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Hace
bien poco que se ha estrenado Asesinato en el Orient Express, la
película basada en la célebre novela de Agatha
Christie (en RBA). Cuando lo
manifiesto, la gente me mira asombrada. No pueden creerlo. Pero es cierto.
Realmente, no me gusta el cine. Se pueden buscar todos los motivos que se
quieran. Los más cercanos, quizás, sean el hastío que me produce, una mezcla de
aburrimiento y la sensación de que estoy perdiendo un tiempo precioso que podría
utilizar en otras cosas. Sin embargo, siempre he sentido curiosidad por
aquellas películas que se basan, o intentan ser fieles, a las novelas que
convierten en celuloide. Y alguna hasta me gusta.
Tengo
pendientes dos películas que llevan a la pantalla sendas obras maestras: Pastoral
Americana (Debolsillo) y, la
mucho más antigua, de 2012, Cosmópolis (Seix Barral), según
las novelas de esos dos gigantes de la literatura norteamericana que son Philip Roth y Don DeLillo. Así que no puedo manifestarme sobre ellas, pero sí
que puedo hacerlo sobre algunas otras que se han inspirado en novelistas
estadounidenses.
En
primer lugar, debo romper una lanza por American Psycho, tanto por su
versión cinematográfica como por la novela. Tengamos en cuenta que yo no soy
crítico de cine, que ni entiendo ni lo pretendo, y que me fijo, para realizar
estos comentarios, en la afortunada o desafortunada forma en que el material
literario original ha sido reconvertido en película. Alguno pensará que, si
empiezo recomendando American Psycho, lo mejor será dejar de
leer esta columna ahora mismo. Puede que tenga razón.
Sin
embargo, creo que American Psycho (Ediciones
B), la novela de Bret Easton Ellis,
merece mucho la pena. En primer lugar, porque presenta las manías posmodernas
de un mundo repleto de tics consumistas; es un retrato de lo repulsivo del ser
humano bajo ciertas condiciones de dinero y éxito; en segundo lugar porque, la
que muchos pueden calificar como una novelita,
encierra un código oculto. Reescribe ciertas partes del descenso a los Infiernos de Dante en la Divina Comedia (Cátedra). Si se lee teniéndolo en cuenta, se descubre una novela
magnífica.
Además,
la adaptación es fiel al texto, y consigue aquello que pido de una película basada
en una novela: fidelidad, y que reproduzca
en imágenes las ideas que se
habían desencadenado en mi cabeza durante la lectura. Y en ese sentido, esta
película es más que aceptable.
Sin
embargo, ya que hablamos de escritores norteamericanos, y pasaré por ella de
puntillas, una decepción enorme fue La carretera, basada en el libro de Cormac McCarthy (Debolsillo). La verdad, el desencanto ya se encontraba en el propio
texto, impropio de un escritor de prestigio, pero bueno, esa es una historia en
la que no quiero entrar ahora. Prefiero recordar la inolvidable Club
de lucha de David Fincher,
que en este caso (y mira que me gusta Chuck
Palahniuk) mejora la novela —publicada en El Aleph—, aunque ojito a ese final que no aparece en el libro.
Que
la película supere a su madre literaria no es algo que ocurra muchas veces,
pero alguna vez sucede. Lo normal es que las cosas sean al contrario,
decepcionantes, como la ambiciosa y fallida Pozos de ambición, basada
en la novela de Upton Sinclair, ¡Petróleo!
(Edhasa) basada tan sólo en las
primeras 150 páginas de una novela de casi 600.
Realizar
filmes de una parte del libro es algo habitual, y no por ello debe significar
un desastre. Buena prueba de ello es la película que ganó el Oscar a la mejor producción extranjera
en 1979. Me refiero a El tambor de hojalata, dirigida por
el alemán Volker Schlöndorff, y
sobre la novela de Günter Grass, Premio Nobel de literatura (en Alfaguara). La película se detiene a la
mitad de la narración del libro, pero es algo que resulta lógico porque la obra
de Grass es monumental. Verterla en
la pantalla con esa minuciosidad y veracidad, haría necesaria una cinta de
cuatro o cinco horas. Aun así, esta obra maestra ya dura 142 minutos de pura
fascinación.
También
se da el caso de que la película sea una adaptación que, sin embargo, y a pesar
de alejarse del original, conserve parte de la magia de la obra. Este es el
caso de Abril Despedaçado, del
director brasileño Walter Salles, en
realidad una versión lírica y delicada, a la par que muy interesante, de Abril
quebrado (Alianza), una de
las novelas emblemáticas del escritor albanés Ismaíl Kadaré.
De
igual manera, nos encontramos con una sorprendente recreación de Michael
Kohlhaas, la novela de Heinrich
von Kleist (Nordica),
transportada al western americano y con John
Cusak en el papel protagonista del desairado comerciante que busca una
restitución justa ante los abusos que sobre él cometen los poderosos y que,
como no lo consigue, decide tomarse la justicia por su mano.
Aunque
claro, si de recreaciones trasplantadas a otros ambientes se trata, qué podemos
decir de Apocalypse Now y El corazón de las tinieblas (Navona) de Joseph Conrad…, donde el Congo
Belga es el Vietnam y el
delegado Kurtz aparece interpretado
por Marlon Brando.
En
este enlace puedes encontrar más información sobre la novela de Conrad, en un artículo que publique
aquí mismo, en Achtung!:
Encontramos
bastantes adaptaciones lustrosas y de relumbrón, afortunadamente, en las películas
que tratan temas de ciencia ficción
o de género distópico. Los ejemplos de 2001: Una odisea en el espacio,
según la novela de Arthur C. Clarke
(en Debolsillo), 1984,
la obra de George Orwell (en Destino) o La naranja mecánica (Booket) de Anthony Burguess, enjugan desgracias como la versión moderna de Solaris
(Impedimenta) de Stanisław Lem, con un desacertado George
Clooney. Y hoy dejaremos tranquilo a
Tarkovsky.
En
el terreno patrio no puedo
explayarme mucho, porque si no me gusta el cine, aún menos el cine español (lo siento, soy un
troglodita, es lo que hay), aunque existen tres películas que superan a los
libros en los que se apoyan. Curiosamente, dos son novelas del Premio Nobel Camilo José Cela: la
archiconocida y alabada La colmena (Destino) y su debut literario plasmado en una adaptación
cinematográfica prácticamente olvidada, La familia de Pascual Duarte (Austral), con un magnífico José Luis Gómez en el papel del asesino
rural.
La
tercera película, como no, son Los santos inocentes (Planeta) del escritor Miguel Delibes. El film, casi perfecto,
ha contribuido a crear una falsa imagen de la novela, es lo que denomino como falso imaginario. El Azarías será por siempre Paco
Rabal, y Alfredo Landa se nos
aparecerá cada vez que leamos el nombre de Paco
el Bajo. Es imposible extirparlos de la memoria colectiva, del falso imaginario que el cineasta ha
creado en nosotros. Los que leímos la novela y después vimos la película no
podíamos creer lo que estábamos viendo: ¿En dónde se retrata así a estos
personajes? ¿Acaso La Niña Chica no
abandona la palidez del texto para convertirse en un personaje perturbador? Y no
entro con el asunto de la Milana…
Mario Camus,
en estado de gracia —él y todos los que aparecen en ella—, destruye la novela
de Delibes con su magnífica y mucho
más que sobresaliente adaptación: infinitamente mejor que el original al que
pretende copiar. Desde ese instante, desde la proyección de la película, el
texto queda ensombrecido, Los santos inocentes desaparece,
pierde su aura de novela porque, y es aquí donde se ven sus carencias, era un
texto demasiado endeble que se ha visto recompensado con una adaptación
cinematográfica tan magistral que termina por anularlo.
Si
os interesa conocer mi opinión completa sobre el asunto, la podéis encontrar en
el siguiente enlace:
El
género bélico siempre ha vivido de
adaptar, en ocasiones magníficamente, obras literarias. Un caso en donde la
película, cualitativamente hablando, se ubica a años luz de la novela monótona
y desvaída, es La delgada línea roja,
basada el libro de James Jones (Ediciones B). Por otro lado, Un
puente lejano, sobre el espectacular trabajo informativo realizado por el
periodista Cornelius Ryan (en Inedita), es una de las mejores
películas bélicas de la historia.
Podría
continuar enumerando muchísimas películas que se apoyan en novelas inolvidables
para nosotros. A veces, nos indigna el maltrato al que han sido sometidas —la
escasamente afortunada Suite Francesa (en Salamandra) de la escritora Irène Némirovsky, por ejemplo—, pero en
otras ocasiones puede resultar un ejercicio casi satisfactorio —como ocurre con
La
lista de Schindler, basada en la investigación histórica del
australiano Thomas Keneally, El
arca de Schindler (Edhasa)—.
En
cualquier caso, yo no puedo sino reafirmarme en el malestar que generalmente me
produce el cine. Y en eso, he descubierto que, al menos, ya somos tres: Holden Caulfield, Charles Bukowski y yo.
Bukowski,
en su novela Hollywood (Anagrama)
expone su opinión del cine, un asunto que no deja de tener cierta guasa, puesto
que esa novela narra cómo se fue confeccionado el guion de Barfly y su posterior
etapa de producción y rodaje:
“Era una enfermedad: ese gran interés en un medio que, sin cesar, una y otra vez, no lograba producir nada en absoluto. La gente se había acostumbrado de tal forma a ver mierda en las películas que ya no se daba cuenta de que era mierda”.
Del
personaje protagonista de la novela de Salinger,
El
guardián entre el centeno (Alianza),
poco puedo decir. De todos es conocido su aborrecimiento por el cine. Así que ya
coincidimos en algo los tres… Lástima que solo me parezca en eso —sólo en eso—
a Holden y Chinaski.
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