sábado, 24 de abril de 2010
Frente a la tumba de Kafka
Frente a la tumba de Kafka uno se pregunta como se puede ser tanto y tan poco, tan escaso y nada. Uno se pregunta hacia dónde se arrastra el caracol de la desesperación, a qué apesta el lirio del desencanto.
Frente a la tumba de Kafka no hay posibilidad de perdón, de un perdón literario, de ese perdón que también te exigí a ti y que me negaste con un "nada, nada ha merecido la pena".
Nada, nada ha merecido la pena cuando uno se encuentra frente a la tumba de Kafka. El cielo de Praga amenaza con disolverse y el suelo se tapa, avergonzado de mí, con hojas marrones rendición. Bajo el cielo de Praga, frente a la tumba de Kafka, la vergüenza parece sobrevivirme.
Frente a la tumba de Kafka necesito respirar cansancio, necesito empaparme de la fina lluvia que cae, la fina lluvia del agotamiento, la delicada lluvia literaria del desprecio.
"Nada, nada ha merecido la pena", me dijiste, igual que podrías haberme dicho "me siento orgullosa del amor que me has dado". Pero elegiste decirme esa otra frase que me hirió intemporalmente, me acogotó de intemporalidad como ahora, frente a la tumba de Kafka, me hago eterno en el dolor que comparto con el túmulo.
En ti quise hacerme eterno y sólo conseguí eclipsarme. En ti busqué algo más y me encontré de menos. En ti, sí, en ti, en ti busqué todo eso y me quedé en nada. Nada frente a la tumba de Kafka, nada y cielos, cielos y noviembre, noviembre y cielos, la lluvia... es la lluvia quién repite tu nombre frente a la tumba de Kafka.
Frente a la tumba de Kafka me pregunto como puedo ser todo y nada, como puedo ser lo que soy, como puedo ser. Frente a la tumba de Kafka deseo que Kafka estuviera delante y me diera un abrazo. Al fin y al cabo nos conocemos ya de tanto... un abrazo que recibiría con lágrimas en los ojos y mi corazón desbocado en el pecho, entonces le susurraría que me dijiste que nunca nada mereció la pena y el asentiría con la cabeza, me comprendería y me calmaría, me diría a media voz que, en efecto, nunca nada mereció la pena para, con un exquisito cuidado, ayudarme a descender, juntos al fin, al interior del ataúd, calentitos y acurrucados en él como emparedados por una edición de tapas de lujo.
Y entonces, sólo entonces, aunque la vergüenza pudiera sobrevivirnos y con en el sufrimiento transfigurarnos, entonces, de verdad, nos daría igual que nada, nunca, te hubiera merecido la pena.
Pero eso no puede ser y, frente a la tumba de Kafka, descubro que, en efecto, tenías razón: nunca, nada, mereció la pena.
Y con los brazos en cruz, mientras la lluvia endurecida cae furiosa, en el dolor me hago eterno.
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