*Esta columna apareció en achtungmag.com:
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El pasado 17 de febrero, sábado, las calles de Pristina se abarrotaron porque estaban de celebración. A las cero horas de esa noche, se cumplían diez años de la Declaración de independencia. Una Declaración polémica y conflictiva, producto de una guerra brutal que dejó al menos 13 mil muertos y que necesitó de la intervención de la OTAN, que bombardeó durante la operación Allied Forcelocalizaciones en Belgrado como una forma de que Yugoslavia se retirase de Kosovo y pusiera fin a la crisis humanitaria y a las limpiezas étnicas. Mucho dolor y mucho sufrimiento para uno de los conflictos más infames de nuestra historia moderna europea que terminó alumbrando a un país tan pintoresco como conflictivo.
En las calles de Prístina, ese sábado por la noche, el del concierto de Rita Ora, podía verse a una multitud enfervorecida que transportaba las banderas azules de la República de Kosovo, junto algunas enseñas rojizas de la vecina Albania. Mujeres vestidas de fiesta se mezclaban con mujeres en burka (no hay que olvidar que el 96% de la población es musulmana), mientras sobre el escenario una de las mayores celebridades del país ofrecía el concierto del aniversario.
Rita Ora es natural de Pristina, pero con apenas un año de vida sus padres huyeron del dominio yugoslavo sobre la región y se instalaron en Londres. Una canción suya, Shine Ya Light, dio la vuelta al mundo mientras la artista aparecía en el video clip con Pristina como escenario. Actuaba de pinchadiscos, a ritmo de rap, sobre el monumento NewBorn, la escultura tipográfica conmemorativa de la independencia de Kosovo (independencia no reconocida aún por todos los países de Europa —España entre ellos— y tampoco por algunos de otros continentes).
Bajo esa presunta cotidianidad de la modernidad kosovar mana una corriente subterránea de sangre, una memoria de agravios todavía pendientes de ser cancelados con la necesidad de la justicia. Quizás, solamente, habría que dejar de mirar hacia otro lado y enfocar la visión de la responsabilidad de cada político, de cada escritor, de cada intelectual, recordando lo que dijeron, cómo lo dijeron en aquellos momentos y, algo que resultaría de capital importancia: por qué hicieron lo que hicieron.
En cualquier caso, el espinoso asunto de la independencia de Kosovo no puede alejarme del verdadero asunto de esta columna: la literatura kosovar o algunas novelas que se ocupan del tema de Kosovo. Porque los españoles hacemos una inmediata asociación con Kosovo: violentos mafiosos albanokosovares o paramilitares, siempre las recurrentes imágenes de aquella guerra o la idea de que la República de Kosovo es un estado Cartel que se financia con el tráfico de armas y drogas. No voy a entrar a discutir estas afirmaciones. Este no es lugar para ello. Aquí se habla de literatura. Una literatura, aún hoy, lamentablemente manchada de sangre.
Dos vistas del peculiar edificio de la Biblioteca Nacional de Kosovo, en Pristina, garante de una cultura que se ha abierto paso entre bombas y fuego:
¿Existen escritores kosovares? Existen, desde luego. En primer lugar hay que remarcar que esta literatura se desarrolla, abrumadoramente, en lengua albanesa, por lo que se puede definir como una literatura kosovo-albanesa. ¿Existen traducciones al español de escritores kosovares? Pues no. Al menos yo no conozco ninguna.
Sus más reputadas firmas son, sin duda, el poeta Esad Mekuli, aunque montenegrino de nacimiento, después se convirtió en una figura intelectual determinante en Kosovo y está considerado por los estudiosos como uno de los padres de la poesía de la zona; Anton Pashku, autor de relatos y novelas experimentales cercanos al estilo de Musil y de Kafka; y el crítico literario, además de político, Rexhep Qosja.
Así que la obra de estos autores, de los que he destacado tres de entre muchos, es inalcanzable para el lector español a día de hoy, pero no sucede así con algunas novelas que tratan del problema de Kosovo, y que vienen de la mano, como no podía ser de otra manera, de la prosa del albanés Ismaíl Kadaré: Tres cantos fúnebres por Kosovo (Tirana, 1998) y El cortejo nupcial helado en la nieve (Tirana, 1986), ambas en Alianza Editorial. Quiero dedicar un espacio de esta columna de hoy a la primera novela.
Tres cantos fúnebres por Kosovo es una novela histórica vertiginosa. Bajo su nervio late un pulso especial, se percibe una vibración que la atraviesa, ofreciendo un deslumbrante tríptico de la medieval batalla de Kosovo. Un tríptico de sangre y muerte, cargado de dolor, algo de rabia y toneladas de tristeza y desesperanza.
El texto respira con violencia, borbotea espeso y contundente en el fondo de cada una de sus frases, de sus líneas y párrafos; encontramos algo más que la descripción literaria, en mayor o menor medida respetuosa con los sucesos históricos, y nos topamos con el origen de un problema de odio enquistado, la larga historia de una tradición sobre el aborrecimiento entre serbios y albaneses. Un odio que se hace extensible a la intolerancia religiosa y al propio carácter destructivo, vengativo y rencoroso, del ser humano.
El asunto de Kosovo es un asunto delicado y muy doloroso. Kadaré, aquí, se remonta hasta una parte del conflicto, pero no a sus inicios. Queda muy claro que la coalición cristiana, integrada por húngaros, serbios, rumanos, bosnios y albaneses, entre otros, ya se trataba con inmemorial odio y encono en todo lo relacionado con esa región balcánica denominada como el Campo de los Mirlos. Que se hayan unido ante un enemigo común y mayor, esta vez, codo con codo, es un asunto meramente circunstancial.
Así lo demuestran los aedos, fidedignas fuentes de la tradición del odio, cuando entonan sus cánticos populares para entretener a los Príncipes en las horas previas a la batalla. No pueden evitar, aunque el ambiente sea de coaligados, cantar en sus baladas los enfrentamientos entre serbios y albaneses, o viceversa, por la cuestión de Kosovo.
Diríase que es un asunto enquistado en las conciencias de una forma mecánica y que, ocurra lo que ocurra, sean cuales sean las circunstancias, el aborrecimiento, el odio y los cantos se repetirán una y otra vez, incluso cuando ambos bandos hayan fracasado en su alianza y extraviado la región a manos del Imperio Otomano, producto de una humillante derrota militar.
El desastre que vendrá por Kosovo significará que los turcos encontrarán aquí, en los Balcanes, una forma de acceso, la entrada directa y hasta el corazón de Europa, continente que se verá, con el tiempo y los años, amenazado hasta el mismo cerco de Viena. Ese desastre, esa tremenda desgracia acongojante, la derrota de los aliados cristianos sobre la llanura, es un fracaso narrado con pulso estremecido en el primero de los cuadros que Kadaré presenta en los Tres cantos fúnebres por Kosovo. En efecto, se trata de una suerte de tríptico sobre la Historia, sobre el rencor y el sometimiento de gran parte del continente ante el poder militar de la Sagrada Puerta.
Es el día 15, del mes de junio del año 1389, y el autor, acercando una lupa que amplía con minuciosidad y colorido ciertos aspectos, se va fijando en los campamentos de los dos ejércitos, en sus tiendas, en las actitudes y aptitudes de sus líderes, en el comportamiento de los soldados, en los preparativos para la batalla, en los miedos que albergan las cabezas de quienes serán protagonistas…
Tras la primera fase del libro, el segundo cuadro del tríptico escrito por Kadaré presenta a dos aedos. Uno serbio, Vladan, y otro albanés, Gjorg Shkreli, que huyen de la batalla, del desastre de la derrota, y tratan de alejarse del avance turco adentrándose en Centroeuropa. La narración es ahora más contenida y calmada, plena de un espíritu reflexivo que plantea cuestiones referentes a la tolerancia religiosa, al perdón, al espíritu nacional y a esos componentes mágicos y misteriosos que fascinan al autor y que forman parte del manantío, fijación y posterior conservación de los cantos épicos y de las tradicionales poesías orales.
Los dos rapsodas, cada vez que se ven en la obligación de actuar en público, entonan una y otra vez cantos de odio mutuo entre serbios y albaneses, enconados por Kosovo. Simplemente, no saben hacer otra cosa más que repetir lo que han aprendido.
Cargados de gran simbolismo, el lahutare albanés y el serbio con su gusla, representan la memoria de las dos naciones, la irracionalidad del odio heredado que va más allá de las reflexiones, el peso de la tradición y el milagro de la tradición oral. Quizás, en este sentido de empatía con uno y otro bando, de neutralidad o de afán por conciliar el dolor de los pueblos, la última fase del tríptico de Kosovokadareano es el lamento del propio Murat I, fallecido durante la batalla y cuya sangre ha quedado recogida en una vasija e introducida en un túmulo sobre la llanura del Campo de los Mirlos.
El sultán asesinado lamenta aquello que entiende como una maldición de su sangre, reflexionando desde una situación de no–existencia con la clarividencia que le proporciona una perspectiva de siglos a la vez que atemporal: sobre aquellos campos pesa y pesará el odio, la muerte siempre estará presente mientras rapsodas como Vladan y Shkreli continúen obcecados en cantar el mutuo aborrecimiento de ambos pueblos, en lugar de atender a cuestiones de mera supervivencia común.
La historia de Kosovo es, fundamentalmente, una historia de sangre porque, tal y como cierra Kadaré el texto:
“bastan unas gotas de sangre para contener en su interior toda la memoria del mundo”.
Por todo ello, una memoria de Kosovo, como esta que lleva a cabo Kadaré, no puede ser sino una memoria de sangre: una memoria siempre dolorida, una memoria fúnebre.
Por mucho que Rita Ora celebre esa independencia, a los lados de las carreteras de Kosovo brotan esas tumbas con lápidas de pizarra negra; sobre ellas el retrato del guerrillero fallecido. Casi todos los muertos tenían entre los 16 y los 18 años de edad. Demasiado dolor.
Con la fiesta del pasado 17 de febrero, mientras Rita Ora iniciaba la cuenta atrás que conducía al aniversario, esa memoria infame de la humanidad que se encuentra latente en ese Campo de los Mirlospudo despegarse un poco de nuestros corazones y, por un instante, mecernos en el poder curativo de la música, del arte, de la literatura y de la concordia.
Pero solo por un breve instante.
“bastan unas gotas de sangre para contener en su interior toda la memoria del mundo”.
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