lunes, 31 de julio de 2017

Escribir versos en el siglo XXI: Morir de poesía



Escribir versos en el siglo XXI: Morir de poesía



*Esta columna apareció originalmente en el sitio achtngmag.com:

http://www.achtungmag.com/escribir-versos-siglo-xxi-morir-poesia/



Acabo de llegar de la oficina de empleo y la depresión que habitualmente se me apodera después de realizar estos trámites amenaza, hoy, con ser peor de lo habitual. Son ya tres años, tres largos años sin trabajo, y con la sensación de que no tengo cabida en el mundo que me rodea. Soy un despojo laboral, un detrito literario. Mi pecado: haberme formado en una carrera de letras. Haber desarrollado mis conocimientos en el campo de la Literatura. Si todo es mucho más complicado para un escritor —incluso ir al supermercado o realizar un trámite en el banco—, no digamos ya para un escritor que, además, quiere ser poeta. Los poetas, ni existen.

Hace unos años, y tras constatar que nadie hacía ya un manifiesto de calado intelectual y estilístico como aquellos manifiestos futuristas, dadaístas, surrealistas o cubistas, se me ocurrió la posibilidad de firmar uno titulado Manifiesto de los Idiotas, porque hay que ser muy imbécil para dedicarse hoy a la Literatura en el mundo en el que vivimos y en el país en el que estamos.

Ignoro cuándo cedimos el terreno y entregamos el mando de España a la generación más infame y culturalmente peor preparada de los últimos doscientos años. La más ordinaria y vulgar. Quizás, todo empezara cuando se empezó a vender éxito y dinero a través de las enseñanzas de las carreras de ciencias. Una ingeniería o algo relacionado con la economía y los números siempre era sinónimo de triunfo; las letras lo eran de fracaso. España lleva decenas de años educando en la zafiedad, relegando a las humanidades al cubo de la basura y alimentado la mentirosa y cruel expectativa del éxito rápido mediante la administración de empresas o el máster en marketing. Visto lo de la crisis, y cómo estamos, no parece que todo esto tuviera mucha base de realidad.

Porque ahora, aquellos que se arrojaron en brazos de las carreras científicas y los estudios utilitarios, aquellos que alejaron las humanidades con un palo, pasan las mismas estrecheces que todos los demás. Ninguno llegamos a fin de mes, seamos administrativos, informáticos o poetas. La única diferencia es que los poetas nos morimos más de hambre.

Instalada en la zafiedad, la insolidaridad, la violencia y el insulto, nuestra sociedad avanza enfurruñada hacia adelante. Si alguien se queja de que ya no hay educación y respeto, sólo grosería por todos los lados en una sociedad donde se premia lo soez, lo chabacano, lo vergonzoso, pues debería preguntarse por las consecuencias de haber ejecutado de un disparo en el occipital a las humanidades.

El otro día vi, por enésima vez, La lista de Schindler. En un momento determinado, dictaminan que un profesor de Historia y Literatura no es un trabajador esencial para el Reich, lo que provoca la indignación del hombre, que se pregunta si existe algo más esencial que enseñar Historia y Literatura.

Lo de que la Historia es importante no voy a entrar a desarrollarlo, hasta el más corto de entendederas acierta a comprenderlo. Sin embargo, lo de la Literatura no parece tan claro. Y debería serlo. Bastará con decir que la literatura es la búsqueda de la comprensión del hombre. Tan determinante como eso. Y la poesía es, entonces, la búsqueda de la comprensión del alma humana. La poesía busca trascender. Ya sea mediante sus versos en el lector, ya sea mediante el poema en el autor. Y de esa transcendencia, si se consigue, surge una renovación interior que nos aleja de la brutalidad, de la zafiedad, de la suciedad.

La poesía nos hace más humanos. Empatiza con nosotros mismos en un momento en el que el individuo o pertenece a un colectivo en donde se significa —generalmente mediante comportamientos y poses cargadas de mezquindad y mal gusto— o no vale nada, en un instante en el que se difuminan los bordes de nuestra propia humanidad devorados por la estupidez alienante que nos rodea. La poesía, además, nos vuelve empáticos con los sufrimientos y amarguras de la gente, porque los versos nos conducen, irremediablemente, hacia el descubrimiento de la otredad. Y en el otro radica la verdad de este mundo.

Puede que a muchos no les convencerá esto que argumento, es más, piensan que son estupideces si las comparan con el Down-Jones, el coche nuevo, la última marca de teléfono móvil o el reciente fichaje de su equipo de fútbol. La verdad, me importa bien poco. A los poetas ya todo nos importa un bledo. Hemos perdido la batalla definitivamente. No reivindico aquí nada con la esperanza de hacer reflexionar a alguien, o con la intención de que un rayito de esperanza mejore la situación. Que va: hemos perdido. Constato la derrota y confirmo que los poetas viviremos ya, para siempre, en la poética del fracaso.

Como diría Cansinos Assens, nos hemos acostumbrado a este “divino fracaso”. Naturalmente, como ocurre en todos los campos y derivaciones de una disciplina tan prostituida como es la Literatura, siempre existe algún poeta que ejerce de pope del momento, catapultado, generalmente, desde la porquería de sus versos. Porque la poesía de hoy en día ha enfermado de buenismo, esa corriente maligna que nos está destrozando. Todo vale, somos hijos del “déjalo estar porque alguien le gustará”, pero eso en las artes no funciona. Una emanación artística debe someterse a unos códigos estéticos, ya sean más o menos rígidos. Sin embargo, hoy por hoy se permite todo en la poesía, hay una barra libre de porquería que contribuye a enmudecer esas voces que, dentro del apocalipsis cultural y literario en el que nos movemos, merecen la pena.

Dada esta situación, me acerqué a un par de manuales que pretendían mostrar a los poetas de las últimas generaciones en España, y no encontré a uno sólo de los buenos. Quienes aparecen son meras marcas personales, esos que ahora fabrican una especie de poemas, por llamarlos de alguna forma (desconozco cómo denominarlos realmente), y mañana venderán perfumes, zapatos, presentarán telediarios o protagonizarán películas. Si eres poeta, y además no perteneces a una determinada capillita del vómito, no le pasas la mano por el lomo al mandarín de turno, no tienes absolutamente nada que hacer en un mundo en donde, ya de por sí, no tienes nada que hacer.

Como todo bascula hacia el abismo, antes de que los poetas desaparezcamos, voy a fijarme en algunos de esos excelentes autores que nadie conoce y que nadie conocerá jamás más allá de la biblioteca de su barrio (y eso con suerte). Los que no se bautizan porque no tienen padrinos, los que no pagan por aparecer en falsas antologías y que, simplemente, ese es su error, se dedican a lo más horroroso: trabajar el verso con toda su alma.

He pensado mucho en si terminar el artículo aquí, porque a nadie le interesarán los nombres que voy a consignar a continuación. Nadie lee poesía y nadie va a salir corriendo a buscar un ejemplar de los que menciono. Es más, es muy probable que no pudiera encontrarlo. Pero, si yo no hablo de ellos, si nosotros no hablamos de nosotros, ¿habrá alguien que lo haga?

Y empiezo convocando a una de las mejores y más deslumbrantes voces poéticas de las que disfrutamos en la actualidad. Bueno, disfruta él en su casa y yo de sus libros en la mía, y poco más. Se trata de Maximiano Revilla. Claro ejemplo de un poeta que podría llenar estadios con sus recitales. Propietario de una obra amplia, tanto en papel como en digital, creo que la mejor definición de su peculiarísima voz se encuentra en el poemario Pálpitos del tren que no vuelve (Vitruvio), aunque recientemente acaba de publicar con la misma editorial Un cuántico aleteo en la boca, donde prosigue desarrollando esa brillante y peculiar forma de hacer poesía.

Montserrat Doucet vive por y para la poesía. Respira poesía, come poesía, bebe poesía y duerme poesía. Todavía lucha con encono por sentirse poeta, no se ha cansado de batallar, de alzar la voz, de mostrarse. Su obra es muy amplia, pero yo destacaría un libro que debería aparecer en las historias de la poesía española de los últimos años, y que siempre será ignorado: se trata de la Serie Malevich (editorial Doce Calles), donde busca iluminar con sus poemas las pinturas del artista constructivista Julián Casado. Es una joya de rareza magnética, un álbum de poemas desprovistos de adjetivos, casi sin imágenes, que buscan recrear el extraordinario trabajo lumínico de las pinturas.

Decir Gloria Díez es mencionar a una poeta que bebe de las fuentes de la poesía más clásica, que adora a Rilke, y que ha publicado uno de los libros de mayor belleza que yo he leído en los últimos tiempos: Dominio de la noche (también en Doce Calles). Gloria Díez presenta una poesía sólida y delicada, con un destacado trabajo de las metáforas. Su poesía es todo un festival para los sentidos, recubierta de una capa de honda tristeza que, quizás, viene proporcionada por la propia hermosura de sus versos.

Por último, por detener la lista en algún momento, dado que podría seguir citando aquí a verdaderos poetas indispensables para la poesía española actual y ninguneados por un sistema perverso, Heberto de Sysmo. Este poeta ha escrito uno de los poemarios más originales y que más me han cautivado últimamente: La flor de la vida (en Lastura), todo un compendio universal y cuántico de aquello que nos hace humanos, pero también seres cósmicos. Una interpretación poética de la integración del hombre en la naturaleza.

Somos todos unos perdedores, es cierto, pero unos bellos perdedores, especialistas en encontrarle el reverso poético a la derrota. Nadie podrá quitarnos de la cabeza que, con lo que estamos haciendo, contribuimos a que las cosas sean mejores. Para eso sirve la poesía, la Literatura o la lectura de un libro. Aunque nadie se percate de ello e, incluso, lo desprecie. Ese desprecio también es poesía para nosotros.


domingo, 23 de julio de 2017

Librerías de segunda mano: en el Purgatorio de los libros


*Este artículo apareció originalmente en el sitio achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/librerias-segunda-mano-purgatorio-los-libros/

El pasado dia 19 de julio se cumplió el 60 aniversario del fallecimiento del escritor italiano Curzio Malaparte. No he encontrado ni rastro, ni una reseña, ni un comentario al respecto, por ningún sitio. Es como si Malaparte hubiera sido borrado de la memoria de la literatura, pero yo sé muy bien en dónde uno puede seguir hallándolo: en las librerías de segunda mano. Allí esperan, con los brazos abiertos entre el olor a papel viejo, numerosos volúmenes de sus obras. Y como el italiano, hay una legión de escritores que desde la ignominia del olvido soportan el purgatorio de los anaqueles polvorientos con un cartelito al lado que es como una especie de epitafio: “Todo a un Euro”.

Si aquellos lejanos días de publicación, de ser colocados en las tiendas, mencionados en prensa, y de verse mecidos en las manos de los lectores, fueron el paraíso para los libros de un buen número de novelistas, ahora, esos mismos ejemplares languidecen en el purgatorio medio oscurecido de la librería de segunda mano, a la espera de ser rescatados o, definitivamente, condenados.

La piel, de Curzio Malaparte y publicada en 1949, es una de esas obras que no merece semejante castigo. De entre lo mucho que escribió, es sin duda su obra maestra. Una inquietante reflexión sobre la guerra y la paz de los vencedores, que narra el avance de las tropas americanas por la Italia rendida y devastada al término de la Segunda Guerra Mundial.  En Nápoles, las madres prostituyen a sus hijas entregándolas a los soldados por dos dólares, hay una extravagante cena servida por un general americano en donde se degusta sirena, los sórdidos asuntos de sexo impregnan cada lugar… Todo ello narrado en un tono ácido y sarcástico, adornado con gotas neorrealistas y en el tono de una gran crónica periodística.

La novela fue rescatada, ya hace siete años, por la editorial Galaxia Gutenberg, que la revivió con una nueva traducción. Eso implica que las ediciones de La piel en la mítica colección Reno, salten a la vista del cazador de reliquias de segunda mano. Y Malaparte no podría quejarse, porque algunas de sus obras, poco a poco, han ido apareciendo en excelentes ediciones a cargo de Tusquets.

Esa colección Reno, tan inolvidable como sencilla de desencuadernar, fue lanzada por Plaza & Janes entre los años 1959 y 1984, un lapso de tiempo más que suficiente para editar 667 números en un catálogo delirante que muchas veces presentaba libros refundidos, acortados o resumidos. Entre el maremagno de títulos, convivían desde Sinhué, el egipcio, de Mika Waltari, que fue el primer ejemplar de la colección editado en dos tomos, hasta novelas del noruego Knut Hamsun, pasando por Pearl S. Buck, Ernest Hemingway, Hans Fallada, Sven Hassel, Stefan Zweig, Morris West, Isaac Asimov o Harold Robbins. Esta lista lo dice todo sobre el collage que la colección ofertaba, imposible de obviar en cualquier tienda de libros de segunda mano que se precie.

El segundo número de la colección fue Cuerpos y almas, de Maxence Van der Meersch. Todo un clásico del baratillo. Aunque el nombre sugiera otra cosa, se trata de un autor francés, que obtuvo su mayor éxito con esta novela, traducida a 13 idiomas, y que narra la vida del doctor Michel Doutreval y el ambiente de la Facultad de Medicina a finales de los años 30 del pasado siglo. La novela fue recuperada en una nueva edición por BackList, sello editorial que depende de Planeta.

Un asiduo de las librerías de segunda mano es el húngaro Laszlo Passuth, que de entre sus numerosos títulos avasalla en los cajones de ofertas con El dios de la lluvia llora sobre Mexico (Luis de Caralt editor), un retrato de Hernán Cortés que luego ha sido editado por otra joya para los bibliófilos, la colección Austral, pero en su versión más moderna. Y si de húngaros se trata, hay que detenerse en las novelas de Lajos Zilahy, muy numerosas en la colección Reno. Primavera mortal, recuperada por Funambulista, es un clásico del cajón de las ofertas.

Una escritora asidua a Reno, Vicky Baum, suele aparecer con su novela Grand Hotel. La novelista austriaca llegó a ver convertida en cine la obra, que narra las vidas de los personajes alojados en un hotel de Berlín cuando ya está cerca la Segunda Guerra Mundial, y fue protagonizada, nada menos, que por Greta Garbo; nuevamente editada por BackList. Suele encontrarse en el mismo estante que El astrágalo, de Albertine Sarrazin, curioso título de una novela sobre reformatorios y reinserciones de los delincuentes en la sociedad, basada en la propia vida de la autora francesa que, en una de sus huidas saltó una verja y al caer se rompió esa parte de la anatomía del pie. Ha sido reeditada por Seix Barral.

En lo alto del cuadro de honor de las novelas de segunda mano, aparece, en toda su grandeza, Madrid, Costa Fleming, de Ángel Palomino. Actualmente es difícil no encontrar una librería de usado que no posea cuatro o cinco ejemplares de la edición de Círculo de lectores del año 1973. La portada, todo un clásico, muestra dos manzanas, una sana y rubicunda, y otra perforada por un simpático gusanito, metáfora de la sociedad corrompida y viciosa que se ocultaba detrás de la impecable arquitectura moderna de la madrileña calle Doctor Fleming y su ficticio edificio Zivago, que bien podría ser un remedo del mítico y remodelado edificio Corea, en donde yo he vivido más de 45 años. ¿Existe una sola gota de literatura en esta novela? Eso es algo que aún tengo que dilucidar.

Por otro lado, podemos encontrarnos con La sangre, de Elena Quiroga, publicada en la legendaria colección Áncora & Delfín de ediciones Destino. La santanderina se consagró con esta obra que presenta un narrador muy peculiar: un árbol, un viejo castaño del pazo gallego El Castelo, que es testigo de cuatro generaciones de una familia. Y si removemos un poco los ejemplares polvorientos de nuestra librería de viejo favorita —la mía es Ábaco, que antes se ubicaba en la madrileña calle de Dulcinea, pero hace un tiempo que se trasladó muy cerca, a Raimundo Fernández Villaverde— podemos hallar La ciudad amarilla (Planeta) de Julio Manegat. Novela de 1958, se detiene en un día de la jornada laboral de un taxista barcelonés.

Estas son, tan sólo, algunas de las novelas habituales que nos saltan a la vista en cuanto pisamos una librería de lance. Suelen verse acompañadas de otras peligrosas compañías, como La hora 25 de Constantín Virgil Gheorghiu (en Reno, reeditada por esa extraña editorial de rocambolesco nombre: El Buey Mudo), diferentes novelas de Vintila Horia, pero sobre todo ese Dios ha nacido en el exilio (en Áncora & Delfín) que se detiene en la figura de Ovidio, o La noria (también en Áncora & Delfín) de Luis Romero.

Otro asiduo de este peculiar purgatorio es el norteamericano James Michener con su Hijos de Torremolinos (Plaza & Janés), una especie de novela de carretera sobre seis jóvenes que coinciden en el Torremolinos de los años 60. También es autor de un extraordinario libro, Polonia (Plaza & Janés) que recorre la sangrienta y dramática historia del País. Suele aparecer mucho, y es muy recomendable, una de esas obras maestras que no conviene dejar pasar.

Algunos de estos autores merecen su temporadita en el purgatorio, y otros, incluso, un prolongado descenso a los infiernos. Pero la mayoría de los libros con los que podemos toparnos en una librería de segunda mano necesitan regresar con urgencia al empíreo de los lectores, porque, además, se lo merecen. Esa es la grandeza de este tipo de lugares, que la suerte, o la casualidad, pueden abrirnos las puertas a una maravillosa lectura, algo que jamás podrán ofrecernos las grandes superficies con sus mesas de novedades, la tiranía de lo nuevo y el desprecio por la gran literatura.

La magia, el tesoro, aguarda escondido en una repisa, abandonado, a la espera de que nos topemos con él y le demos la oportunidad de cambiarnos la vida. Y sé de qué hablo: hace muchos años encontré en la librería Ábaco, sujetos con una goma elástica, tres volúmenes del novelista albanés Ismaíl Kadaré, a quién no conocía de nada.



martes, 18 de julio de 2017

Ronald Campos: Poeta de certezas y claridades


*Mantuve esta entrevista con el poeta Ronald Campos para el blog de pensamiento poético Verde Luna:

https://verdeluna2012.wordpress.com/2017/07/14/respuestas-de-la-tierra-en-los-albores-del-estio/


Ronald Campos nació en San José de Costa Rica, en 1984. Profesor de Lengua y Literatura en la Universidad, su obra publicada ya puede considerarse extensa y clave dentro del panorama poético de su país, con proyección en Hispanoamérica. Ha publicado los siguientes poemarios: Deshabitado augurio (2004), Hormigas en el pecho (2007), Navaja de luciérnagas (2010), Varonaria (2012), Mendigo entre la tarde (2013), La invicta soledad (2014) Quince claridades para mi padre (2015) y el poemario que ha propiciado esta entrevista, Respuestas de la tierra (2016).



1-En primer lugar, ¿qué significa la poesía para ti? ¿Por qué esa necesidad de poetizar la realidad?
La poesía no es una cuestión de palabras, decía Aleixandre. Hablar de poesía es tan inefable como lo que la misma poesía persigue. Acaso puedo decir que sea un centro, hacia donde el poeta se dirige a sí mismo y al poema y al lector, y un vehículo, laborado y creador, por medio del cual se llega a un ámbito cotidiano, es decir, fenomenológico y trascendente, profano y sagrado, real e irreal. De ahí que la necesidad de poetizar responda a concretar ese ámbito de manera que sea percibido e intuido por aquellos tres que, contingente y casualmente, se (con)funden en el siempre instante cuántico en que solo dicho ámbito tiene lugar.

2-¿Es el poeta un niño que juega con la realidad o un adulto que se refugia en el juego poético para defenderse de las ofensas de la vida?
Es un adolescente. El poeta está a medias entre el niño, al que regresa intuitiva y lúdicamente porque aprendió estas aptitudes de él, y el adulto, al que escucha y obedece a fin de tenderle trampas al lenguaje y al poder. Es un adolescente que está descubriendo constantemente su voz e identidades, a caballo entre lo que reconoce y acepta, y lo que le dicen debe ser. En medio de este estado, de esta tensión, el poeta, consciente de su capacidad contemplativa, intuitiva, de ensoñación poética e imaginación simbólica, explora la realidad acaso para refugiarse, acaso para renombrarla y, así, recrearla como la vive o no.

3-¿Qué significa para ti Castilla y lo castellano como objeto poético?
Castilla es parte de mi niño. Cuando comencé a escribir a los 17 años, visité la biblioteca de mi colegio y, al azar, llegué hasta dos poemarios que estaban yuxtapuestos: Cantos de vida y esperanza y Campos de Castilla. Los dos se convirtieron en centros y vehículos. Y, claramente, el segundo de ellos aportó un plano, un espacio que yo imaginaba como de libertad y, a la vez, de empoderamiento, de realización imaginaria y, por tanto, plena, en ese momento tenso que todo adolescente, y más uno gay, padece al (des)oír las voces de lo que debe ser y la que está buscando ser, decir. Castilla en mi adolescencia fue uno de mis primeros ámbitos cotidianos. Lo castellano, recientemente descubierto por mí en su materialidad física y simbólica, me ha revelado la heterogeneidad cultural que soy, y somos, a ambos lados del Atlántico, en tanto sujetos hispánicos. Porque lo castellano es, como parte de lo hispánico, también una voz de voces donde se escuchan cuánticamente lo indoamericano, lo hispano-cristiano, lo hispano-judío, lo hispano-musulmán y muchos más ecos.

4-En tu poemario Respuestas de la tierra vemos como sería Castilla mirada con ojos tropicales, pero ¿y Costa Rica, el trópico, visto con ojos castellanos? ¿Cómo sería?
El ámbito verde. Lo verde que a Castilla le falta y que, por ello, asombra, escapa de sus posibilidades, conduce a la ensoñación. Lo verde que, como todo lo americano y nuestra historia, a través de la poesía es manantío expresivo, caudal, potencia, montaña, centro de reunión que, aunque no lo reconozcan ni acepten quizás algunos ojos castellanos, es igualmente una voz de voces de lo hispánico. Costa Rica, en las fantasías actuales, es un paraíso, es “pura vida” y, tal vez, hasta un poco Keylor Navas; sin embargo, mi país, con su literatura y cultura, es un ámbito que invito, no solo a los castellanos sino también a todos los españoles, a descubrir, ya que podría sorprenderlos, a pesar de ser un territorio pequeño o inclusive incierto, pues muchos no saben ni donde se ubica.

5-En España, la mitad de los españoles ha escrito un libro, y la otra mitad lo está escribiendo… En Costa Rica… ¿la mitad son poetas y la otra mitad quieren serlo? Me ha parecido percibir un cierto cansancio poético allí, y una intención de revitalizar la narrativa… ¿es así? Entonces, ¿hacia dónde se dirige la poesía actual?
La narrativa, tanto en Costa Rica como España y en otras latitudes, goza de salud. Pero la poesía anda eufórica, enérgicamente desatada. En cada esquina se encuentra uno un poeta y así variedad de voces, ecos, cuchicheos, susurros, silencios. Como en todos lados, y esto es parte de la literatura en general, existen quienes desean monopolizar e institucionalizar lo que es la poesía; sin embargo, y para bien, se da la heteroglosia, aunque por esta misma razón existan poesías que gritan, poesías que cantan, poesías que repiten y, por suerte, poesías que, vinculadas a lo primordial y creador, balbucean. Hace un tiempo dejé de interesarme en hacia dónde se dirige la poesía; me interesa ver cómo conviven sus distintas manifestaciones, aunque dicha convivencia a veces lo lleve a uno a querer balbucear en solitario.


6-Háblanos un poco de tus maestros en poesía, de tus lecturas favoritas, de aquellos que más te hayan influido en la poesía y, por extensión, en la literatura. ¿Qué has encontrado en ellos?
Al inicio cité a Aleixandre. De él, sus formas, imágenes y ese ámbito cósmico donde los seres irreales —¡y qué más irreal que un sujeto homosexual pues está relegado a la irrealidad (la inexistencia e irrealización) dentro del ámbito real: el orden (hetero)patriarcal— combaten lo que deberían ser, sus enajenaciones culturales y se representan, son, viven, aman como cuerpos liberados con nuevos campos de percepción y afectividad de forma abierta y en conexión con la naturaleza, con la necesidad primigenia de pertenecer a los ciclos. Luego mencioné a Darío y Machado. De ellos, la heterogeneidad y la creación de los espacios poéticos adonde ir y llevar al poema y al lector. He estado (re)descubriendo últimamente a mis otros maestros y maestras del 27, así como a poetas hispanomusulmanes, hispanojudíos, indoamericanos y más contemporáneos, españoles y latinoamericanos, como Claudio Rodríguez, Lezama Lima, Esthela Calderón, entre otros. Sin embargo, el poeta que más ha influido en mí como persona, poeta y académico ha sido Laureano Albán. De él aprendí no solo técnicas, estrategias textuales, sino también a autodescubrir mi propia voz y perspectiva con respecto a lo que deseo y creo como poesía. Laureano ha sido mi maestro, mi amigo y le debo mucho. He dedicado tiempo y esfuerzo a estudiar y dar a conocer su amplísima y valiosa producción, la cual es sin duda cima, tanto como las de Darío o Neruda, de la poesía hispánica.

7-¿Qué opinas cuando te dicen o escuchas comentar que eres el próximo Laureano Albán? ¿Cuándo dicen que has heredado su poesía, su conciencia poética, o que serás un prolongador de su escuela lírica…?
Es un halago, pero no una verdad. Laureano Albán y yo hemos compartido durante mucho tiempo y hasta hoy sigo aprendiendo de él y, como dije, me enseñó lo principal: a descubrir mi propia voz. Coincidimos en la perspectiva trascendentalista, pero cada uno tiene su propia huella para devolver en forma de cantos los rastros del misterio. Nunca me he propuesto ser el próximo Laureano Albán. He leído y escuchado decir que yo soy el “Laureanito rosa”; lo de “rosa” por mi esfuerzo de enunciar y visibilizar lo homoerótico a través de mi palabra. Dentro del piropo, les agradezco porque reconocen también que mi obra estaría en un nivel y visión de mundo de alta calidad estética hacia la cual, con aciertos o no, he tratado de dirigirme, eso sí, conscientemente desde el inicio de mi carrera literaria. Por otra parte, Laureano Albán no tiene escuela. Él no enseña un método de escritura. Él ha llevado a que muchos encontremos nuestra propia voz. Esto lo saben mis compañeros del Círculo de Poetas Costarricenses y el Grupo Trascendentalista de Aranjuez. Más allá de nosotros, algunos le reconocen y agradecen tal enseñanza. Otros la niegan y aborrecen. O malentendieron o no pudieron entenderla, por cuestiones de ego o conveniencias editoriales y amiguismos. Cada quien sabrá, pero repito: Laureano Albán no tiene escuela: tiene magisterio, como demiurgo que es, y no ha hecho más que compartir sus aprendizajes, inquietudes, dudas y verdades a través de su poesía, ensayos, sobremesas, talleres, recitales, confesiones. Si seré prolongador de este acervo de conocimientos, no lo sé, pero me gustaría rescatarlo y darlo a conocer.

8-Si la poesía es un arma cargada de futuro… ¿qué es la narrativa? ¿Una bomba atómica? O una pérdida de tiempo…
Complicado nos lo pone Gabriel Celaya con esta metáfora. Yo no restringiría a la poesía la tarea o pretensión de soñar y crear ese futuro, esa utopía donde todos podamos convivir en la heterogeneidad que somos. La poesía hace lo que puede, como también la novela, y aun el ensayo, el teatro, el cuento y otros. Ningún texto literario puede entenderse como pérdida de tiempo; cada uno logra o intenta, a su manera, ser “arma cargada de futuro”; cada uno estalla, nunca destructiva, sino constructivamente en sus cómplices que lo reciben.

9-La poesía, un poema, el trabajarlo… ¿es más una cuestión de desperdicio de papel o de inspiración?
El papel aguanta lo que le escriban. Y así hay publicaciones. Son parte de la diversidad. Trato de leer lo que se publica, comprender esta vastedad, pero también selecciono según múltiples criterio. El principal de estos es el trabajo con la metáfora, el trabajo con aquello no que hace a la poesía poesía, porque ella no es ni tiene una esencia, pero por lo menos aquello que intenta volverla ese centro, ese vehículo otro y que por medio de un trabajo lingüístico, intuitivo, simbólico e ideológico lo cautiva a uno mismo y al lector, y nos hace pensar que tal poema es un ámbito de profundidad y mostración inasequible por otro procedimiento. Por tanto, creo que un poema debe trabajarse, no es el resultado de un proceso de inspiración, del impulso que todos tenemos, pues el impulso creador poético está en el lenguaje y es el más democrático de todos, decía Borges, en algún momento todos hemos dicho al menos una metáfora o escrito un poema; pero a la vez, decía él, el poema es aristocrático, pues pocos lo conciben y logran como concreción artesanal que implica meditación, trabajo y dedicación. A ello mismo se refería el propio García Lorca con su diferencia entre poesía y poema. Ahora, que los poetas actuales consideren que sus textos son un desperdicio de papel, me parece que, si fueran conscientes de ello, evitarían tal despilfarro, ya que los árboles nos son mucho más necesarios y urgentes hoy.

10-Despídete con un pensamiento poético.
El poeta es aquel quien mueve, desde la marginalidad, su palabra, para volverla eterna. Esta ha sido mi frase desde hace algún tiempo; por eso, y en honor de esta perseverancia y dedicación, me gustaría compartir, más que un pensamiento poético, un poema, adelanto de una próxima depravación de la luz:


HABITAR EL MILAGRO

“Mi religión es la religión del amor,
dondequiera que se vuelvan sus cabalgaduras”

Ibn ‘Arabi (1165-1240)

No nos importa si
nuestro amor no es legal.
Tú y yo somos hombres-mujeres,
mujeres-hombres
y juntos otra cosa.
Nuestra sombra andrógina, ¡ya ves!, es un desastre.
Y ellos no pueden verlo, no por ciegos, sino
porque no es de estas sillas
y es de estas sillas.

Nuestra habitación, Franklin,
no temas, no es un encierro.
No es que triunfaran
insultos o amenazas.
Es que desde adentro le hacemos
el amor al bullicio,
depravados de luz,
voranescos de asombros,
con todo un antemar en el oído,
para escuchar lo blanco
distinto en las gaviotas,
para que tiemble
lo eterno
como solo Dios puede en sus espejos.

Desde adentro le hacemos
el amor a la injuria, Franklin.
Con tu cabello perdiéndose donde
ambinacen mis piernas,
¡adelantándose entre la niebla nuestras manos
juntas!
   Una
Descubriendo que el mundo
también había nacido en ella, pues
siempre           siempre
el verdadero espacio
nace del corazón

vertical de la luz.

jueves, 13 de julio de 2017

Género negro y panorama oscuro: la novela que vino medio muerta de frío


*Este texto apareció originalmente en el sitio Achtungmag.com: 
http://www.achtungmag.com/genero-negro-panorama-oscuro-la-novela-vino-medio-muerta-frio/

Hace unos pocos días recibí la novela Hijos de la Stasi (HarperColllins Ibérica), de David Young, una novela negra que viene avalada por muy buenas críticas y un gran premio literario. Desde luego, no defrauda las expectativas, y es un texto sólido y bien construido que excede el traje de novela de género. Porque la llamada novela negra se reviste de unos códigos férreos que, muchas veces, hacen que las historias sean flojas, los personajes planos y todo ello, en general, vacío de contenidos. No nos engañemos, escribir una novela de género, sea cual sea, muchas veces es la mejor forma de disfrazar la falta de talento. Sin embargo, en otras ocasiones, por entre las rigurosas reglas que marcan los códigos genéricos, florece el genio

Durante muchos años me he mantenido fiel a una máxima: no me gusta la novela negra, me gustan James Ellroy y Phillip Kerr. Verdaderamente, si lo pienso detenidamente, ni siquiera esto es verdad, pero hay muy pocas cosas verdaderas en las afirmaciones de un escritor. En cualquier caso, y en esta época veraniega en donde las listas de libros recomendados florecen junto a los mojitos, las piñas coladas, los bares de piscina y la paella de arroz pasado, el terreno parece abonado para una proliferación de lecturas de novelas de género: la novela histórica y la novela negra se llevan la palma entre los lectores playeros o entre aquellos que hacen cola y aguardan en la sala de embarque a que toque fin su pesadilla aeroportuaria anual.

James Ellroy, el perro rabioso de la literatura norteamericana, ha sido vacunado y domesticado, si me atengo a su último y desmayado trabajo, Perfidia (Random House) una de las novelas más flojas, si no es la peor, que haya escrito en su dilatadísima carrera, bien repleta de obras maestras. Por ello, debo rectificar: no me gusta Ellroy, tan sólo me gustan algunas de las novelas de Ellroy. De entre ellas, tengo que destacar El asesino de la carretera y dos de las obras que integran su trilogía Americana o de los bajos fondos: América y Seis de los grandes. La monumental trilogía se cierra con Sangre vagabunda, todas ellas publicadas por Ediciones B, una obra que ya muestra la tónica de los últimos trabajos de Ellroy, pérdida de chispa, escritura rutinaria, personajes estirados hasta lo insostenible y una trama endeble.

Por su parte, Phillip Kerr me deslumbró con Una investigación filosófica (Anagrama) en su momento una de las novelas negras más originales que había leído. Y luego me decepcionó con su aclamado ciclo de novelas sobre el detective Bernie Gunther, esa Trilogía berlinesa que ahora ya alcanza una serie de 11 entregas. La fórmula de Kerr es una técnica exitosa en la novela de género. Desde hace mucho tiempo, las editoriales han pensado que no hay nada mejor como cebo para un libro que envolver su trama en un devenir concreto de la Historia. Cualquier asunto, unos amoríos turbulentos, un triángulo amoroso o un crimen, adquieren relieve si se saben imbricar en los mimbres de un periodo histórico determinado.

De esa forma, las novelas de género negro han insertado, a veces con calzador, sus crímenes en la Alemania nazi, en el antiguo Egipto, en la Roma de los Césares, en el Telón de Acero… Ubicar esos textos en un tiempo histórico concreto requiere de un exhaustivo trabajo de documentación y ambientación. Y claro, muchas veces estas novelas chirrían. Afortunadamente, dentro de este marasmo de autores y libros, siempre sobresalen aquellos que poseen el talento suficiente para ir contra el dictado del mercado editorial.

Una novela que resiste y resiste el paso de las modas, y el pensamiento único del consumismo desaforado en la mesa de novedades, es El complot mongol, del mexicano Rafael Bernal. Publicada en 1969, se considera como la primera novela de género negro mexicana. Conocía esta obra ya desde hacía unos años. Tuve la oportunidad de leerla en una vieja edición hispanoamericana y ahora, afortunadamente, Libros del Asteroide ha decidido publicarla en uno de sus cuidados volúmenes. Su protagonista, el detective Filiberto García, ese “fabricante de muertos pinches”, tal y como se define, no merecía menos.

Gesualdo Bufalino no fue un escritor de novela negra. Y Gesualdo Bufalino tampoco fue escritor durante gran parte de su vida, puesto que el éxito le llegó a los 60 años. Entonces, uno de los más brillantes autores italianos del siglo XX, publicó un puñado de novelas extraordinarias y, entre ellas, una pequeña obrita maestra titulada Qui pro cuo (Anagrama). La novela, bastante corta —175 páginas que se devoran en un instante— es un homenaje a Agatha Christie y un ejercicio de ese humor barroco del italiano. Como el mismo definía su novela en un texto introductorio, se trata de “una excursión dominical a los terrenos de la novela policiaca”. Y, además, el libro trata de la muerte de un editor en su casa de vacaciones… (no negaré que esta perspectiva me cautiva).

Llegamos al agónico panorama literario español, que en este asunto de la novela negra no es ajeno al desastre literario general en el que vivimos inmersos. Se escriben y se publican una cantidad de este tipo de obras, un género que resulta un varadero para tipos sin talento, un contenedor de fracasados, desaprensivos y diletantes. De hecho, algunos de los grandes popes del género han perpetrado los productos literarios más infames que se hayan publicado en nuestro país. Estos productos literarios, o emanaciones culturales, porque me niego a calificarlos como novelas, han copado —y copan— las listas de los libros más vendidos y desfilan, arrogantes y altivos, ocupando su sitio de privilegio sobre las irritantes mesas de novedades de las librerías.

Afortunadamente, siempre se cuelan por un túnel o una alcantarilla, depende del momento, escritores que sí merecen la pena y, de esa forma, dignifican esta profesión a la que me dedico y que a veces es comparable a la de un paria que rebuscase su sustento entre las miasmas de un basurero. No son muchos, es cierto, pero no quiero dejar de mencionar aquí a algunos como Esteban Navarro (al que dediqué mi primera entrada de El Odradek en Achtungmag), toda una máquina de crear ficciones con una larga producción literaria, y a un joven y prometedor escritor, Alejandro Feito que, en su ópera prima titulada La caricia del verdugo (Planeta), nos presenta a un sicario muy peculiar: Radu Dumukrat, un romaní inmerso en una novela que tiene mucho de polar —el cine policiaco francés de los años 60 y 70—. Tampoco voy a dejar pasar aquí una de las novedades más interesantes del año, un brillante ejercicio que mezcla el cine, el suspense, y un grupo de espías: Gilda en los Andes (Berenice) de Fernando Marañón, y que en un momento determinado desplaza su acción a terrenos árticos como una hiriente deconstrucción, cargada de mala leche, de esa moda que nos invade: la novela nórdica de crímenes y detectives.

Así es la realidad de la novela de género, achacosa en este país en donde unos pocos pretenden hacernos creer que goza de una salud inmejorable. Tal vez dedique otro momento a comentar los problemas y deterioros que ha experimentado la novela histórica, el otro gran género veraniego, y reflexione sobre el infinito daño que han hecho Dan Brown o Ken Follet. Si en la novela histórica hubo un momento en que todo eran códigos a descifrar o catedrales que construir, parece que en la novela negra, últimamente, las referencias son esos impersonales detectives nórdicos importados de los ficticios Estados del bienestar. Lo que se lleva ahora es el muerto del Ikea, el crimen vikingo o el misterio que vino del frío. Sería muy bueno que alguno de los capos de la novela negra española se fijase en Goya y en su Duelo a garrotazos para recuperar, así, nuestra carpetovetónica tradición del navajazo de Albacete y la ginebrita con limón.

Porque España no es país de Martinis agitados ni revueltos, ni de bourbon, ni siquiera de chicas que sueñen con una cerilla y un bidón de gasolina (aunque esto resulte difícil de creer) y el camino del epígono, siempre, es un viaje directo hacia el aburrimiento que termina en fracaso.




lunes, 10 de julio de 2017

Foster Wallace, La Broma Infinita, y todos esos libros… ¿imposibles de leer?





  *Esta entrada apareció publicada en el sitio achtungmag.com:
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El verano es un tiempo que parece especialmente indicado para dedicarlo a la lectura. Y así lo comprenden numerosos suplementos culturales que se apresuran a lanzar sus listas de libros recomendados para sobrellevar el tiempo de playas y chiringuitos. En esas enumeraciones de novelas siempre suele aparecer lo mismo: género negro, mucho best seller, novela de aeropuerto, novela de piscina y textos facilones con los que hacer la digestión del gazpacho y el melón. Estas listas suelen ser un compendio de ignorancia literaria, pero ninguna me ha soliviantado más que una sobre aquellas novelas que nadie ha leído y que, durante el veranito, un osado lector con el tiempo del ocio escurriéndosele de entre las manos, podría atreverse a leer.

La perversidad de plantear una lista de novelas que nadie ha leído, encierra, al menos, tres errores: el primero, dar por hecho que ningún lector haya sido capaz de enfrascarse en una lectura satisfactoria de Crimen y castigo, El Quijote, Anna Karenina, Guerra y Paz o el Ulises. Evidentemente, eso no es así, y la ignorancia del recopilador, o al menos su incapacidad literaria que hace extensible a los demás lectores, en ningún caso puede ser pandémica. El segundo fallo radica en presuponer que estas obras, por difíciles, solo pueden acometerse en el páramo del aburrimiento estival, cuando cualquier novela, por intrincada que sea, puede leerse en un viaje de metro, a la hora de comer un menú del día o, incluso, como una forma de encontrar algo placentero que hacer más allá de la televisión y la champions, al regreso de una agotadora jornada laboral. El perpetrador de la lista concibe la literatura como castigo y sacrificio, no como diversión.

En tercer lugar, y este es el peor error de todos, es la convicción de que los textos enumerados son libros imposibles de leer. Como si el escritor fuera un sádico maniaco que buscara torturar al lector, cuando es, precisamente, lo contrario. Me explico: hace ya un tiempo que tuve la suerte de defender mi tesis doctoral de casi mil páginas. Uno de los miembros del tribunal se planteó la cuestión de si un trabajo tan extenso era adecuado, dado que la moda estaba llevando a elaborar tesis de menos de 300 páginas, para concluir que por supuesto era más que pertinente, y que no existían textos difíciles, sino lectores poco preparados. Esta afirmación es el pilar fundamental que desarma la génesis de la lista de novelas que nadie ha leído porque son imposibles, dada su complejidad.

El problema no radica en Proust, en Joyce, ni en su En busca del tiempo perdido o en el Ulises, el problema se encuentra en la incapacidad del lector moderno: nos han acostumbrado a libros breves, de escritura insulsa y predecible. A basura. Cualquier novela que pretenda exigir un ejercicio intelectual por parte del lector es, automáticamente, un ladrillo; una pesadez, un libro imposible de leer.

Lo que más me enfada de esa lista de libros que nadie lee, es toparme en ella con La broma infinita de David Foster Wallace. Creo, sinceramente, que Foster Wallace es el Cervantes de nuestra época, y su libro, aunque se publicó en 1996, es el Quijote del siglo XXI. Sus protagonistas son una especie de Alonsos Quijanos, que, en lugar de luchar contra molinos de viento y odres de vino, lo hacen enfrentándose a las drogas, la violencia, la competitiva sociedad de consumo, la incomunicación y la soledad.

En efecto, La broma infinita es un tratado aterrador sobre la incomunicación. Sobre cómo el mundo moderno en donde pretenden que nos sintamos tan cómodos es en realidad el lugar más cruel. El libro, de 1216 páginas y repleto de extensísimas notas a pie de página, puede desesperar a quienes se acerquen a este universo desolado que es la escritura de Wallace con la idea de encontrarse ante una novela convencional. En las primeras 400 páginas se abren y abren historias, que aparentemente no parecen tener mucha conexión unas con otras, en una sublimación de la fragmentación. Pero bien mirado, no es nada que no ocurra, por ejemplo, en la nueva entrega de Twin Peaks, que narrativamente hablando debe mucho a La broma infinita y al universo que pone en pie.

Foster Wallace nos regala una enorme galería de personajes, de historias fascinantes, retratadas con una lentitud que permite recrearse en los detalles y saborearlos, porque nunca la máxima fue más cierta como con esta novela: lo importante no es terminarla, alcanzar su página mil y pico, no, lo verdaderamente importante es el viaje literario, el recorrido. Ese inexplicable placer que produce el permanecer durante semanas inmersos en la Academia de Tenis Enfield, en la casa de desintoxicación, compartir las horas con unos personajes que dejan una huella indeleble en el lector: Michael Pemulis, Hal Incandenza, Ken Erdedy, Emil Minty, y mi favorito, Emil Gately, todos ellos son personajes cervantinos. Por tanto, personajes inolvidables al identificarse con cada parte de nosotros que siente miedo, alegría, tristeza o indefensión.

La novela, a la que quizás deba dedicar una futura entrada comentando algunos de sus innumerables recursos y aciertos, analizando los motivos que la convierten en un texto tan fundamental, no es en absoluto un libro ilegible ni imposible de abordar. No se puede ser más injusto a la hora de ubicarla en una lista tan infame. Háganme caso, si así lo consideran oportuno, y tómense un tiempo para leerla: entre la esterilla y la crema solar, entre los torneos de fútbol veraniegos, encuentren un merecido hueco y descubran los motivos que hacen de la literatura un arte tan extraordinario y singular, capaz de colmarnos de una alegría incomparable a la que pueda proporcionarnos cualquier otro entretenimiento. Superior, incluso, a un gol de Cristiano Ronaldo.

Créanme: el principal objetivo de una novela es entretener. Que el lector sienta el tiempo detenido alrededor y, cuando retorne del viaje, sea un poco más feliz. Y si alguien concibe la lectura como un suplicio, entonces, o no ha entendido nada o debe volver a empezar por la primera cartilla, para deleitarse con la súbita inmediatez del placentero mensaje que se encierra en mi mama me mima. Si también eso les resulta complejo, o pesado, siempre pueden ponerse a ver la película.