martes, 4 de julio de 2017

Atormentados y de moda: el regreso de Stefan Zweig y Sylvia Plath



*Este artículo fue publicado, originalmente, en el site Achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/atormentados-moda-regreso-stefan-zweig-sylvia-plath/

Atormenados y de moda: el regreso de Stefan Zweig y Sylvia Plath

El estreno de una película, Adiós a Europa de la directora Maria Schrader, ha reactivado al escritor austriaco Stefan Zweig, que ha vuelto a ponerse de moda entre un buen grupo de lectores. Sin embargo, Zweig no es el único autor que ha regresado y ocupa mesas de novedades en las librerías. En las Redes Sociales, más concretamente entre los bibliófilos de Instagram —en efecto, los bibliófilos también estamos en Instagram—, se reivindica la figura de la poeta Sylvia Plath y de otros autores torturados que han terminado suicidándose. ¿Es el tormento, el sufrimiento, la condición natural que fomenta la creación artística?

El asunto de los escritores suicidas es un tema que puede parecer algo manido. Pero no voy a hablar tanto de escritores y suicidio como de creación artística y enfermedad. Esta semana me he topado con varias afirmaciones al respecto, que terminan concluyendo que en un espíritu atormentado por el dolor se encuentra el germen de la genialidad.

En primer lugar, ese retrato desbocado de un tan insoportable como brillante Thomas Wolfe en la película El editor de libros —que no, que no tiene nada que ver con ese otro Tom Wolfe, el de La hoguera de las vanidades—. Wolfe, un volcán de genio en erupción, falleció muy joven, con el cerebro repleto de tumores. ¿Hasta qué punto esa enfermedad, que le devoraba, no era culpable de su brillante prosa y de sus novelas deslumbrantes?


Una primera respuesta a esto la he encontrado en unos párrafos de mi última lectura, Diario. Una novela, de Chuck Palahniuk (Debolsillo). En ellos, uno de los personajes enumera a una serie de genios y sus afecciones, que muy bien podrían ser claves en el asunto. Así, Miguel Ángel era un maniaco-depresivo, Robert Schumann empezó a componer música tras la parálisis de una de sus manos y abandonar su faceta como concertista de piano, Nietzsche padecía sífilis y Mozart sufría de uremia. A Paul Klee un escleroderma le encogió músculos y articulaciones y Frida Kahlo soportó una espina bífida y las piernas repletas de llagas. Estaba Lord Byron y su pie deformado, las hermanas Brontë y la tuberculosis, Flannery O´Connor y el lupus… y esa conclusión a la que llegó Thomas Mann: los grandes artistas son grandes inválidos.

Y claro, la lista es interminable, hay muchos más que no aparecen enumerados en la novela de Palahniuk. Personalmente, siempre me llamaron la atención Giacomo Leopardi y Max Blecher. El poeta italiano tuvo terribles problemas de espalda en la infancia que lo dejaron deforme y lleno de jorobas, junto a un cuadro de raquitismo que lo condenó, toda su vida, a ser un hombre de una salud extraordinariamente enfermiza. Las cefaleas, el asma, y en el último tramo de su vida le pérdida de visión, lo angustiaron sobremanera hasta que un paro cardiaco puso fin a su existencia con apenas 39 años. Sin embargo, fue una vida más que suficiente, porque el genio en explosión había dado a la poesía algunas de las composiciones más bellas de la historia. Para los que no lo conozcáis, os recomiendo la lectura del poema El Infinito, cumbre del romanticismo.

La historia del rumano Blecher resulta estremecedora. Aquejado de tuberculosis de la columna vertebral, el tratamiento a principios del siglo XX de esta afección consistía en encofrar al paciente en un corsé de escayola en donde soportaba sus últimos días, siempre aprisionado en posición horizontal. Ese fue el caso de Blecher, que inmerso en semejante pesadilla personal, fue capaz de dar luz a varias novelas, y entre ellas a una obra perturbadora: la novela Corazones cicatrizados (Pre-Textos), que muestra a un narrador desasosegante. Blecher falleció con 28 años.
No quiero dejar de citar aquí a los escritores Robert Walser y Franz Kafka, asiduos de los sanatorios, de quienes me ocuparé en alguna otra columna en otro momento, para ocuparme, finalmente, de Sylvia Plath y de Stefan Zweig. La poeta norteamericana parecía tenerlo todo, pero la angustia, la frustración y el miedo al fracaso, la llevaron, un día, a meter la cabeza en el horno de gas mientras sus hijos jugaban en la habitación de al lado. Semejante imagen, de una contundencia aterradora, está en consonancia con la mayoría de su poesía. No, Sylvia Plath no es una poeta de un lirismo delicado, en sus composiciones siempre corre un profundo río oscuro de pánicos y traumas: la severa figura del padre que culmina, incluso, en cierto complejo de culpa por alegrarse de su muerte, y la compleja relación tóxica de anulación personal con su marido el poeta Ted Hughes, siempre presentes en sus versos.
Basta leer el poema Los maniquíes de Múnich, o Lady Lázaro, para percibir a una mujer obsesionada con la muerte. Ya en su novela de juventud La campana de cristal (Edhasa), con cierto contenido biográfico, narra cómo ha coqueteado con un intento de suicidio infructuoso. Al parecer, Sylvia Plath sufría de trastorno bipolar, lo que no le impidió llevar a la poesía norteamericana del siglo XX a una de sus grandes cotas. Un brillante volumen de su obra poética completa y bilingüe se puede encontrar en la edición de Bartleby.

Y para saber más del mundo atormentado de la poeta, recomiendo la biografía escrita por Linda W. Wagner Martin y publicada por Circe, además del ensayo sobre el suicidio de Al Álvarez, titulado El dios salvaje: el duro oficio de vivir (Emecé). Álvarez era amigo de la escritora y, además, de otra gran poeta norteamericana que compartía talleres literarios y sesiones de terapia con Plath, y que se suicidó inhalando del tubo de escape del coche: Anne Sexton. Recomiendo poner en perspectiva las poesías de ambas mujeres. Su poesía completa está editada en la imprescindible edición de la editorial Linteo.

Y llego al asunto de Stefan Zweig, uno de los escritores con mayor olfato literario y oficio narrativo que haya visto la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, su suicidio, atormentado por el mal del hombre, por su creencia absoluta en que los nazis triunfarían y perpetuarían su reinado de terror, lo llevo a quitarse la vida a los 60 años, junto a su segunda mujer, en la brasileña localidad de Petrópolis, donde se había exiliado. Eso nos privó de un autor en su momento más dulce, y no sabemos qué cantidad de novelas magistrales le quedaban todavía aún por escribir. Gracias a la película a la que me refería más arriba, Zweig ha vuelto una vez más entre nosotros, aunque los esfuerzos por recuperarlo son todos ellos atribuibles a la espectacular tarea editorial que El acantilado ha venido realizando en los últimos años con su obra, que se cuenta por reediciones y reediciones.

Sin embargo, una pequeñita sombra ha oscurecido últimamente mi militancia incondicional en el escritor austriaco: está siendo empleando por muchos chamarileros culturales para reivindicar sus refinados gustos literarios, colocando su apresurado conocimiento de Zweig como la medida del buen gusto y la intelectualidad. Incluso un programa de libros de la televisión se atrevió a una cosa semejante, y el amigo Zweig, un desmesurado torrente narrativo, puede admitir bien el forrado de sus libros, incluso que los paseen y manoseen entre estación y estación de metro, pero nunca que un programa de televisión lo elija como medida de lo bueno y lo malo en literatura y pretenda que batalle con las 50 sombras de Grey o los best seller catedralicios. Es una lucha, la del postureo cultureta, de la que nunca podrá salir bien parado. Y al final, nos lo terminarán arrebatando un poco a todos… incluso a esa rara especie que somos los bibliófilos de Instagram.


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