Tratamos de preservar la literatura, me
aseguró muy orgulloso Leopold Writing, emboscado tras aquellas gafas con
narices y barbas que le daban un aspecto a lo profesor chiflado, de bromista
ataviado con prótesis jocosas. Y con una mano me animaba a recorrer las
instalaciones.
Mucho me habían hablado y mucho había
escuchado yo de aquello que calificaban, quizás de una manera algo rimbombante,
como “reserva literaria”, el último lugar donde podría sobrevivir la literatura
ante la pujanza del mundo digital, de lo audiovisual, del ímpetu de nuestros
tiempos modernos que eliminaban el soporte de la lectura, de la cultura, que
aniquilaban los vehículos del saber de una forma medieval, arrollado todo lo no
inmediato por la ducha cibernética y youtubesca.
¿De modo que es aquí, se trata de esto?, no
pude evitar comentar sorprendido, cuando accedí al recinto de la “reserva”:
ante mí, un pabellón techado por una cúpula opaca cuyos límites, es decir el
cierre de sus paredes al extremo, era imposible atisbar. Perfectamente
alineados, uno junto a otro, los cubículos que albergaban los “dioramas vivos”,
por millones. Entre las filas, las hileras, las manzanas de los dioramas, los
técnicos iban y venían con ajetreo, montando en sus patinetes eléctricos. Comprobaban
que todo se desarrollase a la perfección, que las escenas de los libros se
repitieran, una y otra vez, sin errores.
Leopold Writing me animó a contemplar las
vitrinas desde cerca: miniaturas con detalles de realidad asombrosa que
cobraban vida tras los cristalitos: aquí, la Regenta marchaba en procesión por
las calles de Vetusta, y descalza, como transfigurada en una virgen por el
dolor religioso; allá, Don Quijote caía derrotado en las playas de Barcelona
con la flema del fracaso y la cordura pintada en la cara; delante, Pascual
Duarte descerebraba un perrillo de un escopetazo con el gesto frío y el corazón
espeso… En otro diorama, Oskarcito Matzerath confundía a la tropa de un desfile
nazi con los redobles de su tamborcillo, repiqueteado con golpecillos sañudos y
de pequeñitas manitas, o el artero Ulises lustraba con la sangre de los
pretendientes la aurora de rosados dedos…
¿Pero… cómo… es… posible?, acerté a
preguntar entre balbuceos de incredulidad. La respuesta era sencilla, me dijo
con una sonrisa que desbrozaba las barbas de Leopold Writing, la clave de esos
dioramas vivientes que preservarían las escenas literarias eternamente se
encontraba en una máquina: la Rastra Proteica. Y me la mostró: por un extremo
de una caja que se asemejaba a un buzón de correos, se introducía un ejemplar
del libro. Acto seguido, la Rastra del interior rasgaba, desgajaba y reducía a
pulpa el volumen, dejando escapar un humo blancuzco que inundaba la vitrina
adyacente. Cuando el humo se disipaba, tomaba vida la escena del diorama.
Sin embargo, dos eran los problemas con los
que semejante maravilla amargaba a los técnicos: la Rastra Proteica elegía las
escenas de la novela, al parecer, sin criterio ni control alguno, y además el
libro quedaba completamente destruido, lo que era un gran inconveniente en una
época en donde estaban desapareciendo los textos. El proceso dejaba la gran
paradoja: para preservar la literatura y plasmar una de sus inmortales escenas
en un diorama milagroso era necesario desintegrar uno de los escasísimos y ya
valiosos libros. Un departamento de investigadores seguía peinando el planeta a
la búsqueda de librerías que conservaran volúmenes de clásicos, y que no fueran
esas dependencias virtuales de e-books o dispensadores de gadgets literarios
que florecían en los grandes almacenes y supermercados o junto a los andenes
del metro. El best-seller de turno se podía añadir al carrito de la compra en un
cartucho del tamaño de un usb, junto a los yogures desnatados o la lejía. Ante
semejante crisis, se peinaban almacenes, tiendas, colecciones privadas, en busca
de novelas que someter a la Rastra Proteica, antes de su completa desaparición.
A un lado de una sección de los
maravillosos dioramas se encontraba una dependencia de seguridad. Cuando
pregunté sobre ella, Leopold Writing se lo pensó un instante, con un gesto que
torció su boca y su barba, pero se decidió a dejarme entrar. Al abrir la
portezuela una fetidez insoportable me sacudió la cara. Son los libros
fallidos, me explicó, la Rastra inunda con un humo negro y denso, pestilente,
las vitrinas, pero no conseguimos nada más… El humo permanece estancado
expandiendo este mal olor durante meses… Un olor que se nos agarra a la ropa,
se nos pegotea a la garganta y nos destila desde las narices.
¿Qué libros eran aquellos que provocaban
esa excrecencia turbia y densa? ¿Con qué tipos de narraciones la Rastra se
había atascado, atragantado? Leopold
sonrió maliciosamente, para luego prorrumpir en algunas sinceras carcajadas a
la vez que mencionaba algunos de los títulos y sus autores: Mémez Verte,
Sanchís Dragonte, Saray Auriga, Mudaina Grandeza, Daniel Marrón y su exitosa El
cartapacio de Boticelli… todo un compendio de famas fugaces, egos indigestos,
tramas insinceras y personalidades repulsivas; todo un puñado de premios
traicioneros, loas falsarias, mercadeos editoriales y mentiras literarias.
Cuando me despedía, cometí el error. El
gran error que echó a perder la “reserva literaria” y aniquiló para siempre a
millones de dioramas vivos que reproducían a Dickens, a Kafka, a Proust, a
Tolstoi, que daban vida a Gregorio Samsa despertando convertido en insecto,
tras aquél sueño agitado, y a Josef K. degollado en el descampado con la última
visión en su retina de la silueta de un vecino de un edificio cercano; a la
Maga y a Holden Caulfield, a Sancho Panza y a Lanzarote del Lago… Pedí una
prueba, un intento, el que sometieran a un ejemplar de mi única novelita, que
me había auto editado hacía ya como unos diez años, al implacable juicio de la
Rastra, mientras ya la estaba sacando de mi maletín…
Como mucho, aseguró Leopold Writing,
llenaremos de humo negro otra vitrina, eso en el peor de los casos, y me guiñó
un ojo, con la seguridad de que mi calidad literaria alumbraría un diorama
vívido y podría maravillarme con la visión de mis personajes en miniatura
evolucionando detrás de los cristalitos. Ya me imaginaba representada la escena
principal del libro, cuando el protagonista desenmascara a un criminal de
guerra que se hace pasar por el patrón de un barco de recreo en las playas de Venezuela…
Haga usted los honores, me ordenó con tono
apacible y seguro Leopold Writing, y dejé que un volumen de Damero de Satanás,
que así se titulaba mi novelita, se deslizara buzón abajo, ansioso por
presenciar una fumata negra de pestilencia persistente y nublar así para
siempre mis aspiraciones literarias, o una blanca nube de talento que al
disiparse dotaría de vida a mi obra, de la vida que todo autor ansía alentar en
sus novelas.
Todo ocurrió muy deprisa, no pudimos
reaccionar: la Rastra empezó a emitir unos ruidos extraños y aterradores, unos
crujidos estremecedores, y una humareda asfixiante; entre la bruma, llorando
por los gases, pudimos ganar las salidas de emergencia, no sin antes contemplar
como los personajes de mi novelita, los positivos y los negativos, es decir los
buenos y los malos, codo con codo el criminal de guerra, el protagonista, la
chica, la femme fatal, el secundario chocarrero y el que moría a poco de aparecer
en la narración, el que hacía de escritorucho y el que hacía de periodistilla,
la vidente y la poeta suicida, todos ellos, juntos y a una, devastaron a
golpes, patadas, puñadas y mordiscos las vitrinas, las urnas, los dioramas.
No entiendo cómo pueden comportarse de una
forma tan violenta… grité junto a Leopold Writing, mientras corríamos en
nuestra huida… Será cosa de que estos personajes tuvieron una infancia
atormentada o tal vez un padre autoritario que ha generado esas acciones
violentas, traté de justificarme. Leopold se detuvo y me agarró por las
solapas, acercó su rostro y sus barbas hasta casi rozarme la piel con ellas y
me gritó: ¡Imbécil, esos personajes son de ficción, no han tenido ni padres ni
madre ni psicología, sólo han vivido los minutos que han pasado enlatados en la
cabeza de su autor, en la cabeza de usted! ¡De donde ni debieron salir jamás!
¡Diletante!
Esos, mis personajes sin pasado ni bagaje
freudiano, las obras maestras y barrocas de mi diletancia literaria, incendiaron
la nave: un brutal estallido suspendió en la atmósfera los pedazos del recinto
de la “reserva literaría” que, durante meses, estuvo goteando su lluvia ácida y
corrosiva sobre la arquitectura de la ciudad y, unas veces un pedacito del
brazo de Lázaro de Tormes, un piececito de Tristana, las manos de Werther o
ciertas vísceras de Madame Bovary, caían sobre los parabrisas de los coches,
los campos de fútbol o las mesitas de los cafés, con evidente fastidio de los
conciudadanos que, con un gesto de asco, los apartaban de un manotazo, para
siempre, de sus vidas.
Y luego, se limpiaban las salpicaduras,
metódicamente, de la grasilla que se había abrazado a los cristalitos de sus
gafas y pedían otro latte macchiato, un vermut Yzaguirre o una ración de
pajaritos fritos.