Siempre, siempre la misma terrible historia: un semáforo cambia del color verde al rojo, un perro o un gato que caza alrededor de las vías descubre una rata y se abalanza sobre ella. Piii: un pitido. Tracatraca: un traqueteo que se acerca desde el oscuro horizonte de traviesas carcomidas. Una luz cegadora: un foco amarillento y: chas: el agudo dolor: el aullido: el lamento: la sección y la agonía.
Así me crié: la soledad y la muerte a todas horas, cada día. Cada día, la soledad y la muerte. Mi padre reflexionaba sobre estas circunstancias que ya no podía ocultarme y pretendía extraer una serie de conclusiones válidas para hacerme un hombre curtido: fíjate como lo que más atrae a los animalicos es el foco amarillo de la locomotora, lo que más les llama la atención acaba por destruirlos, tenlo bien presente en todos los aspectos de la vida y no te dejes cegar por lo que a simple vista pueda resultarte atractivo, aunque tu instinto te advierta del peligro y no desdeñes el temor que infunde algo que no se ve con claridad, con certeza, desconfía, por mucho que algo te deslumbre, su foco acabará por dañarte o destruirte, hazme caso, hijo, aprende a sentir pavor, sólo el miedo y el respeto, te conducirán lejos... Tanta imbecilidad me soliviantaba, de verdad.
Una fría mañana de enero apareció aplastado contra uno de los muros de nuestra casa el cadáver de Alicia: una muchacha de quince años que vivía tres calles más arriba: a la comunidad del apeadero le extrañó sobremanera que el ferrocarril pudiera sorprender a la chica en el momento de cruzar las vías. La cadencia de los trenes era bien conocida por todos y, además, parecía casi eterna. Se antojaba imposible que un tren que transitaba cada cuarenta minutos arrollase a un ser racional y en sus cabales. Sobre todo desde que la RENFE optó por suprimir más de la mitad del servicio pues, al parecer, no resultaba rentable enlazar algunas ciudades, localidades demasiado bien comunicadas por las líneas de las compañías de autobuses regulares. Clinc, clinc, un asunto de dinero, pues sólo daban beneficios aquellos destinos de trenes que alcanzaban hasta más allá de Santander, que casi llegaban hasta el mismísimo Bilbao, lugares que en mi infancia se me antojaban ubicados en el fin del mundo: situado sobre la recalentada vía de metal contemplaba los hierbajos que crecían y se prolongaban hasta la lejana curva del trazado. Para mí, la dirección a la capital de la provincia era el arranque de un territorio inexplorado que comenzaba en la misma puerta de mi casa, las jambas del rústico marco de madera eran el lugar donde se ubicaban mis particulares Columnas de Hércules. La maleza y la broza de la curva delimitaban el Finis Terrae y el principio de la Terra Incógnita, el más allá ferroviario.
Descubrieron la cabeza de Alicia a unos setenta pasos de las vías y a más de doscientos metros de la pared donde aterrizó su cuerpo: nadie pudo, o nadie quiso, impedir la prolongada visión del cadáver bajo el cielo azul de pueblo. Yo fui de los primeros en encontrarlo, incrustado en uno de nuestros muros. Entre el lógico revuelo producido por el acontecimiento y la inoperancia habitual de las autoridades en estos casos, el tronco permaneció panza arriba durante bastantes horas, ligeramente calentado por el sol invernal. A nadie se le ocurrió taparlo, nadie tuvo la delicadeza de cubrirlo con una manta, en espera de que llegase el juez comarcal para levantar el cadáver.
Con delicadeza: casi con veneración, situaron la cabeza de Alicia junto a su deslavazado cuerpo. Se compuso, así, un conjunto extraño, grotesco, por no decir que el grupo de los despojos producía hasta una cierta gracia. La boca permanecía extremadamente abierta. Los labios, ligeramente demudados y tornados a un violeta desmayado por la falta de riego sanguíneo, invitaban a que cualquiera de los hombres que allí estábamos, yo incluido, introdujera su pene en la oquedad. Esta reflexión, que en su momento me pareció inocente, no dejó de atormentarme un tiempo después. Los malos pensamientos no adquieren la calidad de infames maquinaciones hasta que las demás personas no te demuestran, escandalizadas, que lo imaginado se trata de una aberración. ¿Pero lo era realmente? Estoy seguro de que, sino todos, sí que casi todos los allí presentes pensaron en lo mismo, y no acierto a explicarme como yo era el único que, hipotéticamente, podría atreverse a reconocerlo.
Ya inmersos en este procedimiento de entrar a valorar alegremente lo que es moral y lo que parece inmoral, lo que procede y lo que, a simple vista, resulta improcedente, estoy convencido de que mucho más vituperable resultó el no preocuparse de cubrir el cadáver: dejaron que el descabezado cuerpo de Alicia se macerase al aire, bzzzz, bzzzz, pasto de las moscas, ñam, ñam, alimento y golosina para los insectos, como si fuera una de esas nutritivas galletitas infantiles, aptas para el desayuno y la merienda, enriquecidas con vitaminas y minerales. Sin duda, se trataba de una actuación mucho más cruel y que encerraba una mayor carga de ignominia que la hipotética vergüenza que se podía encontrar en mis sucios pensamientos. Aparecían mucho más limpias mis repulsivas tendencias a la necrofilia ante la poco ética actuación, desganada e insensible, de los presentes, que a duras penas reaccionaron ante el luctuoso hecho.
Allí permanecía lo que otrora fue el cuerpo de Alicia: sus destrozados restos, expuestos a las hambrientas miradas de los curiosos que suplicaban por un poco más de carnaza. Nadie sintió remordimientos. Todos contemplaban la escena embobados, disfrutaban en secreto del espectáculo. Y seguro que no se atormentaron, más adelante, por ello. A mí, la visión de las vísceras desparramadas y del cuerpo cercenado de la chica me produjeron la misma insensibilidad que sentía en los momentos en que la víctima se trataba de un animal. Incluso repetí el ritual investigador en sentido inverso y desanduve el camino tras el reguero de sangre. Una máxima irrefutable, elemental querido ferroviario, el reguero desembocaba en las vías. Las vías, como siempre, sumidero de muerte.
El pueblo permaneció revuelto durante unas semanas: el trágico suceso conmocionó a la diminuta sociedad del apeadero. Los adultos se atormentaban, rumiaban la hiriente verdad sin atreverse a creerla. La vida no era sino una serie de dolorosos sucesos consumados que era preferible ocultar a los niños. Todos intentaban ignorar la realidad, la dañina realidad. Pero lamentablemente, y por mucho que se juramentaran para oscurecerla, conocían bien el veredicto dictado por la razón: se trataba de un suicidio. Alicia se suicidó.
La mente humana se azora: se angustia al comprobar como un individuo afín a la comunidad no encuentra motivos válidos para continuar vivo en el seno de ese lugar que la sociedad -obcecada- considera maravilloso. Pretender que la vida es maravillosa no es sino apuntalar la falacia en un conjunto de mentiras, de falsas premisas que permanecen en el tiempo vestidas de verdades absolutas porque todos quieren que así perduren. Los hombres se esforzarán día tras día y hora tras hora en tragar, en admitir la gran mentira, en convencerse de la blasfemia de que la vida es lo mejor que existe. Obcecados en felicitarse mutuamente por la inmensa suerte que poseen al poder disfrutar de la existencia, porque así conviene creerlo. Sin embargo, de pronto, alguien no lo entiende de ese modo y se suicida. Ese alguien acaba de descubrir el sofisma, desentraña la vulgaridad de la mentira, la patraña, lo retorcido del planteamiento. Toda la comunidad se pregunta que ocurre. ¿Están equivocados? ¿Son ellos los equivocados? ¿Seguirán el mismo camino del suicidio algún día? ¿También acabarán así? Reniegan del suicida que tan a las claras les explica las cosas porque a nadie le agrada que le demuestren que su vida no vale una mierda, a nadie le gusta descubrir que su vida es una mierda. No, no les entusiasma saber que son una mierda.
Alicia renegó ante la herrumbrosa perspectiva de su vida: no soportó que el futuro, su oxidado futuro, transportase en un desvencijado vagón de cercanías el nombre de un quinceañero de instituto público. El nombre de un maldito quinceañero, grabado a punta de navaja multiusos en los raídos asientos de cuero del avejentado convoy que enlaza, cansino, la capital con el apeadero cuatro veces al día. El nombre del quinceañero escrito por el fuego de la llama de un mechero de veinte duros, con letras quemadas en los desventrados butacones de plástico y de goma espuma. El nombre de un quinceañero, de un incansable masturbador, con el rostro plagado de grasa y granos a punto de reventar en purulentas oleadas.
Alicia no soportó la probabilidad de que un baboso: ¿quién sino?, amasase sus pechos que comenzaban a despuntar salvajes. Renunció a atiborrarse de calimocho como única salida a sus inquietudes. Se negó a que con cada regreso al apeadero, vomitando entre dos vagones, la borrachera se convirtiera en el motor de su vida, en ese algo de que hablar durante la inquietante semana. Necesitaba escapar al sentimiento de fracaso que afrontaba con las mejillas ligeramente arreboladas por el esfuerzo del vómito -venillas varicosas reventadas en cada arcada desencaja- y por el mordisco del frío del páramo. Sentimiento de fracaso y de amarga derrota cada vez que un sábado noche, tras ingerir litros y litros de mezclotes diluidos en alcohol barato, debía recuperar su miserable lugar en el apeadero. Un lugar miserable que los demás se empeñaban en glorificar.
Alicia se negó a crecer: a ser mayor, no quería que llegase el momento maldito, el instante en que podría disfrutar del consentimiento paterno que le permitiría acudir a tontear con los mozos de la cercana ciudad. Prefirió que aquellas glándulas, destinadas al placer del imberbe -de cualquier imberbe capitalino, o de donde fuese-, estallasen bajo la cuchilla circular de las afiladas ruedas del ferrocarril. Fue una Santa Águeda de pueblo. Una Santa Águeda de apeadero barato. Una mártir de su propia desesperación. Desesperación que, nuestra estúpida mártir local, decapitó en las vías. Canjeó la angustia por el dolor. Un breve pero insoportable dolor. Un intenso dolor. ¿Redentor?
Así me crié: la soledad y la muerte a todas horas, cada día. Cada día, la soledad y la muerte. Mi padre reflexionaba sobre estas circunstancias que ya no podía ocultarme y pretendía extraer una serie de conclusiones válidas para hacerme un hombre curtido: fíjate como lo que más atrae a los animalicos es el foco amarillo de la locomotora, lo que más les llama la atención acaba por destruirlos, tenlo bien presente en todos los aspectos de la vida y no te dejes cegar por lo que a simple vista pueda resultarte atractivo, aunque tu instinto te advierta del peligro y no desdeñes el temor que infunde algo que no se ve con claridad, con certeza, desconfía, por mucho que algo te deslumbre, su foco acabará por dañarte o destruirte, hazme caso, hijo, aprende a sentir pavor, sólo el miedo y el respeto, te conducirán lejos... Tanta imbecilidad me soliviantaba, de verdad.
Una fría mañana de enero apareció aplastado contra uno de los muros de nuestra casa el cadáver de Alicia: una muchacha de quince años que vivía tres calles más arriba: a la comunidad del apeadero le extrañó sobremanera que el ferrocarril pudiera sorprender a la chica en el momento de cruzar las vías. La cadencia de los trenes era bien conocida por todos y, además, parecía casi eterna. Se antojaba imposible que un tren que transitaba cada cuarenta minutos arrollase a un ser racional y en sus cabales. Sobre todo desde que la RENFE optó por suprimir más de la mitad del servicio pues, al parecer, no resultaba rentable enlazar algunas ciudades, localidades demasiado bien comunicadas por las líneas de las compañías de autobuses regulares. Clinc, clinc, un asunto de dinero, pues sólo daban beneficios aquellos destinos de trenes que alcanzaban hasta más allá de Santander, que casi llegaban hasta el mismísimo Bilbao, lugares que en mi infancia se me antojaban ubicados en el fin del mundo: situado sobre la recalentada vía de metal contemplaba los hierbajos que crecían y se prolongaban hasta la lejana curva del trazado. Para mí, la dirección a la capital de la provincia era el arranque de un territorio inexplorado que comenzaba en la misma puerta de mi casa, las jambas del rústico marco de madera eran el lugar donde se ubicaban mis particulares Columnas de Hércules. La maleza y la broza de la curva delimitaban el Finis Terrae y el principio de la Terra Incógnita, el más allá ferroviario.
Descubrieron la cabeza de Alicia a unos setenta pasos de las vías y a más de doscientos metros de la pared donde aterrizó su cuerpo: nadie pudo, o nadie quiso, impedir la prolongada visión del cadáver bajo el cielo azul de pueblo. Yo fui de los primeros en encontrarlo, incrustado en uno de nuestros muros. Entre el lógico revuelo producido por el acontecimiento y la inoperancia habitual de las autoridades en estos casos, el tronco permaneció panza arriba durante bastantes horas, ligeramente calentado por el sol invernal. A nadie se le ocurrió taparlo, nadie tuvo la delicadeza de cubrirlo con una manta, en espera de que llegase el juez comarcal para levantar el cadáver.
Con delicadeza: casi con veneración, situaron la cabeza de Alicia junto a su deslavazado cuerpo. Se compuso, así, un conjunto extraño, grotesco, por no decir que el grupo de los despojos producía hasta una cierta gracia. La boca permanecía extremadamente abierta. Los labios, ligeramente demudados y tornados a un violeta desmayado por la falta de riego sanguíneo, invitaban a que cualquiera de los hombres que allí estábamos, yo incluido, introdujera su pene en la oquedad. Esta reflexión, que en su momento me pareció inocente, no dejó de atormentarme un tiempo después. Los malos pensamientos no adquieren la calidad de infames maquinaciones hasta que las demás personas no te demuestran, escandalizadas, que lo imaginado se trata de una aberración. ¿Pero lo era realmente? Estoy seguro de que, sino todos, sí que casi todos los allí presentes pensaron en lo mismo, y no acierto a explicarme como yo era el único que, hipotéticamente, podría atreverse a reconocerlo.
Ya inmersos en este procedimiento de entrar a valorar alegremente lo que es moral y lo que parece inmoral, lo que procede y lo que, a simple vista, resulta improcedente, estoy convencido de que mucho más vituperable resultó el no preocuparse de cubrir el cadáver: dejaron que el descabezado cuerpo de Alicia se macerase al aire, bzzzz, bzzzz, pasto de las moscas, ñam, ñam, alimento y golosina para los insectos, como si fuera una de esas nutritivas galletitas infantiles, aptas para el desayuno y la merienda, enriquecidas con vitaminas y minerales. Sin duda, se trataba de una actuación mucho más cruel y que encerraba una mayor carga de ignominia que la hipotética vergüenza que se podía encontrar en mis sucios pensamientos. Aparecían mucho más limpias mis repulsivas tendencias a la necrofilia ante la poco ética actuación, desganada e insensible, de los presentes, que a duras penas reaccionaron ante el luctuoso hecho.
Allí permanecía lo que otrora fue el cuerpo de Alicia: sus destrozados restos, expuestos a las hambrientas miradas de los curiosos que suplicaban por un poco más de carnaza. Nadie sintió remordimientos. Todos contemplaban la escena embobados, disfrutaban en secreto del espectáculo. Y seguro que no se atormentaron, más adelante, por ello. A mí, la visión de las vísceras desparramadas y del cuerpo cercenado de la chica me produjeron la misma insensibilidad que sentía en los momentos en que la víctima se trataba de un animal. Incluso repetí el ritual investigador en sentido inverso y desanduve el camino tras el reguero de sangre. Una máxima irrefutable, elemental querido ferroviario, el reguero desembocaba en las vías. Las vías, como siempre, sumidero de muerte.
El pueblo permaneció revuelto durante unas semanas: el trágico suceso conmocionó a la diminuta sociedad del apeadero. Los adultos se atormentaban, rumiaban la hiriente verdad sin atreverse a creerla. La vida no era sino una serie de dolorosos sucesos consumados que era preferible ocultar a los niños. Todos intentaban ignorar la realidad, la dañina realidad. Pero lamentablemente, y por mucho que se juramentaran para oscurecerla, conocían bien el veredicto dictado por la razón: se trataba de un suicidio. Alicia se suicidó.
La mente humana se azora: se angustia al comprobar como un individuo afín a la comunidad no encuentra motivos válidos para continuar vivo en el seno de ese lugar que la sociedad -obcecada- considera maravilloso. Pretender que la vida es maravillosa no es sino apuntalar la falacia en un conjunto de mentiras, de falsas premisas que permanecen en el tiempo vestidas de verdades absolutas porque todos quieren que así perduren. Los hombres se esforzarán día tras día y hora tras hora en tragar, en admitir la gran mentira, en convencerse de la blasfemia de que la vida es lo mejor que existe. Obcecados en felicitarse mutuamente por la inmensa suerte que poseen al poder disfrutar de la existencia, porque así conviene creerlo. Sin embargo, de pronto, alguien no lo entiende de ese modo y se suicida. Ese alguien acaba de descubrir el sofisma, desentraña la vulgaridad de la mentira, la patraña, lo retorcido del planteamiento. Toda la comunidad se pregunta que ocurre. ¿Están equivocados? ¿Son ellos los equivocados? ¿Seguirán el mismo camino del suicidio algún día? ¿También acabarán así? Reniegan del suicida que tan a las claras les explica las cosas porque a nadie le agrada que le demuestren que su vida no vale una mierda, a nadie le gusta descubrir que su vida es una mierda. No, no les entusiasma saber que son una mierda.
Alicia renegó ante la herrumbrosa perspectiva de su vida: no soportó que el futuro, su oxidado futuro, transportase en un desvencijado vagón de cercanías el nombre de un quinceañero de instituto público. El nombre de un maldito quinceañero, grabado a punta de navaja multiusos en los raídos asientos de cuero del avejentado convoy que enlaza, cansino, la capital con el apeadero cuatro veces al día. El nombre del quinceañero escrito por el fuego de la llama de un mechero de veinte duros, con letras quemadas en los desventrados butacones de plástico y de goma espuma. El nombre de un quinceañero, de un incansable masturbador, con el rostro plagado de grasa y granos a punto de reventar en purulentas oleadas.
Alicia no soportó la probabilidad de que un baboso: ¿quién sino?, amasase sus pechos que comenzaban a despuntar salvajes. Renunció a atiborrarse de calimocho como única salida a sus inquietudes. Se negó a que con cada regreso al apeadero, vomitando entre dos vagones, la borrachera se convirtiera en el motor de su vida, en ese algo de que hablar durante la inquietante semana. Necesitaba escapar al sentimiento de fracaso que afrontaba con las mejillas ligeramente arreboladas por el esfuerzo del vómito -venillas varicosas reventadas en cada arcada desencaja- y por el mordisco del frío del páramo. Sentimiento de fracaso y de amarga derrota cada vez que un sábado noche, tras ingerir litros y litros de mezclotes diluidos en alcohol barato, debía recuperar su miserable lugar en el apeadero. Un lugar miserable que los demás se empeñaban en glorificar.
Alicia se negó a crecer: a ser mayor, no quería que llegase el momento maldito, el instante en que podría disfrutar del consentimiento paterno que le permitiría acudir a tontear con los mozos de la cercana ciudad. Prefirió que aquellas glándulas, destinadas al placer del imberbe -de cualquier imberbe capitalino, o de donde fuese-, estallasen bajo la cuchilla circular de las afiladas ruedas del ferrocarril. Fue una Santa Águeda de pueblo. Una Santa Águeda de apeadero barato. Una mártir de su propia desesperación. Desesperación que, nuestra estúpida mártir local, decapitó en las vías. Canjeó la angustia por el dolor. Un breve pero insoportable dolor. Un intenso dolor. ¿Redentor?
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