarbando en los residuos médicos, esos adorables trocitos de carne enferma que se me encomendaba destruir. Mi tarea como contador de cuerpos consistía en recibir en mi salita de limpieza a todos los fallecidos y colocarles una etiqueta que cuadrara con su nombre para evitar, así, desagradables errores y confusiones. Después, lavaba los cuerpos, adecentaba al finado y amortajaba sus restos para, finalmente, depositarlos bien aseaditos en el acogedor interior de las cámaras frigoríficas, donde permanecerían a la espera de ser conducidos a los túmulos donde recibirían el último adiós de sus familias. También controlaba el archivo de los desconocidos, las entradas y salidas de los vagabundos en dirección a las insensibles mesas de disección de los alumnos del Instituto Anatómico Forense y de los de la Facultad de Medicina -un muerto rezumando formol por cada cuatro estudiantes debía durar, al menos, nueve meses-, así como me preocupaba de los despojos que procedían del brutal e insensible zarandeo de las sórdidas autopsias, seres humanos convertidos en muñecos de resortes quebrados que reposaban bajo cero durante semanas enteras, sin que nadie se molestase en reclamarlos.
Disfrutaba con aquello, la verdad: se trataba de un empleo a mi medida. Parecía que el inventor de este puesto de trabajo pensara en mí a la hora de crearlo. Soporté un año y medio sin matar a nadie pues la actividad me llenaba plenamente, embebido como estaba en mi absorbente ocupación, refocilado entre los muertos. Con el paso del tiempo comencé a conocer con exactitud los dulces misterios del metro de Madrid y cuales eran las estaciones más apropiadas para continuar con mis aficiones. Y volví a las andadas en los andenes. A veces llegaban al depósito los cadáveres de las personas que yo mismo maté. Cadáveres que, ahora, su implacable ejecutor se veía obligado a limpiar. Qué agradable paradoja: chof, chof: les aplicaba el chorro del agua a presión por el trasero, con tal violencia que la mierda y el líquido ennegrecido de inmundicia les salía por la boca: chof, chof: me divertía mucho limpiando los culos de aquellos a quienes obligué a cagarse de miedo. Poco a poco, la progresión de muertes aumentó y aumentó.
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