Esta columna apareció en achtungmag.com:
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Durante estos días he estado hablando en mi cuenta de Instagram (@literatura_instantanea) de las ucronías, un género literario bien interesante: es una especie de novela histórica alternativa que se basa en lo que se denomina historia contra factual. Es decir, que el autor ficcionaliza sobre los “¿qué habría pasado sí…?”. Esto sirve para crear historias en donde los Aliados han sido derrotados por los nazis en la Segunda Guerra Mundial, la Armada Invencible jamás sucumbe ante aquella terrible y traicionera tormenta, con la consecuente conquista de Gran Bretaña por parte de España, o el Sur derrota al Norte en la Guerra de Secesión Norteamericana. Unas posibilidades bien interesantes para llevar a cabo una ficción.
Esta historia alternativa ha ofrecido novelas realmente notables. El decurso histórico conocido se desarrolla de una forma normal hasta que, en un momento determinado, se produce una apertura hacia una línea histórico-temporal alternativa. Este momento, este punto de divergencia, tan cuántico porque establece otra línea de tiempo y espacio paralelo al que conocemos, se denomina punto de cambio, evento divergente o giro Jonbar.
ohn Barr es el protagonista de la novela La legión del Tiempo, del autor Jack Williamson. En ella, Barr se ve en la obligación de tomar una decisión que afectará la configuración del mundo futuro: o bien será una civilización utópica, o bien una dictadura distópica. De ahí la importancia de este punto de giro en la confección de las historias paralelas. Todo se pespuntea de la mano de la causalidad, al elegir entre una opción u otra.
De esa forma, Phlip Roth en La conjura contra América (Random House) establece unos Estados Unidos antisemitas desde su giro divergente: el aviador Charles Lindbergh derrota a Roosevelt en las elecciones presidenciales. O Robert Harris en Patria (Debolsillo) coloca a Europa bajo el yugo de nazismo dado que han conseguido derrotar a la URSS en lo que en nuestra realidad fue el desastre alemán de Stalingrado, pero sobre todo porque los nazis han enterado de que los aliados han descifrado su código ENIGMA y les envían falsos mensajes que conducen a la destrucción de la tropa británica.
Y en El hombre en el castillo (Minotauro) de Philip K. Dick el asesinato de Roosevelt (hay que ver lo ucrónico que es el hombre) ha llevado a los americanos a adoptar una política de no intervención y aislamiento que los lleva a no luchar en la Segunda Guerra Mundial, con lo que Estados Unidos acaba invadido —y dividido— por Alemania y Japón.
En España tenemos nuestras propias ucronías, claro, y Jesús Torbado escribió una (para alegría de unos e irritación de otros; desde luego a quienes le otorgaron el Premio Planeta de 1976 sí parece que les gustó) titulada En el día de hoy, en donde la República vencía a las tropas de Franco en la Guerra Civil.
Ucronías y sucesos con los que poder fabular tenemos tantos como queramos. Por ejemplo: a Maradonale anulan el gol marcado con la mano ante Inglaterra (sí, ese de la mano de Dios, ese mismo); Adolf Hitler es admitido en la escuela de Bellas Artes de Viena; triunfa el 23-F en España; estalla la bomba dePalomares; Kennedy sobrevive a la bala mágica en las calles de Dallas; Induráin da positivo en su quinto Tour o Iniesta se marca en propia puerta en la final del Mundial de Sudáfrica…
O tal vez si el Mariscal Grouchy hubiera llegado a tiempo para auxiliar a Napoleón en Waterloo la historia de Europa y del mundo sería ahora otra, tal y cómo expone Stefan Zweig en sus Momentos estelares de la humanidad (El Acantilado).
Durante esta semana he leído y reseñado el excelente libro de Juan Laborda Barceló titulado En guerra con los berberiscos, en donde nos habla de las luchas de Carlos I y Felipe II en el espacio del Mediterráneo contra los turcos. Nos recuerda que Carlos I estuvo a punto de ser apresado, quién sabe si hubiera muerto, en el intento de la toma de Argel. En otro momento ucrónico nos ponemos a imaginar que aquello hubiera ocurrido, un Imperio español descabezado al estilo del Portugal de Sebastián I, que se dejó el pellejo en la batalla de Alcazarquivir, y al que ahora salvamos en un nuevaucronía ibérica.
Puedes leer la reseña que he escrito sobe el libro de Juan Laborda aquí:
Con tanto pirata berberisco, no pude evitar recordar a Cervantes preso en Argel, y manosear uno de esos “si hubiera ocurrido” que tanto me gusta imaginar. Después de cinco años de prisión, con otros tantos intentos de fuga fracasados, los turcos estaban tan cansados de él que ya habían decidido enviarlo a Constantinopla.
Aquello hubiera significado el final para Cervantes, pero en el último momento, y porque Hazán Bajáno quiso liberar a Jerónimo de Palafox por un precio que le parecía escaso, acepto 500 escudos de los padres trinitarios para que se llevaran a Cervantes de vuelta a España y, al parecer, lo desencadenaron en el último instante de una de las galeras en donde ya estaba embarcado y listo para desaparecer en la oscura noche de la Sagrada Puerta.
Imaginemos que eso no ocurre, que ese 15 de septiembre de 1590 el turco de origen veneciano se decide por liberar a Palafox y así precipita a Cervantes por el otro lado de la Historia, engullido por Constantinopla y su negro destino. Un destino del cual ya no regresaba cristiano alguno.
El Quijote se habría difuminado en el aire, tal vez dejando un pequeño rastro de tinta y polvo, las Novelas ejemplares y el Persiles serían inquilinos de las ideas, que es en donde se albergan todas aquellas novelas aún por escribir.
Del mayor genio de la literatura universal tan sólo nos quedaría La Galatea, novela pastoril publicada en Alcalá de Henares en 1585. Escaso bagaje para rendir cumplida batalla a Shakespeare, Dante o Goethe. Ese 15 de septiembre de 1590 debería ser nuestro día del libro, de las letras, porque marca el principio de la literatura en España y, tal vez, el de la novela moderna en el mundo.
Puestos a fantasear con estas ucronías literarias, me gustaría pensar en algunos suicidios que podrían haber salido mal, como el de José Asunción Silva. El escritor colombiano acudió a su médico, el doctor Manrique, para que mediante el engaño le dibujase el lugar exacto en donde se encontraba el corazón, certera diana sobre la que se disparó al llegar a casa. ¿Y si el médico hubiera entendido aquella petición como lo que era, reteniéndolo o convenciéndolo de que no se suicidase? ¿Qué otras novelas y poesías nos habría legado Silva?
También me gusta, por lo mucho que me apena, imaginar que algo fracasa en el suicidio de David Foster Wallace o, por qué no, en el de Sylvia Plath.
Y qué no decir de todos aquellos autores que de forma absurda fallecieron en accidentes de automóvil, desde el atropello que acabó con la vida Italo Svevo, el de coche de Sebald que colisionó con un camión, o el de Gesualdo Bufalino al empotrarse contra un vehículo que viajaba en dirección contraria en una carretera de la localidad de Comiso, en Sicilia, y eso que conducía su chofer… Podría detener el tiempo automovilístico para Manuel Altolaguirre en una carretera de Burgos y para Luis Martín Santos en las cercanías de Vitoria.
¿Qué obras tendríamos ahora en las manos si, como providencialmente le sucedió a Cervantes, todos ellos hubieran proseguido con su existencia en lugar de convertirse en las letras y las palabras de una enciclopedia?
O si, por ejemplo, Garcilaso de la Vega, tan militar como poeta, no hubiera sido uno de los primeros en subir por la escala durante el asedio al castillo de Le Muy. Así, no habría sido alcanzado por la piedra que lo arrojó al foso herido de muerte, su cabeza desmemoriada de futuras églogas.
Estoy acabando de leer un libro excelente del que prometo una pronta reseña. Se trata de Vidas de santos (Círculo de tiza) de Antonio Lucas. Es un compendio de desgraciados y de desgracias artísticas, y realmente aturde comprobar cuanto talento se perdió a causa de malas decisiones, pálpitos estúpidamente interpretados y casualidades sin sentido. El libro de Antonio Lucas es una mina para aplicar los “si no hubiera ocurrido” ucrónicos y quedarse solos.
Si no hubiera ocurrido el escape de gas que acabó con la promesa canaria de la poesía, Felix Francisco Casanova, o si Chusé Izuel no hubiera saltado en dirección a los adoquines de una calle de Barcelona dejando unos pocos poemas y un precario libro de cuentos…, si aquél, o aquella, o aquél otro, de tantos como aparecen en el libro, en su absurda desesperación de perdedores no hubieran segado sus existencias con la libertad irresponsable que te envalentona al poseer lo que en absoluto se desea.
O por ejemplo, se me ocurre, si el águila no hubiera confundido el cráneo de Esquilo con una roca sobre la que arrojar la tortuga que llevaba entre sus patas para quebrantar así su caparazón, cuando estaba quebrantando a la dramaturgia. O tal vez, si un rayo no hubiera elegido ese árbol de la Avenida de los Campos Elíseos, exactamente esa rama, para desprenderla de un chispazo sobre la cabeza del escritor Ödön von Horvát que se encontraba debajo…
Ya puesto, incluso puedo elaborar mi propia autoucronía, aquella en la que soy el protagonista. Entro en la cafetería de Ciencias de la Información y cuando paso delante de la persona que durante años me amargará la vida voy y miro para otro lado. Despliego mi propio punto de giro, mi divergencia afortunada y no la conozco nunca.
Ucronía doble porque, en otro lugar y en esos momentos, quizás un poco antes o un poco después, mi esposa no se topará con el que será su marido durante años. Entonces, puede que ambos coincidamos y no tengamos que esperar más de 25 años de túneles y alcantarillas para conocernos… Es mi ucronía utópica. A estas alturas creo que me la merezco. Al menos me he ganado el poder pensar en ella.
Aunque también podemos imaginar otro tipo de ucronía literaria en donde algunos autores de Best Sellers, ciertos poetas de lo obvio y un interesante número de integrantes de ese club, el club de los lugares comunes, no hubieran publicado jamás (soy generoso con ellos y no afirmo que no hubieran nacido), y sus artefactos pseudo culturales no se encuentran en librerías y escaparates. ¿Qué ocurriría entonces?
Pues no sé si alguien que ahora no lo hace quizás se animara a leer a Quevedo o a Cervantes, pero de algo sí que estoy seguro; todos caminaríamos más contentos por la calle. Como en un anuncio de medicamentos, se respiraría mucho mejor.