*Esta columna apareció en Achungmag.com:
http://www.achtungmag.com/porque-si-me-lo-echan-para-atras-yo-continuo-siempre-adelante/
Hoy se acaba este mes de agosto terrible y conspirador, agobiante y miserable. Torticero. Aquellos que ha disfrutado de las vacaciones pasean su reseteo mental y casi espiritual con el orgullo de quién ha descansado, pero también con la poca empatía de quien no concibe que otros no hayan podido hacerlo. Así que los primeros días de septiembre se dividen entre personas descansadas y personas agotadas. Al final, todos deberemos volver a la misma rutina septembrina… ¿Todos? Algunos, como es mi caso, nos ubicamos en la esquina orinada de aquellos que no han disfrutado de vacaciones y de los que, tampoco, disfrutaran del retorno a rutina laboral alguna. Es decir, somos esos que sobre unos papeles de periódico, cuando no olisqueamos nuestras propias heces del fracaso, nos lamemos las heridas que nos ha infligido esta fantástica sociedad competitiva: somos los parados de larga duración.
El parado de larga duración es aquella persona que ya no interesa a nadie. Si además, como asegura mi fecha de nacimiento, tiene 50 años —que en dos meses serán 51—, entonces, el parado de larga duración es el desecho, la deyección, la mayor porquería que puede infectar a este mundo capital de CEOS y empresarios, de ajetreados oficinistas, de emprendedores, de absurdos equipos de producción, de todas esas mandangas (sí, también en sus variantes en femenino, claro, ya lo sé).
Nos han emasculado, nos han hecho creer que no servimos ya para nada. Nos han inculcado a golpes de desprecio que mejor estaríamos muertos. Que sobramos. Al menos, en estos momentos, me siento así: como un despojo.
Ayer fui a una oficina de empleo a solicitar esa ayuda de unos 400 euros que, teóricamente, se concede al parado de larga duración. Obviando el trato humillante, casi obsceno, que soporté, me topé con una más de esas situaciones kafkianas y deshumanizadas con las que tan a menudo me regala la administración.
En efecto, ya sé que muchos de los que me leen jamás se han visto en un compromiso igual, que ni se les pasa por la cabeza… Entended que acudir a pedirle al Estado una ayuda de 400 euros no es algo agradable, yo preferiría ganar un sueldo y no tener que verme obligado a la vergüenza de hacerlo. No soy un criminal por querer sobrevivir, por intentar pagar mis facturas y mis créditos, pero sin embargo, allí me sentí tratado como un parásito despreciable.
De entrada, se me considera un tipo abyecto y de dudosa moralidad por el hecho de llevar tanto tiempo sin trabajo. Para conseguir esa ayuda me debo someter a una especie de gymkana laboral durante un mes, consistente en ir rellenando unas casillas con acciones que demuestran que, al menos, durante ese mes sí que he estado buscando trabajo. Dan por hecho, entonces, que en los años anteriores no lo he buscado.
Yo necesito la ayuda ahora, no iniciar un proceso de un mes que, si consigo el visto bueno, llevará a otro proceso que tras un tiempo, finalmente, culminará en la ayuda. Y todo ello, repleto de amenazas. La funcionaria que se encarga del asunto, que me proporcionó los papeles de la gymkana, no cesaba de advertirme de que si llevaba un justificante no válido, o un papel que no demostrase bien a las claras que había cumplido punto por punto, “me lo echaría para atrás”.
Toda la obsesión de aquella mujer era hacerme saber que “echaría para atrás” mi intención de cobrar la ayuda, porque lo repitió varias veces en una conversación de cuatro minutos, en lugar de preguntarse cómo era posible que un hombre de casi 51 años, con mi currículo, se encontrase en esta situación. No había forma de sacarla de ahí. Ante cualquier comentario respondía con una amenaza de su poder omnímodo: “lo echo para atrás”. Eso es todo lo que saqué en claro.
El sistema es tan estúpido que de verdad se creen que en estos años no he encontrado trabajo porque no he querido, y que si en un mes cumplo los puntos del papel se desenmascarará la farsa, mi enorme ignominia moral, porque el trabajo brotará a borbotones, demostrándose que soy un tipo vil.
Entre esos puntos maravillosos que debo cumplimentar y que demuestran que soy un buscador activo de trabajo, se encuentra el apuntarme a una Empresa de Trabajo Temporal y a una Agencia de Colocación de las que, curiosamente, no hay ninguna en el pueblo donde vivo. Así que me toca desplazarme a otra localidad cercana para poder hacerlo. Le pregunté si ellos me iban a pagar un desplazamiento, porque yo no tengo dinero. La respuesta fue un “lo echo para atrás”.
Otra de las lindezas por las que debo pasar es el poder demostrar físicamente que me he apuntado a portales de trabajo (estoy apuntado a varios) y que he participado en procesos de selección (atesoro unos cuantos rechazos, pero esos ya no valen, deben ser nuevos durante este mes o “lo echan para atrás”).
Además, necesito cerrar tres entrevistas de trabajo; eso sí que me resulta hilarante. Ni siquiera me responden las empresas cuando les envío un currículo, como para que me quieran entrevistar… Hace mucho tiempo que comprendí que en lugar de mandar currículos a lo desconocido, respondiendo con mis sondas Voyager en dirección a ignotas ofertas de trabajo, mucha mejor carta de presentación era colaborar, todo lo que pudiera, con artículos en medios digitales y en papel, y compartirlos en Redes.
Efectivamente, algo ha ido saliendo de esta idea, que de momento se muestra mejor que la de responder a ofertas de trabajo que ni se molestan en responder (y tristemente, eso sigo haciéndolo también).
Entonces… ¿dónde está el problema, o uno de los problemas? El meollo del asunto se encuentra en mi lícito derecho a mejorar, a no ser un desgraciado toda la vida, a mis aspiraciones a conseguir trabajar en algo digno: eso es lo que ahora parece hacerme indigno. Porque salí, después de un juicio, de un trabajo de mierda que durante 11 años me destrozó la salud y en donde, contratado como peón de obra, no tenía ninguna posibilidad de promocionar más allá de lo que hacía: turnos de 16 horasdurante noches, trabajando además todos los festivos.
11 años como peón de obra cuando realmente era un operador de sala que hacía trabajo de administrador, mientras a mí alrededor la estupidez y la incompetencia se veían recompensadas. Así que cometí mi error: aspirar a algo justo, a algo relacionado con mis capacidades para no ser un desgraciado toda mi vida. Eso me convierte en un paria social porque, a ciertas edades, hay que abandonar el idealismo.
Toda mi vida me he alimentado, he respirado, he vivido y he muerto (porque he muerto varias veces) por la literatura. Con apenas 12 años ya me había leído toda la picaresca española en los volúmenes de Austral, después mucho del teatro del Siglo de Oro, hasta que más adelante hice de la lectura y del estudio de las obras que leía mi único sustento y forma de vivir.
Esas tardes y noches de sábado en las que mis amigos y compañeros de clase salían a las discotecas, me las pasaba encerrado en mi pequeño cuarto leyendo, y poco después, aporreando las teclas de una Olivetti Pluma 22. Así pasé la adolescencia y los años de mi primera carrera, Ciencias de la Información, leyendo y escribiendo, y soportando a mi hermano que entraba en mi habitación y me decía que estaría mejor descargando camiones, que eso era mucho más productivo.
La verdad es que en el tema literario no obtuve demasiado apoyo. Mi madre me machacaba todos los días asegurándome que por esa vía no iba a poder conseguir nunca nada. Después, cuando en los últimos años de su vida leyó el principio de mi novela Casillero del diablo entró en una especie de shock. Se había dado cuenta, decía, de que no me había entendido, ni comprendido nunca, y tuvimos que quitarle la novela y que dejase de leerla. Casillero del diablo es una auto ficción con ciertas partes de realidad, y ella captó de inmediato las zonas de verdad, que eran las que más dolían.
Durante los 11 años en aquel trabajo de noches terribles hice un esfuerzo mayúsculo y me saqué otra carrera (cabeceando por las mañanas en las clases de García Berrio), estudié tres másteres, redacté y defendí una tesis doctoral y me dio tiempo a escribir un par de novelas más. El error estaba ahí, en creerme que siendo Doctor podría emprender otro camino profesional lejos de aquel barrizal laboral.
Ha sido imposible. La Universidad en donde me doctoré y realice tres másteres, plagados de sobresalientes, matrículas de honor y cum laudes, esa que me ha titulado (y por tanto cualificado) ha dejado muy claro que no le interesa un tipo como yo. El resto de los campos laborales en donde podría poner al servicio de los demás mis conocimientos, ya sean colegios, bibliotecas, editoriales, escuelas de letras, periódicos, medios de comunicación en general, medios digitales, todos opinan lo mismo. No me quieren.
Para muchos tengo demasiada titulación, preparación, conocimientos…, para la mayoría no valgo porque tengo 50 años y eso es una vergüenza. Debería estar muerto. En ese callejón sin salida la única solución es escribir y escribir y publicar en Redes, en medios digitales. Unos, con buena voluntad, hacen lo que pueden, pero la mayoría son trabajos gratuitos en donde la recompensa es el placer de poder llevar a cabo mi vocación y mi especialidad: hacer literatura y hablar de literatura.
Pero nadie puede ganarse la vida con esto porque la literatura no es importante…, es un asco que no le interesa a nadie. Sin embargo, todos esos CEOS, esos administrativos, esos trabajadores privilegiados, ignoran que en sus discursos, en sus propuestas, en su día a día, emplean el lenguaje para contar historias, y que están continuamente, haciendo literatura, en sus casos mala literatura.
Estoy triste, no voy a negarlo. Y tremendamente decepcionado. He pasado este verano viendo las fotos en la playa de familias y personas que disfrutaban de sus vacaciones. No me dan envidia, ni mucho menos, pero me llevan a preguntarme de una forma enfermiza por el tipo de errores que he cometido, que me han llevado a ni siquiera poder pasar unos días de vacaciones con mi familia.
Sin duda, el error mayor fue creerme que podría mejorar, que mis aspiraciones de ser una persona menos mediocre estaban fundadas, porque es evidente que se trataba de un espejismo. Allí estaba yo, pidiendo una ayuda de 400 euros al Estado cuando, apenas tres veranos atrás, recién doctorado, estaba dando una ponencia sobre el escritor albanés Ismaíl Kadaré invitado por la Universidad de Pristina.
Repito: allí estaba yo, uno de los expertos mundiales en la obra de ese autor, todo un Doctor en Estudios Literarios, con cinco novelas publicadas y una legión de artículos, reportajes y trabajos de crítica literaria, soportando las amenazas de una funcionaria de empleo que a la mínima “echaría atrás” mi petición desvergonzada.
En este último año me han cortado tres veces el teléfono, algo que jamás me había sucedido antes. No hay día que no me llamen de una empresa de cobros para preguntarme cuando pienso pagar tal o cual recibo o plazo. Mientras todo eso sucede a mi alrededor, como una lluvia de meteoritos desoladora, yo sigo escribiendo, produciendo artículos, contenidos, reseñas, críticas literarias, incluso mantengo una cuenta en Instagram de divulgación literaria (@literatura_instantanea) que me consta que está haciendo mucho por la difusión de la lectura y de la buena literatura.
Sin embargo, hoy tengo ganas de dejarlo. Pero no puedo renunciar a todo eso porque es mi identidad, mis estudios, mis carreras, mis másteres, mi doctorado, conforman mi personalidad. No digamos ya mis novelas…
Algo bueno ha ocurrido en este verano, literariamente hablando, además del anuncio de la futura aparición, a finales de septiembre, de mi ensayo Ismaíl Kadaré: la Gran Estratagema, en ediciones del Subsuelo (uno de los gozosos resultados de mi actividad en Internet). Decía, que eso bueno literariamente hablando ha sido la lectura de Solenoide (Impedimenta), escrita por el rumano Mircea Cӑrtӑrescu.
Yo ya sabía lo que esa novela iba a significar para mí. Y hablaré próximamente de ello en una amplio artículo, en cuanto la termine (aún me quedan más de 200 páginas). He de reconocer que ha sido un párrafo que he leído en ese libro el que me ha llevado a escribir hoy esta columna de El Odradek, tal vez para muchos una columna lamentable, no porque pueda poseer un tono de lamento, sino porque, quizás, parezca vergonzosa y hasta fuera de lugar, dado que lo que me pase a mí a pocos puede interesar o importar.
En efecto, puede que así sea, que yo estoy aquí, en este medio, para hablar de literatura, pero es que las circunstancias en las que me encuentro, incluso la triste gymkana laboral que debo cumplimentar, son producto de eso, de la presencia imparable, arrebatadora y tóxica, de la literatura en mi vida y en la de quienes me rodean.
¿Qué dice ese párrafo de Solenoide? Pues esto:
“Sentía en las vértebras de la espina dorsal toda la eternidad en la que no seré nada, nunca. Pero ninguna palabra es lo bastante expresiva como para mostrar el dolor y el arrollador sentimiento de finis que yo estaba experimentando en ese instante”.
Eso tiene Solenoide, no solo párrafos, sino capítulos enteros que me han hecho reflexionar sobre mi vida como ser de literatura: el capítulo 6, o el capítulo 15, por ejemplo. Ahora, mientras escribo en este pueblo que es mi Bucarest particular, mientras sé que las amenazas del día a día persisten, me acechan, que intentan que lo abandone todo, yo prosigo percutiendo contra el muro de la escritura y me prometo no abandonar aunque, en días como estos últimos que he pasado, haya tenido la tentación de rendirme.
No puedo abdicar porque llevo muy dentro la literatura, el amor por los libros, esta es mi vocación y mi vida, como así pueden comprobar quienes asisten a mis talleres de literatura comparada, en donde me dejo el alma con cada texto, en cada sesión, en cada tarde. Es lo único que sé hacer, aquello por lo que he sacrificado todo: es una gran victoria, aunque muchos no lo vean así, o ni siquiera lo entiendan. Aunque terminen, también, por “echármelo atrás”.
admiro tu lealtad y fortaleza. mucha suerte en este "echármelo atrás".
ResponderEliminarMuchas gracias. hacía tiempo que no aparecías por aquí. Un saludo.
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