jueves, 20 de febrero de 2014

Sociocrítica del lector perverso



Mi mamá me mima.

Dado semejante texto, refleja muy bien a las claras, desde el estudio de la psicocrítica, una tormentosa relación incestuosa del narrador protagonista y, más en el fondo, de lo que frustra a su autor.

miércoles, 19 de febrero de 2014

La reserva literaria de Leopold Writing




Tratamos de preservar la literatura, me aseguró muy orgulloso Leopold Writing, emboscado tras aquellas gafas con narices y barbas que le daban un aspecto a lo profesor chiflado, de bromista ataviado con prótesis jocosas. Y con una mano me animaba a recorrer las instalaciones.

Mucho me habían hablado y mucho había escuchado yo de aquello que calificaban, quizás de una manera algo rimbombante, como “reserva literaria”, el último lugar donde podría sobrevivir la literatura ante la pujanza del mundo digital, de lo audiovisual, del ímpetu de nuestros tiempos modernos que eliminaban el soporte de la lectura, de la cultura, que aniquilaban los vehículos del saber de una forma medieval, arrollado todo lo no inmediato por la ducha cibernética y youtubesca.

¿De modo que es aquí, se trata de esto?, no pude evitar comentar sorprendido, cuando accedí al recinto de la “reserva”: ante mí, un pabellón techado por una cúpula opaca cuyos límites, es decir el cierre de sus paredes al extremo, era imposible atisbar. Perfectamente alineados, uno junto a otro, los cubículos que albergaban los “dioramas vivos”, por millones. Entre las filas, las hileras, las manzanas de los dioramas, los técnicos iban y venían con ajetreo, montando en sus patinetes eléctricos. Comprobaban que todo se desarrollase a la perfección, que las escenas de los libros se repitieran, una y otra vez, sin errores.

Leopold Writing me animó a contemplar las vitrinas desde cerca: miniaturas con detalles de realidad asombrosa que cobraban vida tras los cristalitos: aquí, la Regenta marchaba en procesión por las calles de Vetusta, y descalza, como transfigurada en una virgen por el dolor religioso; allá, Don Quijote caía derrotado en las playas de Barcelona con la flema del fracaso y la cordura pintada en la cara; delante, Pascual Duarte descerebraba un perrillo de un escopetazo con el gesto frío y el corazón espeso… En otro diorama, Oskarcito Matzerath confundía a la tropa de un desfile nazi con los redobles de su tamborcillo, repiqueteado con golpecillos sañudos y de pequeñitas manitas, o el artero Ulises lustraba con la sangre de los pretendientes la aurora de rosados dedos…

¿Pero… cómo… es… posible?, acerté a preguntar entre balbuceos de incredulidad. La respuesta era sencilla, me dijo con una sonrisa que desbrozaba las barbas de Leopold Writing, la clave de esos dioramas vivientes que preservarían las escenas literarias eternamente se encontraba en una máquina: la Rastra Proteica. Y me la mostró: por un extremo de una caja que se asemejaba a un buzón de correos, se introducía un ejemplar del libro. Acto seguido, la Rastra del interior rasgaba, desgajaba y reducía a pulpa el volumen, dejando escapar un humo blancuzco que inundaba la vitrina adyacente. Cuando el humo se disipaba, tomaba vida la escena del diorama.

Sin embargo, dos eran los problemas con los que semejante maravilla amargaba a los técnicos: la Rastra Proteica elegía las escenas de la novela, al parecer, sin criterio ni control alguno, y además el libro quedaba completamente destruido, lo que era un gran inconveniente en una época en donde estaban desapareciendo los textos. El proceso dejaba la gran paradoja: para preservar la literatura y plasmar una de sus inmortales escenas en un diorama milagroso era necesario desintegrar uno de los escasísimos y ya valiosos libros. Un departamento de investigadores seguía peinando el planeta a la búsqueda de librerías que conservaran volúmenes de clásicos, y que no fueran esas dependencias virtuales de e-books o dispensadores de gadgets literarios que florecían en los grandes almacenes y supermercados o junto a los andenes del metro. El best-seller de turno se podía añadir al carrito de la compra en un cartucho del tamaño de un usb, junto a los yogures desnatados o la lejía. Ante semejante crisis, se peinaban almacenes, tiendas, colecciones privadas, en busca de novelas que someter a la Rastra Proteica, antes de su completa desaparición.

A un lado de una sección de los maravillosos dioramas se encontraba una dependencia de seguridad. Cuando pregunté sobre ella, Leopold Writing se lo pensó un instante, con un gesto que torció su boca y su barba, pero se decidió a dejarme entrar. Al abrir la portezuela una fetidez insoportable me sacudió la cara. Son los libros fallidos, me explicó, la Rastra inunda con un humo negro y denso, pestilente, las vitrinas, pero no conseguimos nada más… El humo permanece estancado expandiendo este mal olor durante meses… Un olor que se nos agarra a la ropa, se nos pegotea a la garganta y nos destila desde las narices.

¿Qué libros eran aquellos que provocaban esa excrecencia turbia y densa? ¿Con qué tipos de narraciones la Rastra se había atascado, atragantado?  Leopold sonrió maliciosamente, para luego prorrumpir en algunas sinceras carcajadas a la vez que mencionaba algunos de los títulos y sus autores: Mémez Verte, Sanchís Dragonte, Saray Auriga, Mudaina Grandeza, Daniel Marrón y su exitosa El cartapacio de Boticelli… todo un compendio de famas fugaces, egos indigestos, tramas insinceras y personalidades repulsivas; todo un puñado de premios traicioneros, loas falsarias, mercadeos editoriales y mentiras literarias.

Cuando me despedía, cometí el error. El gran error que echó a perder la “reserva literaria” y aniquiló para siempre a millones de dioramas vivos que reproducían a Dickens, a Kafka, a Proust, a Tolstoi, que daban vida a Gregorio Samsa despertando convertido en insecto, tras aquél sueño agitado, y a Josef K. degollado en el descampado con la última visión en su retina de la silueta de un vecino de un edificio cercano; a la Maga y a Holden Caulfield, a Sancho Panza y a Lanzarote del Lago… Pedí una prueba, un intento, el que sometieran a un ejemplar de mi única novelita, que me había auto editado hacía ya como unos diez años, al implacable juicio de la Rastra, mientras ya la estaba sacando de mi maletín…

Como mucho, aseguró Leopold Writing, llenaremos de humo negro otra vitrina, eso en el peor de los casos, y me guiñó un ojo, con la seguridad de que mi calidad literaria alumbraría un diorama vívido y podría maravillarme con la visión de mis personajes en miniatura evolucionando detrás de los cristalitos. Ya me imaginaba representada la escena principal del libro, cuando el protagonista desenmascara a un criminal de guerra que se hace pasar por el patrón de un barco de recreo en las playas de Venezuela…

Haga usted los honores, me ordenó con tono apacible y seguro Leopold Writing, y dejé que un volumen de Damero de Satanás, que así se titulaba mi novelita, se deslizara buzón abajo, ansioso por presenciar una fumata negra de pestilencia persistente y nublar así para siempre mis aspiraciones literarias, o una blanca nube de talento que al disiparse dotaría de vida a mi obra, de la vida que todo autor ansía alentar en sus novelas.

Todo ocurrió muy deprisa, no pudimos reaccionar: la Rastra empezó a emitir unos ruidos extraños y aterradores, unos crujidos estremecedores, y una humareda asfixiante; entre la bruma, llorando por los gases, pudimos ganar las salidas de emergencia, no sin antes contemplar como los personajes de mi novelita, los positivos y los negativos, es decir los buenos y los malos, codo con codo el criminal de guerra, el protagonista, la chica, la femme fatal, el secundario chocarrero y el que moría a poco de aparecer en la narración, el que hacía de escritorucho y el que hacía de periodistilla, la vidente y la poeta suicida, todos ellos, juntos y a una, devastaron a golpes, patadas, puñadas y mordiscos las vitrinas, las urnas, los dioramas.

No entiendo cómo pueden comportarse de una forma tan violenta… grité junto a Leopold Writing, mientras corríamos en nuestra huida… Será cosa de que estos personajes tuvieron una infancia atormentada o tal vez un padre autoritario que ha generado esas acciones violentas, traté de justificarme. Leopold se detuvo y me agarró por las solapas, acercó su rostro y sus barbas hasta casi rozarme la piel con ellas y me gritó: ¡Imbécil, esos personajes son de ficción, no han tenido ni padres ni madre ni psicología, sólo han vivido los minutos que han pasado enlatados en la cabeza de su autor, en la cabeza de usted! ¡De donde ni debieron salir jamás! ¡Diletante!

Esos, mis personajes sin pasado ni bagaje freudiano, las obras maestras y barrocas de mi diletancia literaria, incendiaron la nave: un brutal estallido suspendió en la atmósfera los pedazos del recinto de la “reserva literaría” que, durante meses, estuvo goteando su lluvia ácida y corrosiva sobre la arquitectura de la ciudad y, unas veces un pedacito del brazo de Lázaro de Tormes, un piececito de Tristana, las manos de Werther o ciertas vísceras de Madame Bovary, caían sobre los parabrisas de los coches, los campos de fútbol o las mesitas de los cafés, con evidente fastidio de los conciudadanos que, con un gesto de asco, los apartaban de un manotazo, para siempre, de sus vidas.

Y luego, se limpiaban las salpicaduras, metódicamente, de la grasilla que se había abrazado a los cristalitos de sus gafas y pedían otro latte macchiato, un vermut Yzaguirre o una ración de pajaritos fritos.

martes, 18 de febrero de 2014

Retal de tertulia



Del retazo de una tertulia:

Ella: Hoy en día, ¿cómo podemos definir lo que es, realmente, un escritor?
Otro: Un escritor se define... pues así… como alguien que escribe.
Y Yo: Un escritor es un desgraciado.

jueves, 13 de febrero de 2014

hitler de carnestolendas



de aquella época recuerdo el frío, el frío de tu casa, eso por encima de todo, y también las ganas de escribir, las ganas que tenía de escribir y de cómo me atrincheraba en tu pisito, pequeño y sin calefacción en un ático cochambroso de alonso martínez y, en efecto, yo quería ser escritor y tú ni tan siquiera te planteabas eso, salías de casa todas las mañanas camino del trabajo en la empresa de tele-marketing y me dejabas allá, en la soledad helada que habíamos intentado calentar durante el desayuno utilizando la vetusta chimenea, quemando unos tocones de papel prensado barato y cutres que apenas daban calor

de aquella época recuerdo eso, mis intentos por escribir, entonces una novela que acabó en el fondo de un cajón y junto a otras tantas aspiraciones de mis fracasos y recuerdo también que en aquella época, por entonces, no había ni facebook ni twiter ni redes sociales ni nada de eso, y que me dedicaba a escribir todo el día mientras tú llamabas y llamabas en tu tele-marketing intentado colocar unidades y unidades de objetos inútiles, cuchillos de cocina, colecciones de discos o aparatos de gimnasia, y yo en la congelación de la literatura escribía en la buhardilla muerto de frío

recuerdo que una mañana de aquella época en la que yo quería ser escritor y tú ni te imaginabas que serías escritor decidimos terminar con el frío quemando en la chimenea libros, si libros de la biblioteca, libros de los que durante un tiempo atrás, asesorado por dios sabe que cuadrilla de imbéciles, habías ido comprando, la mayoría de segunda mano y baratos, aunque también ardió, y con chisporroteos de placer, alguna que otra edición de lujo del best seller del momento

y recuerdo que arrojamos, con deleite incluso mucho más allá de las expectativas de calor que podrían proporcionarnos, ejemplares de novelas de edgardo merendoza, mudaina grandezas, mémez verte, sanchís dragontea y, cómo no, aquellos espantos de saray auriga, el peor de todos ellos, en particular su novela entokiados, por ejemplo, que daba ganas de vomitar, y recuerdo tu sonrisa de medio lado plena de odio y aborrecimiento literario cuando como si fueras un nazi ante la pila erigida y exigida por el mismísimo führer entregaras al sacrificio del fuego purificador el entokiados de saray auriga, con gran merecimiento de que una mierda así se calcinara y al menos nos calentara un poco

recuerdo que no conseguí publicar nunca nada y que dejamos de vernos, que nos perdimos la pista y que los tiempos en los que no había twitter ni facebook se extinguieron y dieron paso a los tiempos en los que si hay twitter y facebook y entonces me topé de nuevo contigo, bueno más que contigo con lo que parece ser tu reencarnación mediática y oportunista de escritor maleable vendido al ideal de unas gafas de pasta y una cuadrilla de colegas aduladores

entonces he sentido ganas de vomitar, hoy he leído un tweet tuyo, un tweet emético que elogiaba la nueva novela de saray auriga, que tanto estabas disfrutando con su lectura

disfrutando de la nueva novela de saray auriga felicidades amigo

y la vergüenza al recordar como ardía entokiados en la chimenea de la buhardilla de alonso martínez y te cagabas en la madre que parió a saray auriga que no parecía ser entonces nada amigo y te enciscabas en toda su obra y regodeabas en la pira de fuego como un pequeño hitler de carnestolendas y cuchufleta y ahora que pareces tan amigo

porque unos a otros os acaricias el lomo unos a otros vendidos a los premios unos a otros y al marketing que ya ni siquiera es tele-marketing que es marketing directo

y unos a otros

y entonces entendí que te hiciste un escritor consagrado de los que son líderes de opinión en 140 caracteres de esos a los que a la gente les interesa tanto cuando avisan que van a cagar o han pillado purgaciones y no pude ya indignarme mucho más porque entonces comprendí

comprendí que tú y todos los tuyos, aquellos de quienes quemábamos las novelas en la chimenea, averiguasteis hace mucho tiempo la clave en esto de la literatura moderna, que se reduce a una cuestión de chuparse las pollas

y si acaso después a un buen enjuague bucal

y bueno

que recuerdo todo eso

lunes, 10 de febrero de 2014

Literatura y duchas frías



He comprobado que aquellos que dicen “voy a tomar un baño” en lugar de “voy a ducharme”, lo dicen por la poca o escasa costumbre que tienen de ello, vamos que la higiene de la ducha diaria no va con ellos sino más bien el medieval bañito semanal.

De igual manera, quienes dicen “hojas” en vez de “páginas”, y hablan de “capítulos de transición” que habitan en las entrañas de una novela, quienes hablan de branding, briefing y royalties en relación a la literatura, son como los que pronuncian “baño”, que se les descubre la poca costumbre con la ducha o con la escritura.

Así, para unos la recomendación de lectura de algún libro más, que quizás alimente o extinga para siempre los hábitos de higiene; para los otros unas cuantas duchas frías que, quizá, reblandezcan las cortezas de sus cerebros el tiempo suficiente como para reflexionar y percibir que branding, briefing y royalties son términos que casan muy bien con las campañas de publicidad de preservativos, viagra o alargadores del pene, pero muy poco con la literatura. Y si las duchas frías no los hacen entrar en razón, a las duchas súmese camisa de fuerza, esa que tan sólo deje sus manos, tras descomunal esfuerzo, capaces de teclear sus novelitas presuntamente geniales de 140 caracteres.

Y por supuesto una legión, tras eso, de “me gusta”.