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Soy
un friki, lo reconozco. Pero no un friki como esos que aparecen en la serie de
televisión The Big Bang Theory, o bueno, tal vez un poco sí. También. Mi
confesión como friki viene por algo sobre lo que ahora he vuelto, con motivo de
las Navidades que se aproximan. Algunas
personas aprovechan el tiempo libre, de las vacaciones, para detenerse en la
lectura con mayor calma que el esfuerzo robado a esos renglones en el día a
día, tal vez en el vagón de metro, arrebatados al agotamiento vespertino tras
una pesada jornada laboral. Por ese motivo, por el carácter hogareño y familiar
que siempre han tenido las Navidades,
me parece que son especialmente indicadas para entregarse a algunas lecturas
que exijan algo más de nosotros mismos. Y lo de que soy un friki, pues ahora lo
aclararé.
Convengamos
que las vacaciones navideñas invitan más al recogimiento, lo que, de inmediato,
favorece la indigestión-constrictor de Nochebuena,
el hartazgo de cuñadísimo y la agarrada paterno-filial. Para que todos esos
trances sean más llevaderos, la lectura aparece como un pasatiempo muy
indicado, en especial aquellas lecturas que, por el tiempo que demandan o la
exigencia que prometen, necesitan de mayor concentración: las Navidades son las fechas ideales para
ellas.
Ya
sé que todavía no he aclarado el motivo de mi frikismo. Voy a ello. Como
lectura idónea de unas Navidades, a
los doce años, me embutí el monumental Libro de Alexandre (Castalia). No se trataba de una enorme
biografía del cantante Alejandro Sanz,
sino de un poema del siglo XIII que
nos cuenta con profusión de cuaderna vía la vida y aconteceres de Alejandro Magno en más de diez mil versos de erudición y
aventuras.
Debo
admitir que me gusta la idea de que en una época se atribuyera este trabajo
descomunal a Gonzalo de Berceo, pues
conocida es mi pasión por el vate riojano, pero lo cierto es que no hay
estudios ni pruebas concluyentes, y la paternidad de esta joya del mester de clerecía continúa sumida en
el anonimato.
En
otras fiestas, todavía anteriores a la que fue mi mayoría de edad —por lo menos
la mayoría legal—, me acompañaron las Cantigas de Santa María (Cátedra)
de Alfonso X el Sabio, junto a su
libro de Las siete partidas (Castalia); más adelante, como lecturas
genuinamente navideñas, recuerdo a La Regenta (Akal), en aquella edición de papel biblia que reproducía la mágica
portada de la edición original —y disfruté de pasajes inolvidables como el de don
Santos Barinaga en el lecho de la
agonía pegando gritos y renegando de Dios, hasta tener que ser enterrado fuera
del camposanto—, el Guzmán de Alfarache
de Mateo Alemán (en dos volúmenes de
Cátedra), El Quijote, pero el de Avellaneda, en una prieta y microscópica edición
de Austral, y regresando de nuevo a Clarín, la opaca —por culpa del
protagonismo de Anita Ozores—, Su
único hijo (Cátedra), por
momentos incluso mejor novela que La Regenta.
En
eso consiste mi frikismo. En semejante listado de lecturas navideñas, todas
ellas llevadas a cabo antes de cumplir los 18 años. Después, siguiendo aquella
tradición, siempre he buscado sumergirme en libros especiales para negociar las
fiestas: La montaña mágica de
Thomas Mann —entonces no existía la formidable edición de Edhasa con traducción de Isabel García Adánez y dejé parte de mi
vista y de mi paciencia en un volumen de Plaza
& Janés— , Yo Claudio, y su segunda parte, Claudio el dios y su esposa
Mesalina —ambas de Robert Graves
y ambas en Alianza Editorial—, e incluso
la fascinante primera parte de Caballo
de Troya (Planeta) de J. J. Benítez…, además de El castillo de Kafka (Cátedra), o Las
aventuras del valeroso soldado Schwejk de Jaroslav Hasek (en aquellos míticos volúmenes de Destinolibro con las ilustraciones de Josef Lada).
Así
que, siguiendo esta tendencia, voy a recomendar en esta columna cuatro libros para sumergirse en ellos
durante las Navidades. En primer
lugar, El rojo y el negro (RBA),
la obra maestra de Stendhal. ¿Cómo
pudo escribir casi 700 páginas de
pura diversión y entretenimiento, sustentadas en gran literatura? Sin
olvidarnos de ese final…, un final tan gore,
por calificarlo de alguna manera, como el colofón a las andanzas de Julien Sorel, desde sus modestos
orígenes en un aserradero y hasta su auge y caída posterior, víctima de la vida
parisina y de las grandes pasiones, circunstancias que en ningún caso estaban
hechas para él.
El
folletín, pero despojado de lo ofensivo del término, resulta apasionante y
absorbente. El retrato de toda una época, la sociedad de 1830, la Francia de la Restauración borbónica, cierto anhelo
de Napoleón, y un protagonista que en
realidad es un rebelde y un provocador
que siempre va en contra del orden establecido, que colisiona contra él a pecho
descubierto, que una y otra vez sale derrotado.
Después,
Stendhal intentó repetir su obra
maestra con La cartuja de Parma (Mondadori),
pero las cosas no resultaron iguales, desde luego, dando lugar a una novela en
exceso extensa y desvaída, aunque muchos críticos y estudiosos la consideran su
mejor obra. En mi opinión, le falta la garra y la magia de su antecesora,
aunque no puedo restarle evidentes méritos. Pero no cabe duda de que, si en
algún momento de su vida como escritor Stendhal
estuvo en estado de gracia, fue cuando redactó El rojo y el negro.
El
segundo texto recomendado para estas fechas que se avecinan, es Bella
del Señor (Anagrama) de Albert Cohen. Una novela que,
particularmente, me cambió ciertas ideas estilísticas y me abrió todo un mundo
de recursos formales a la hora de escribir. La historia es la tercera entrega
de una tetralogía que se completa con Solal, Comeclavos y el último libro, Los
esforzados (todas en Anagrama),
pero en ningún caso es necesario haberse leído los libros anteriores.
En
Bella
del Señor, Albert Cohen da
un recital de lo que significa narrar, contándonos la historia de amor entre Solal y Ariane, mediante trucos como grandes párrafos de monólogos interiores
sin puntos ni comas, faltas de ortografía, modismos y enormes dosis de un humor
sutil pero hiriente. Sexo, cortejo, filosofía, todo tiene cabida en esta obra,
que deja para la posteridad momentos como la jornada laboral en la Sociedad de Naciones, que los
funcionarios consagran a sacar punta a los lapiceros, entre otros quehaceres
importantes.
En
tercer lugar, y necesitamos olvidarnos del espanto de su adaptación
cinematográfica para encontrar un libro magníficamente escrito y estructurado, La
mandolina del capitán Corelli (Plaza
& Janés) de Louis de Bernières.
Yo tuve la inmensa suerte de leerlo nada más aparecer publicado. Tiempo
después, tuve la desgracia de ver la película, que traté de olvidar de
inmediato. Así que, si podemos sobreponernos a esa combinación letal compuesta
por Nicholas Cage y Penélope Cruz, y retornamos al texto,
disfrutaremos de un libro espléndido, sustentado en una estructura narrativa
que entrecruza historia tras historia para convertirlo casi en una novela coral
repleta de talento.
Y
he dejado para el final el libro de libros, la gran asignatura pendiente de
cualquier lector que se precie, el desafío, el Himalaya, el Annapurna
de las novelas: La broma infinita (Debolsillo)
de David Foster Wallace. Prometo
dedicar mi próxima columna del viernes a este libro, a todo el mundo de
seguidores y frikis (y estos sí que son frikis) que han desarrollado un
universo relacionado con el libro: desde camisetas con guiños para entendidos,
hasta la recreación de sus capítulos con figuritas de Lego.
Esta
novela excede, incluso, el ámbito de esta columna, por ello necesito dedicarle
unas páginas en exclusiva. La próxima semana prometo hacerlo porque, si tuviera
que elegir un libro que llevara posponiendo vez tras vez para leerlo en Navidades, sin duda sería La
broma infinita.
Yo,
lo he leído ya, y os envidio a todos aquellos que lo tenéis pendiente. Si entre
mis lectores se encuentra algún valiente que vaya a atreverse, puede embarcarse
en la lectura compleja, incómoda y desesperante de Foster Wallace de una forma completamente virginal, o aguardar a
que le comente unas claves a modo de guía que, tal vez, o tal vez no, puedan
servirle.
En
cualquier caso, la magnitud de la obra maestra es tal, que La broma infinita, una
vez leída, ya jamás se deja de leer, incorporada a nosotros para siempre de esa
forma en que solo un puñado de obras maestras de la literatura lo consiguen,
cuando se nos quedan en el interior, se ganan un hueco, y nos hacen ver la
vida, desde entonces, pasada por el tamiz de aquella lectura.
Se
aproximan las Navidades. Mi deseo es
que os resulten plenas, felices, provechosas, y que se culminen con alguna de
las lecturas maestras pendientes que cada cual tiene marcada en rojo en su
catálogo particular.
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