viernes, 16 de abril de 2010

Una Ciudad Llamada Malicia




"El fantasma de un tren de vapor

despierta ecos en mi camino.

Por el momento no va a ninguna parte

-sólo da vueltas y vueltas-.

Niños en el patio y columpios que crujen.

Risa perdida en la brisa."

(Paul Weller -The Jam-, "A Town Called Malice").



Náufrago entre la agonía, floto a la deriva de las lágrimas, acunado por la lástima, mecido en los brazos del odio. Zozobro hacia el ayer y me ahogo en el adiós. Soy expedicionario sin retorno del mañana, perdido en el futuro, anclado en los recuerdos, atrapado por los sueños, enredado entre los deseos... varado en el asco.

Camino por la ciudad. De acera en acera. De calle en calle. De portal en portal y de rabia en rabia. Rabia, sí, rabia. Rabia, por dejar resbalar mi vida ínfima entre las basuras y el pavimento, acodada entre el abandono y el olvido. Intento no recordar el pasado, así no descubriré que soy un fracasado. Una estela amarga, como una larga flema, se me escurre entre la existencia. Hundo las manos en los bolsillos repletos de desesperación y extraigo lodo. Una masa negra y marrón, achocolatada, arenosa, que lentamente rezuma del cerebro y del corazón.

Taxis. Pasos de cebra. Semáforos. Obras públicas. Inmensas avenidas de luz. Señales de tráfico. Soy un automóvil que se estrella contra los atascos, que se golpea contra las colas de los cines. Reviento en pedazos y leo un cartel: desayuno a nivel europeo.

Soy un fantasma abandonado en los raíles del metro. Apoyado contra la pared intento dar el salto a las vías. Carezco de tanto arrojo. Siempre me faltó decisión para terminar. El suicidio es una mera cuestión de decisión. Ya lo se.

Me vuelvo -lloro- contra un anuncio de El Corte Inglés. Una pintada en la pared asegura una sentencia, cuanto menos, dolorosa para corazones como el mío: "Antonio ama a Carmen". Corazones como el mío, corazones analfabetos, incultos, que desconocen la placentera experiencia de garrapatear una frase como esa. La sonrisa de la chica del anuncio me recuerda a alguien, pero no sé a quién... seguramente, ese Antonio sea un idiota. Y Carmen también. Pero ello no les exime de la felicidad. De poder compartir la felicidad.

EL FANTASMA DE UN TREN DE VAPOR borra el archivo de la mente. De mí mente. Esa mente nunca ordenada por tomos y anaqueles. Esa mente que se aferra, se empeña en olvidar lo que pretendo recordar. El borrado automático sentencia mis posteriores actos. Me arrastro desencantado. Una insidiosa voz repite que "Antonio ama a Carmen" y DESPIERTA ECOS EN MI CAMINO.

El borrado automático provocado por el dolor.

Los caballitos estériles de un tío-vivo giran y giran en el interior de la pupila. Busco en el diccionario del holocausto sentimental una definición que no encuentro.

Mientras el odio abarrota estadios cada domingo por la tarde, mientras el dolor se quema y nos asfixian los tentáculos de la ciudad, mientras silban en la neblina del deseo los autobuses fantasmas, mientras escucho gritos en la claridad de las luces de neón que iluminan Cuzco,mientras todo sucede a la vez, deseo que dejes caer -una última vez- tu pelo sobre mí. Para poder sentir la seda alrededor de la cara. Tu seda. Sentir tu seda instantes antes de que me cieguen a dentelladas las bocas del metro, los andamios de los limpiaventanas de los rascacielos y la campaña del día de San Valentín, tórpemente lanzada -otro año más- por las grandes galerías comerciales. Campaña, maniobra perennemente enganchada a mi memoria de cobarde y resentido.

Una lágrima cae de mis ojos. POR EL MOMENTO NO VA A NINGUNA PARTE ya que teme explotar sobre el asfalto duro y resquebrajado por la acción de los hombres. Cuarteado por la acción de tanto castigo, de tanto cansancio diario reiterativo. Reiterativo.

Subo a la Torre de Madrid y al edificio España. Da igual en que azotea me encuentre. Intento un salto a la liberación desde sus terrazas. Sigo inutilizado para ello. Es algo imposible. Falta decisión. Me falta decisión. El lastre del peso del tiempo me impide emerger al vacío. Me imposibilita para una autodestrucción que colme de felicidad los últimos minutos de la vida. Miro al cielo. La cabeza -como siempre y eternamente- SOLO DA VUELTAS Y VUELTAS. Me emborracho de azul.

Frente a la fachada de El Corte Inglés susurro una oración destinada a perdonar mis errores. La penitencia resulta excesiva. Soy incapaz de autoabsolverme. Pálido y tembloroso, descubro que para lo único que tengo soberanía es para la autodestrucción. Y ni a eso me atrevo.

Sentado en un parque contemplo el atardecer. Las sombras se apoderan de las aristas, de los picos, de los pináculos, de las antenas parabólicas de televisión, de los tejados, de los congelados áticos de butano que apestan a orines de gatos. Las sombras caen sobre las arcadas y los patios interiores. Las sombras lo invaden todo y yo floto entre ellas. Las sombras condenan mi existencia al oscurantismo.

Los perros corretean y se rebozan entre la arena. No hay chicos en el parque. Antes me gustaba ver jugar a los NIÑOS EN EL PATIO del colegio. Ahora me asusta. Son un escaso bagaje que nunca podrá sustituirme.

Aterrado, me levanto del banco de piedra. En el parque existe demasiada soledad y COLUMPIOS QUE CRUJEN como para que me sienta un extraño.

Sé que estás cerca y hasta puedo escuchar tu RISA PERDIDA EN LA BRISA. Una canción se repite, una estrofa me lastima, late con furia y un final que nunca llega.

De rodillas y sobre el barro (comienza a llover ligeramente) le exijo a Dios que me destruya.



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