Esta columna apareció en achgtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/no-mucho-no-lejos-la-exposicion-auschwitz-abre-puertas-madrid/
Realmente
no existe una excusa para no asistir a lo que es un pedazo de nuestra vergüenza
más inmediata. Y tiempo para ello hay de sobra, porque la exposición sobre el Campo de Exterminio de Auschwitz que se
inaugura desde hoy, primero de diciembre, en el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid, alcanzará hasta el 17 de junio de 2018. Con el lema “No hace mucho. No muy lejos”, se nos
propone un recorrido por ese pedazo del horror moderno que ha conformado parte
de la personalidad del hombre de la segunda mitad del siglo XX, aquel que,
según Adorno, ya no podía escribir
poemas tras Auschwitz.
Por
eso he querido hoy, desde esta columna de opinión de El Odradek que me brinda todas las semanas Achtung!, dedicar estas líneas a la reflexión sobre un lugar que,
indudablemente, en el instante en que pude conocerlo en persona, reconfiguró mi
percepción de la Historia y me
moldeó como parte del escritor que soy hoy en día. Sobre este asunto, ya he
hablado en esta misma revista online:
Ahora
quiero detenerme en lo que la exposición de Madrid nos ofrece, y en dónde radica lo verdaderamente importante
de la muestra.
En
primer lugar, tengo que reparar en el lema, en ese demoledor “No hace mucho. No muy lejos”, que casi
parece decirlo ya todo. En efecto, para la marea devoradora de la Historia, algo que ocurrió hace poco
más de 70 años no significa nada,
pero es un lapso de tiempo que, para la vorágine de nuestro moderno devenir,
puede parecer olvidado. Ciertamente, un genocidio
de semejantes características, cometido a mitad del siglo pasado, en lugar de
darnos la sensación de pertenecer al lugar oscuro del olvido de los hechos
tendría que mostrársenos bien presente. Porque está ahí al lado. Todavía.
Y
sucedió no muy lejos. En el mismo corazón de Europa. Actualmente, y gracias a los modernos medios de transporte,
se encuentra a unas tres cómodas horas de avión. Esta debería ser una
circunstancia que no podría dejarnos indiferentes, porque se trata de un crimen
de unas dimensiones tan descomunales que no ha sucedido, para nosotros
españoles y europeos, en las catacumbas del otro extremo del mundo.
Sin
embargo, en España nunca ha habido
una cultura del Holocausto, si es que
se puede denominar así. España,
tradicionalmente, siempre ha abrazado una actitud abiertamente pro palestina, algo que tal vez pueda
entenderse si hurgamos en los complejos históricos que nos encadenan a aquella
expulsión de los judíos en 1492, o a Franco y su parafernalia política.
Desde luego, cada país es dueño de posicionarse políticamente como prefiera.
Y
a nosotros nos acompaña desde hace mucho esta elección, que no significa un antisemitismo reconocido o un
sentimiento anti hebreo de por sí. Solamente es la actitud política de
simpatizar con uno de los lados en un conflicto que muchos entienden como
claramente excluyente. O estás con unos o vas en contra de los otros. Y de ahí,
a negar el Holocausto, o a tomarlo
demasiado a la ligera, hay un paso.
Pero
el hecho de que este país se manifieste abiertamente pro palestino en sus políticas y comportamientos no debería
llevarnos a ignorar el crimen del Holocausto
o, lo que es peor, a permitir la sangrante costumbre de ponerlo en duda o
trivializarlo. Los españoles somos muy de odiar visceralmente y de no perdonar
afrentas por los siglos de los siglos. De ahí que aquellos franceses
napoleónicos que nos invadieron en 1808
nos siguen irritando tanto ahora como antes, pero eso no fue óbice para que con
motivo de los tristes y lamentables atentados yihadistas de París en nuestro país se levantara una
sincera oleada de apoyo y solidaridad. Entonces, ¿por qué motivo no ocurre esto
con los judíos?
Me
he sorprendido, de verdad lo digo, en más de una ocasión, teniendo que dar
demasiadas explicaciones ante la ceguera de turno de quién pretendía negar el Holocausto. No lo ponía en duda o se
atrevía a discutir uno u otro aspecto, lo negaba. Y ahí radica la enorme
fortaleza de este crimen. Y su triunfo por encima del tiempo.
Sin
embargo, y esto todavía me sorprende más, estamos en la querida Sefarad de un montón de hebreos que
todavía conservan la llave de su casa medieval de Toledo, o de cualquier otro pueblo de donde sus antepasados fueron
expulsados. La concesión del Premio Príncipe
de Asturias de la Concordia al Museo
del Holocausto Yad Vashem en 2007,
o a las Comunidades Sefardíes en 1990, son dos gestos de reconocimiento
oportunos, pero que no tuvieron mayor calado en el ciudadano de a pie, que
continúa entendiendo poco y mal del asunto, e incluso argumentando auténticas barbaridades
en relación a Auschwitz y a lo que,
realmente, aconteció en aquel lugar de martirologio.
No
nos engañemos, gestos como el del embajador Sanz Briz, son excepciones que, por su carácter especialmente
extraño, llaman todavía más la atención por lo exótico y casi disparatado. De
ahí la importancia de que la inauguración de esta exposición itinerante tenga
lugar en Madrid. Nadie con mayor
despego por este crimen que nosotros, los españoles.
Mi
padre y mi madre fueron hijos de la Guerra
Civil. Mi padre lo paso peor, le tocó en Barcelona, y mi madre la superó en Zaragoza, protegida, además, por su padre (mi abuelo) que se
mostró muy competente para sobrevivir en esos momentos de dificultades. Por ese
motivo, mis progenitores siempre se mostraron liberales, aunque no modernos —no
se puede obviar que eran hijos del franquismo—. Quiero decir con ello que eran
completamente empáticos con el sufrimiento humano.
Mi
padre no dudaba en hablarme de atrocidades cometidas por el Ku Klux Klan sobre la población negra
de América (entonces eran
simplemente negros, no afroamericanos), por ejemplo, en unos años en donde la educación escolar en valores no
existía, porque tampoco era necesario que nadie inculcara en nuestras tiernas
cabecitas de infantes que no se debía apalizar a otro o que, simplemente, los
demás merecían un respeto. Sin embargo, no creo recordar, al menos hasta donde
mi memoria alcanza, que mi padre me hablara alguna vez de los judíos ni del Holocausto.
En
efecto, no existe una tradición a ese respecto en España, ni siquiera ahora en que tanta literatura y cine han
contribuido a popularizar los sucesos, con no siempre el mismo efecto. Nadie
podrá apearme de que en este país retrocedimos años en este asunto a raíz del
éxito comercial, Óscar incluido, de La
vida es bella. Una película que contribuyó a trivializar un asunto por
el que tal vez podríamos haber empezado a interesarnos gracias a la
recuperación histórica, poco después, de Sanz
Briz o Francis Boix. Sin embargo,
la sombra de aquella película, tal vez mal entendida, no digo que no, tuvo
mucho de significativo alimento para quienes ya se tomaban el asunto a broma.
Y
me pregunto qué reacción tuvo la contemplación de ese filme en aquellos que
como Primo Levi consagraron sus
vidas a dar testimonio, a luchar contra el horror, a contemplar en el espejo su
imagen manchada por la llamada “indignidad
del superviviente”, y que terminaron con sus vidas por pura impotencia y
hartazgo.
El
aluvión comercial ha llevado a incluir Auschwitz
dentro de los programas de visitas de los tour operadores. En los circuitos turísticos. Eso, cuando yo lo
visité en 1991, no ocurría. De esta
forma, se ha producido una trivialización del Holocausto, en parte con trabajos que han hecho tanto bien como mal
(por ejemplo, La lista de Schindler) a la hora de popularizar el asunto. Es
indudable que todo lo que sea dar a conocer y difundir el drama es bueno, pero
tal vez, si falta rigor, se puede caer en esa terrible banalización.
Por
eso, exposiciones como esta son tan necesarias, porque viene avalada por el
propio museo del campo, con
seriedad, con un único objetivo: mostrar el horror. Lo que allí sucedió.
En
la muestra nos vamos a encontrar con una serie de objetos heridos de tristeza.
Esta tristeza de los objetos, de los zapatos y las gafas, de un vagón de
ferrocarril, de un barracón, emana directamente del lugar de procedencia: el
centro del dolor humano. Sólo visitando el campo, o acudiendo a esta
exposición, se puede comprender el verdadero significado de la frase de Adorno sobre esa imposibilidad de la
poesía después de Auschwitz.
Porque
la poesía nos pone en contacto con
un lado inocente e infantil que,
desde que los hombres fuimos capaces de perpetrar aquella desgracia, hemos extraviado,
para no recuperarlos nunca más. Eso es lo que nos impide ser poetas después de
los campos de exterminio: ya no seremos honrados ante la belleza porque nos
acompaña la mácula del terrible crimen que pesa sobre nuestras conciencias.
Un poeta es una persona que se sorprende
ante la belleza de la naturaleza. Pero, ¿qué capacidad de sorpresa puede
quedarnos, es decir, que bagaje de pureza, tras sucesos como los de Auschwitz? Siento decirlo, pero así lo
creo: en este aspecto el campo representa una gran victoria para quienes lo
crearon, es decir, la más absoluta de las derrotas para el género humano.
Porque
lo realmente aterrador y maligno de los campos
de exterminio es la institucionalización de la muerte como producto. El
hombre es la materia prima que, debidamente transformada, según las reglas más
efectivas de rendimiento, plazos y costes industriales, acaba manufacturado en Muerte. Allí se fabricaba Muerte en serie, y se dedicaban todos
los esfuerzos a ello. Este concepto innovador y aterrador es el que provoca el fracaso
gnoseológico que nos hará arrastrar una quiebra epistemológica que nos alcanza como
hombres del siglo XXI.
La
industrialización de la muerte, con
todos los recursos productivos puestos a su disposición, ya sean económicos o
humanos, marcará un antes y un después, tanto en las preguntas que desde
entonces debemos formularnos acerca del comportamiento de los hombres, como en
las respuestas que debemos hacernos acerca de los motivos que son capaces de
desencadenar semejantes conductas.
Y
aunque, a día de hoy, en parte gracias a toda la carga de investigación, de
documentación, y de estudios referidos al asunto, pueda parecer que poseemos
soluciones, créanme, estamos tan lejos
de encontrar una respuesta a las preguntas como cerca de concluir que, todo
aquello, no fue algo más que lo meramente inherente al comportamiento humano;
un comportamiento que se desencadena en determinadas circunstancias, y del que,
por ende, ninguno de nosotros estamos libres si se nos condiciona lo
suficiente.
Por
eso, aquello que no ocurrió ni hace tanto tiempo, ni tan lejos, puede ocurrir
de nuevo, tal y como sostenía Primo Levi,
en cuanto bajemos la guardia, nos descuidemos, o simplemente pensemos que se
trata de una sarta de exageraciones, cuando no de mentiras. He aquí la verdadera
necesidad de acudir a la exposición. Y por cierto, por duro o difícil que puede
parecer: lleven a sus hijos. Todos nos
estaremos haciendo un favor.
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