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Poco a poco, como una gota malaya, la tortura del veraneo continúa percutiendo sobre todos aquellos que no creemos en la regeneración celular a orillas del mar, en las siestas empapuzados a gazpacho y sandía, comidos por las moscas, o en el incomparable placer canicular que suponen esas noches a cuarenta grados mientras por la ventana insoportablemente abierta acceden los gorgoritos de alguna orquestina de hotel que todavía no se ha enterado que “Devórame otra vez” fue la canción del verano de hace tres décadas, por lo menos. Por ello, es necesario construir un pequeño fuerte en donde cobijarse ante semejantes agresiones, como ya comenté, en una primera parte, en esta columna de El Odradek de la semana pasada, aquí en Achtung! Prometí una segunda parte sobre esos libros que podemos utilizar como un chaleco blindado: vamos con ella.
Recuerdo un tranquilo hotel en Tenerife. Generalmente he visitado las Canarias acompañado de mi madre en varias ocasiones y, también, con mi hermana. Sin embargo, aquella ocasión fue una de esas que tanto frecuentaba en mi pasado reciente: viajes solitarios que solían cubrirse de un tinte de desesperación.
Los alrededores del lugar no permitían mucha facilidad de desplazamiento para alguien antediluviano como yo, que no sabe conducir, y plantearse caminar un rato por el enorme secarral bajo un sol de justicia era como colocarse una pistola en la cabeza. Así que tocaba quedarse en el recinto del hotel, entre chapoteos espasmódicos de cuellicortos maleducados, enormes platos desbordantes de bufé librey tipos tocando el piano con abulia durante la sesión nocturna del bar de cócteles.
En cierto modo, mi devenir puede recordar, en algunos aspectos, siempre los aspectos más deprimentes, a algunas novelas de Houellebecq, especialmente en aquellas en donde se dedica en profundidad a analizar los paquetes de vacaciones, los complejos hoteleros y el comportamiento de los viajeros, y no son pocas las obras en donde se dedica a tan sangrante radiografía.
Al borde de aquella piscina tiñerfeña elegí defenderme de los daiquiris aguados y de las variantes de cualquier-cosa-servida-o-mezclada-con-plátano escondiéndome detrás de algunos libros de John Fante. Fante, se escoja el libro que se escoja, se comporta muy fiablemente durante las vacaciones.
En primer lugar, porque sus narraciones nos sumergen en un mundo absorbente capaz de hacernos olvidar la miseria que nos rodea, y en segundo, porque los desgraciados que aparecen en sus novelas mitigan la mueca de estupidez que componemos mientras guardamos cola frente el mostrador de ensaladas del bufé o cuando vemos bailar a tres generaciones de alemanes Los pajaritos en la discoteca del hotel (abuela, padres y niños, rubitos y todos ellos enrojecidos, como si acabaran de brotar de un experimento de Industrias Stark para dar con la Über-familia).
John Fante nunca fue un escritor con éxito. Hay que reivindicarlo, es necesario. Tal y como nos informa su hijo Dan Fante, en la brillante biografía Fante. Un legado de escritura, alcohol y supervivencia(Sajalín editores), de título esclarecedor, donde nos habla de los polos opuestos en los que se iba a mover su padre.
John Fante creó al personaje de Arturo Bandini, absolutamente delirante, y escribió un puñado de grandes novelas. Sin embargo, eligió hacerse guionista de Hollywood, dejando de lado su vocación novelística en beneficio del jugoso cheque del cine y los fines de semana jugando al golf; algo que le amargó la vida y la maceró en alcohol.
Así que Fante obtuvo mucho reconocimiento después de muerto. Antes, vio como lo troceaban a cachitos a causa de una diabetes que lo fue gangrenando poco a poco. Su novela Pregúntale al polvo(versión cinematográfica con Salma Hayek de protagonista) y la continua admiración de Bukowski, han logrado que esas obras que nadie quiso en su momento sean ahora monumentos literarios. Yo, al borde de la piscina tinerfeña, leía un volumen con tres obras breves de Fante, Al oeste de Roma, seguido de Mi perro idiota y La orgía, tres novelas muy divertidas que destilan el espíritu fantiano de mala leche y vitriolo.
En ese momento, ya había leído todo lo publicado de Fante en España, tarea que debemos agradecer a Anagrama, y por eso me deleitaba con unas obras menores. A estas alturas de agosto, todavía estáis a tiempo de parapetaros detrás de algunas de las grandes obras de este escritor: Camino de Los Ángeles, Sueños de Bunker Hill o la simpar Espera a la primavera, Bandini. Cualquiera de estas obras se merecer un par de helados Negrito.
Siguiendo con las Canarias, en otras ocasiones, movido por un aborrecimiento crónico de todo lo que me rodeaba (aborrecimiento de todo lo que diera signos de vida) busqué refugio vacacional en lo que me parecía uno de los lugares más alejados posibles: la zona del Gran Tarajal en Fuerteventura. Así que, después de una travesía maratoniana recorriendo la isla casi de punta a punta en un autobús de línea, llegué a un apartado hotel junto al mar.
Eso es otro asunto interesante del mundo vacacional: el trayecto en bus. Bueno, realmente lo que se alberga en el interior del vehículo. Nunca he conseguido entender que tomar un bus en vacaciones sea sinónimo de una gran juerga. El calor que azota por los ventanales, las carreteras reviradas, las paradas en sórdidas áreas de servicio con olor a orines y comida prefabricada, esos butacones de felpa, el sudor que te corre por la espalda o el aire acondicionado desmesurado que te deja afónico…
Sin embargo, toda esta panoplia de maravillas representa, para esos que hablan a voces, se ríen a carcajadas, les suena el teléfono móvil con insistencia o les rezuma el chunda-chunda por los auriculares, el preludio a la inmersión en un mundo maravilloso y se ven obligados a demostrar su alegría: sentándose a tu lado o lo más cerca posible, y dando rienda suelta a todo su repertorio perfectamente ideado para amargarle el viaje a cualquiera.
Solventado, superado o sufrido el trayecto en autobús, y arrojado como un viejo dinosaurio a las orillas de la isla, ese hotel de Fuerteventura presentaba los mismos problemas fundacionales del turismo agostí. Lo diferencial que había conseguido alejándome tanto era eliminar de la ecuación al compatriota zafio, pero por el contrario me veía rodeado de alemanes y belgas. Y sus costumbres vacacionales puede que, incluso, sean más horripilantes que las nuestras.
Siempre me han inquietado esos desayunos presididos por una bonita botella de champán como un faro en mitad del salón, desafiando a los comensales con un “¿quién tiene narices de desayunar con champán?”. Los turistas pasan junto a la botella como los tiburones junto a su presa. Primero la rodean, después, más cerca, al final casi la rozan… Y le piden al camarero que la descorche.
El osado cliente acaba de desencadenar toda una fila carnavalesca de personas con platos a reventar de baked beans, trozos de queso y de pepino, tomates y salchichas que serán convenientemente regados con esa botella de champán que no contiene champán, sino cava, y del peleón. Es el sucedáneo dorado para agasajar por las mañanas al turista que se cree, así, adornado de cierta clase. Luego, pondrá a hervir su gozoso dolor de cabeza matutino bajo la sombrillita de la piscina del hotel.
En esos días de cava peleón, calor tórrido e insectos como helicópteros Apache, viví refugiado en la obra de Bukowski. Ignoro que ensalmo poseen estas islas que me empujan a leer a autores del realismo sucio. Leía Cartero, quizás la mejor novela de Bukowski, junto a su mejor libro de relatos, Hijo de Satanás (ambos en Anagrama), cuya reseña puedes leer aquí:
La suciedad de los mundos que refleja Bukowski, la miseria de los personajes que los habitan, casi hace buena la contemplación del desfile de miserias alemanas, belgas y holandesas que me veía obligado a soportar en el hotel de Fuerteventura: bañadores tipo slip que no dejaban mucho a la imaginación de lo que ocultaba la anatomía de ese jubilado de Ámsterdam que tenía la piel ennegrecida de soles, curtida de sales y con el aspecto de un plato de cecina de chivo de León.
O esos apocalípticos top-less de ellas. Ellas: el pelo teñido en colores chillones, cargadas de collares y abalorios dorados, incluso con grandes pedruscos de ámbar entre los pechos ya exhaustos de vida y agotados por cientos de madrugones de brumas y neblinas en Bruselas.
Los libros de Bukowski se merecen, como poco, en mi clasificación veraniega, un par de Frigopies.
Regresando a la península, vacacioné una vez en un lugar llamado El Paraíso, en Villajoyosa, que tenía bien poco de lo que prometía su nombre: una playa de pedruscos insoportable, con una orilla traicionera que, a los pocos metros, se precipitaba en una especie de fosa abisal, repleta de algas y porquerías, mientras los perros de la gente chapoteaban a escasos metros de donde intentaba leer.
Mi protección lectora, tan importante, o más, que mi protección solar, fue Uno y el Universo (Seix Barral), un libro del escritor argentino Ernesto Sabato, crucial para poder mirar algo más lejos y atisbar que el cerebro humano puede alcanzar a confeccionar pensamientos y reflexiones que superan la borrachera de absenta de Villajoyosa, el atracón a tazones de chocolate y fartons, o la infección intestinal producto de una generosa ración de paella pasada, apelmazada y reseca, servida en una terracita mientras las avispas componen su ballet sobre los cubos de basura a reventar tan solo unos pocos metros más allá.
Ernesto Sabato fue físico, además de un extraordinario narrador. Por eso, este Uno y el Universodespliega muchas de sus ideas y reflexiones científicas relacionadas con la existencia humana y ese lugar de donde procedemos, el espacio. Aquel ensayo relativizaba el entorno, el océano, los pedruscos, las algas y las rocas, incluso el turista inglés en tanga o el tatuado de turno.
Sabato como novelista es descomunal: El túnel (Cátedra), Sobre héroes y tumbas y Abbadon el exterminador (ambas en Seix Barral), pero como ensayista ha escrito algunas páginas estremecedoras, para leer con el corazón apretado, especialmente en Antes del fin o La resistencia (también en Seix Barral). Lo bueno de este Uno y el Universo es eso, que ayuda a paliar el insufrible compendio de infamias que nos asedia, desde el hortera del radiocasete, el macarra de la moto a escape libre o el recargo por el “servicio de terraza”.
En mi clasificación veraniega le otorgo a la literatura de Sabato un par de helados Frigurón.
Esa es la principal virtud de todos estos libros vacacionales: nos ayudan a minimizar el impacto de la herida, la brecha abierta en nuestra vergüenza ajena, esa que podría llevarnos, fácilmente, a odiar a la humanidad.
El próximo viernes atravesaremos lo peor del verano, la mitad del mes de agosto, con las fiestas de los pueblos, la música de los autos de choque y las rifas de las verbenas. Prometo volver con una tercera entrega que demuestre que, aunque los bocinazos del látigo se nos metan en la columna vertebral y el olor a fritanga recubra con una capa nuestra piel, siempre quedará un libro para hacernos sentir como en pleno mes de enero, por mucho que algunos se empeñen en repartir perritos-piloto como si pertenecieran a una ONG de peluches caninos.
De momento, aquí os dejo el enlace a la primera parte de esta serie de artículos veraniegos: