domingo, 24 de septiembre de 2017

México: literatura para tratar de paliar el dolor y la tragedia



*Esta columna apareció originalmente en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/mexico-literatura-tratar-paliar-dolor-la-tragedia/


Esta semana hemos vivido uno de esos sucesos que nos resultan imposibles de asimilar cuando la Naturaleza se pone intratable: me refiero al terremoto de México. La desgracia ha golpeado con especial virulencia a un país que me es particularmente querido, con el que mantengo unas relaciones muy especiales. Por ese motivo, he pensado que una buena forma de ayudar a que estas horas tan terribles resulten algo más llevaderas a todos los mexicanos podría ser hablando de su inmensa tradición cultural en esta columna de los viernes de El Odradek.

El acervo literario mexicano es inmenso. Se trata de uno de los países latinoamericanos con mayor producción y talento, plagado de buenos escritores que han encontrado su lugar en los escalones de la inmortalidad. Por ello, me resultaría muy sencillo hablar aquí ahora, enumerar, algunos de esos genios que están en boca de todo el mundo. Indudablemente, Juan Rulfo y su Pedro Páramo (Cátedra) o cualquier obra de Carlos Fuentes. Qué decir de Octavio Paz, Elena Poniatowska (parisina por accidente), Fernando del Paso, Laura Esquivel, Elena Garro, Jaime Sabines, o retrotraernos hasta el siglo XVI para recordar a Sor Juana Inés de la Cruz, entre otros muchos autores.

Sin embargo, quiero aproximarme a cuatro escritores mexicanos mucho menos conocidos por el gran público, como lo son Rafael Bernal, Mariano Azuela, el poeta Jose Emilio Pacheco y el malogrado Jorge Ibargüengoitia. En efecto, si algo les caracteriza a todos ellos es que ya están fallecidos; pero hay algo más que actúa como un hilo conductor en sus vidas repletas de talento: supieron innovar, marcar la diferencia, y dejar obras para la posteridad absolutamente decisivas en sus géneros.

La literatura mexicana se encuentra atravesada de parte a parte por esa tremenda primera línea que viene a ser algo así como nuestro lugar de la Mancha: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal pedro Páramo”. La obra de Juan Rulfo podría haber oscurecido las letras de su país con la proyección de una sombra enorme y aniquiladora sobre el resto, más aún cuando en Ciudad de México se forjó Octavio Paz, un titán de la poesía y Premio Nobel, circunstancias tremendas que podrían acabar con cualquier escritor modesto, dado que los focos casi siempre iluminan a los mismos: Rulfo, Paz y, si se me apura, al tercer convidado, el mediático y hollywoodiense Fuentes.

Sin embargo, la riqueza literaria del país es enorme, especialmente en los autores que podemos llamar de género. Quiero empezar por Mariano Azuela y su novela Los de abajo (Cátedra) un trabajo bien curioso, y tremendamente entretenido. Los de abajo inaugura la literatura de la Revolución Mexicana y, de todos los autores que también explotaron ese riquísimo campo literario —Guzmán, López y Fuentes o Romero— es la novela que, indiscutiblemente, ha pasado a la posteridad.

Los de abajo proyecta su foco sobre los desheredados y los desarrapados, con cierto aire de western o de novela de frontera. Ya su título ofrece información acerca de los verdaderos protagonistas del relato, los revolucionarios que, desde lo más abyecto de la sociedad, buscan imponer un nuevo orden que casi siempre encuentra su mejor vehículo de expresión en la violencia.

La novela presenta al campesinado oprimido por los caciques, al ejército federal de Victoriano Huerta, que intenta imponer por la fuerza las decisiones políticas de los gobernantes, y a Demetrio Macías, entre otros, que forma una cuadrilla revolucionaria que, en algunos momentos, recuerda al Michael Kohlhaas de Heinrich von Kleist o al grupo de guerrilleros albaneses —los mokranos— que luchan en El año negro, la novela de Ismaíl Kadaré. Puedes encontrar una reseña de esta novela en el siguiente link:


Al fin y al cabo, todos estos personajes de la historia de la literatura lo único que intentan es levantarse contra situaciones que consideran injustas, una vez que se dan cuenta de que ya no pueden contar con la ayuda del poder oficial, que hace tiempo que ha dejado de encontrarse de su lado —si es que alguna vez lo estuvo realmente—.

Sin embargo, y no puedo dejar de contemplar este aspecto con desesperación, al final la Revolución devora a sus hijos, como siempre, y todo acaba en el mismo punto desgraciado en donde comenzó: la sangre, la muerte y la violencia solo han servido para empeorar las cosas, y los ideales que alimentaron la Revolución han sido traicionados y, finalmente, olvidados; incluso sus máximos representantes, Zapata y Carranza por ejemplo, se enemistan y entran en guerra entre ellos. La Revolución se ha corrompido.

Los de abajo fue publicada por entregas en el diario El Paso del Norte, durante los últimos meses de 1915. No vio la luz como novela en un solo volumen hasta el año 1920, convirtiéndose en un gran éxito.

Por su parte, Rafael Bernal firma El complot mongol (Libros del Asteroide), una novela de género negro a la que ya me he referido en alguna ocasión, como se puede comprobar en este enlace:


Con El complot mongol, Bernal marca el inicio del género negro mexicano, y lo hace con una novela tan descacharrante como notable. En ella, a golpe de humor negro, se mezclan en un universo delirante personajes tan curiosos como agentes de la CIA y de la KGB en un México de los años setenta y que está a punto de recibir la visita del Presidente de los USA. Según creen todos estos Servicios Secretos, el Presidente se encuentra en el punto de mira de una trama llevada a cabo por los chinos con el objeto de asesinarlo… Una trama-babel que se enreda en venganzas e intereses oscuros sobre Filiberto García, detective y asesino encargado de impedir el magnicidio.

Bernal ha tomado elementos del clasicismo negro —Dashiell Hammett, los suburbios, la reflexión sobre el mal— para mexicanizarlos de una forma asombrosa, sustentados en un trabajo con el lenguaje sencillo y magistral. El resultado es tan deslumbrante, que la novela ha admitido películas, su vertido al cómic e, incluso, una sorprendente puesta al día en un sitio web interactivo:


Mención aparte merece el poeta mexicano José Emilio Pacheco. Escribir poesía en el país de Octavio Paz es algo así como intentar ser novelista en el de Cervantes o autor teatral en el de Shakespeare… Después de ellos, ¿queda algo decente que decir? Pacheco es un poeta descomunal, que en sus versos introduce un continuo juego meta literario.

Su poesía es un diálogo inteligente con otros autores, y sus obras, además, un compendio de preguntas existenciales y reflexiones sobre el paso del tiempo. En ese sentido, uno de mis volúmenes favoritos es No me preguntes cómo pasa el tempo (Visor), en donde los poemas entablan un diálogo con los grandes de la literatura universal, intentando desmitificar algunas visiones sobre la poesía y la función del poeta.

Es José Emilio Pacheco un poeta distinto, cargado de sorpresas, que se enfrenta al paso del tiempo con la palabra, creando un universo propio en donde la escritura es un gran palimpsesto que se alimenta de literatura. Puedes encontrar una reseña más amplia del libro en esta crítica que realicé hace ya un tiempo:


Siempre sorprendente, Pacheco también lo intentó con la novela. Muy recomendable es Las batallas en el desierto (Tusquets) una narración corta que ha tenido gran calado en la cultura mexicana.

El caso de Jorge Ibargüengoitia siempre me ha resultado particularmente doloroso. El escritor falleció en el accidente del vuelo 11 de Avianca cuando, proveniente de París, se aproximaba para tomar tierra en el aeropuerto de Barajas un 27 de noviembre de 1983. En aquella enorme desgracia, entre las 181 víctimas, también fallecieron otras importantes figuras de la cultura como el escritor peruano Manuel Scorza, el uruguayo Angel Rama y la pianista barcelonesa Rosa Sabater.

Jorge Ibargüengoitia utilizaba el humor y el sarcasmo como sus mejores armas para sacarle partido a su obra, de marcados tintes paródicos. Agudamente crítico con la sociedad mexicana, buscaba en sus novelas denunciar a los ignorantes, a los corruptos, como ejemplo de una realidad en descomposición ante la que es necesario resistirse. En el momento del accidente, llevaba consigo el borrador de una nueva novela, que desapareció entre las llamas.

Entre sus narraciones más notables se encuentran Los relámpagos de agosto (RBA) y Las muertas (RBA) esta última un ejercicio ejemplar de novela-crónica negra que escarba en la atroz historia de las Poquianchis, una especie de madamas de prostíbulo sanguinarias y pueblerinas que cometieron los más perversos crímenes en sus burdeles.

Al principio de esta columna me he referido a las grandes plumas de la literatura mexicana, el poeta Octavio Paz, el narrador Carlos Fuentes y el que muy bien pude ser uno de los padres de las letras mexicanas, Juan Rulfo. De los dos primeros, voy a recomendar textos que se alejan de los ámbitos que les dieron la fama, si bien en el caso de Paz es un reconocido ensayista.

El arco y la lira (Fondo de Cultura Económica) de Octavio Paz es un ensayo sobre los misterios de la poesía, sobre los resortes casi mágicos que consiguen que las palabras se conviertan en un poema. Una de las claves es la otredad, un término de compleja definición que alberga la chispa que enciende el fuego poético. Denso y brillante, en este ensayo Octavio Paz investiga como nadie las maravillas que puede producir el lenguaje cuando se alía con la imaginación.

Por su parte, de Carlos Fuentes quiero mencionar un ensayo titulado La gran novela latinoamericana (Alfaguara) que abunda en aquellas obras que conforman lo que podría denominarse como el canon de la literatura hispanoamericana, al gusto de Fuentes, obviamente, y discutible, pero que sirve como aproximación para todos aquellos que deseen familiarizarse con la literatura de un continente que, muchas veces, resulta abrumador en la generación de talentos literarios.


Y, como ya he manifestado al principio, de todos estos genios continentales, un buen grupo lo conforman los autores mexicanos. Valga este recuerdo y estas recomendaciones para tener en la memoria a un país que atraviesa un momento crítico y que, nosotros en Achtung!, deseamos hacer algo más llevadero reconociendo lo brillante de su literatura.

viernes, 22 de septiembre de 2017

El legado de un clásico americano


*Esta reseña apareció originalmente en el sitio Mi Nueva Edad:

https://www.minuevaedad.com/actualidad/2017/9/20/el-disco-del-mes-live-gretting-west-de-dan-fogelberg/


Interprete: Dan Fogelberg
            Título: Live-Greetings From the West
            Discográfica: Full Moon/Sony/Warner
            Género: Rock
            Duración: 1h; 54m; 27seg.
            Número canciones: 22 (2 CD)
            Fecha de publicación: Octubre de 1991.
                       
EL LEGADO DE UN CLÁSICO AMERICANO

El folk portentoso del cantautor norteamericano de Illinois, Dan Fogelberg, experimentó una explosión rockera a medida que iba grabando discos e impregnándolos con un toque country. De esa forma, en el año 1990, publicó uno de los mejores trabajos de su extensa carrera, The Wild Places, que rubricó con una excepcional gira de conciertos de la que se extrajo el disco que hoy recomendamos en Mi Nueva Edad: Live-Greetings From the West.
Sin lugar a dudas, como sucede con la mayoría de los discos imprescindibles en directo, y este es uno de ellos, los ingredientes que lo convierten en extraordinario suelen ser dos: una banda perfecta que arropa al cantante con un sonido mayúsculo, y la proyección en vivo de un disco en estudio sobresaliente (el ya mencionado The Wild Places).  De esta forma, en el show, Fogelberg incluye, junto a sus grandes éxitos de siempre, las canciones del último disco que, lejos de desentonar, adquieren un relieve de obra maestra.
Así, junto a temazos ya eternos como A Cry in the Forest, Run for the Roses o Leader of the Band, conviven cortes de The Wild Places como la canción del mismo nombre con la que abre el concierto, la composición en memoria de los indios americanos The Spirit Trail o la versión de The Rythm of the Rain, un estándar original de The Cascades y popularizada después por distintos artistas.
Al final del primer compacto destaca el grupo de canciones con aroma y estilo country que Fogelberg interpreta con su guitarra —especialmente brillantes son Old Tennesse y Road beneath My Wheels—, para dar paso, en el inicio del segundo disco, a tres temas firmados en colaboración con el flautista de jazz-fusión Tim Weisberg, composiciones que ambos grabaron juntos para la pequeña joya Twin Sons of Different Mothers, de 1978.
Estamos, sin duda, ante uno de esos descomunales trabajos en directo que, a veces, nos ofrecen los grandes artistas. Este Live-Greetings from the West pertenece al reducido grupo de los discos en vivo inolvidables y es, además, un auténtico american songbook que amalgama los estilos y las raíces del rock profundo sureño, del country, de la balada norteamericana, todos ellos envueltos en una ejecución impecable con un sonido magnífico.

Dan Fogelberg nos dejó en el año 2007. Contaba con 56 años y se encontraba en plena madurez musical. Lamentablemente, no pudo superar un cáncer de próstata pero, afortunadamente, ya había tenido tiempo de firmar este Live-Greetings From the West para la eternidad. Una grabación que aumenta su grandeza con cada escucha, y que nos recuerda con insistencia lo brillante que fue este compositor de canciones americanas.

jueves, 21 de septiembre de 2017

No me preguntes como pasa el tiempo: Paul Weller y su (r)evolución amable



*Esta reseña apareció originalmente en el sitio achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/no-me-preguntes-pasa-tiempo-paul-weller-revolucion-amable/


Paul Weller posee una extraña virtud: cada concierto suyo parece ser el mejor concierto que hayas visto. Así, hasta que vuelve y te demuestra que estabas en un error, que el de ahora sí que ha sido su mejor concierto…, hasta que retorna de nuevo. El músico británico, apoyado en una banda sobresaliente y plagada de talento, nos ofreció en la madrileña sala de La Riviera un ejemplo de la mejor manera de combatir el paso del tiempo: a golpe de rock, de canciones imperecederas, sin olvidarse del pasado —al que hay que tratar con respeto—, pero mirando con firmeza al futuro. Quizás, en la música de Weller, lo que menos importe es el presente, el ahora, porque sus discos siempre contemplan la posibilidad de la posteridad y sus actuaciones nos dejan una permanente sensación de asombro que aumenta con el transcurso de las horas, hasta que somos conscientes de que hemos visto uno de los shows más grandes de nuestra vida… Y ya llevamos unos cuantos.


Estamos en algún instante entre 1908 y 1910. Marcel Proust está creando una de las más grandes obras literarias posibles: En busca del tiempo perdido (Alianza Editorial). Escribiendo de noche y durmiendo de día. Induciendo el sueño con veronal. Voluntariamente recluido por 15 años en un cuarto del número 102 del parisino bulevar Haussmann. Con las paredes forradas de corcho para aislarse del ruido. Imaginemos al autor enfermizo, hipocondriaco, malherido de asma, poniendo a su servicio los resortes narrativos derivados de la recuperación del tiempo, componiendo su monumento literario gracias al flash back producido por una magdalena:

“En el mismo instante en que ese sorbo de té mezclado con sabor a pastel tocó mi paladar… el recuerdo se hizo presente… Era el mismo sabor de aquella magdalena que mi tía me daba los sábados por la mañana. Tan pronto como reconocí los sabores de aquella magdalena… apareció la casa gris y su fachada, y con la casa la ciudad, la plaza a la que se me enviaba antes del mediodía, las calles…”

Ahora, nos encontramos en el madrileño Paseo de la Virgen del Puerto, en el interior de la sala La Riviera. Paul Weller aparece sobre el escenario. Suenan las primeras notas de White Sky, la canción que abre su penúltimo y brillante disco, Saturns Pattern. El público, que casi llena por completo el lugar, está rendido al genio británico desde el primer instante. Y eso es así porque se lo ha ganado a pulso tras una carrera modélica, repleta de giros y cambios de orientación, pulsando los más variados resortes musicales. En una palabra: evolución.

Segunda canción, segundo tema de Saturns Pattern: Long Time restalla con la furia de un puñetazo. Estas dos primeras piezas demuestran que las direcciones musicales de Weller son impredecibles. Tan pronto abraza el soul como el funk, pasa del pop al rock, coquetea con la psicodelia y los sintetizadores… Es un hombre en permanente estado de inquietud. Un líder que disolvió las dos bandas en las que militaba —The Jam y The Style Council— cuando entendió que las fórmulas estaban agotadas. Un músico de abrumador pasado que se muestra iracundo y contundente sobre el escenario, después de tanto tiempo y batalla. ¿Cómo lo consigue?

En la tercera canción del concierto encontramos la respuesta a cómo hace lo que hace, que fundamentalmente consiste en fascinarnos con cada disco o concierto: Toca I´m Where I Should Be (así, el concierto se ha abierto con tres canciones seguidas de Saturns Pattern). Estoy donde debo estar, podríamos traducir este título. En efecto, Weller, tras años de luchas musicales, de intentos de reivindicarse, de crear algunas de las canciones más bellas del rock inglés, está en el lugar en donde debe estar. Esto es, grabando discos magníficos, como su último trabajo, ese A Kind Revolution que le trae de gira, o derrochando energía sobre un escenario.

Y allí, sobre la tarima de La Riviera —que es donde Weller debe estar—, estalla la primera canción proustiana, la magdalena musical. Se trata de My Ever Changing Moods. El músico es ahora un chamán que ha convocado y rescatado de las sombras del tiempo a una banda de leyenda: The Style Council. Con los primeros acordes de esa inconfundible guitarra, la memoria involuntaria del público se ha deslizado sin ataduras hasta mediados de los años 80.

Mientras coreamos a gritos la canción aparecen, por los resquicios del recuerdo, las noches de discotecas, las juergas con los amigos, los veranos de cervezas… My Ever Changing Moods tiene ese poder. El poder de disparar la nostalgia, siempre algo amarga, y la capacidad de pintar una sonrisa, ciertamente dulce, en el rostro de los espectadores que se ven a sí mismos bailoteando al ritmo bossa-nova de Had You Ever Had It Blue, con unos pantalones vaqueros desteñidos, hombreras, y el viento canoso de la década acariciándoles el pelo engominado.

Porque Weller ha concatenado dos canciones de The Style Council, y tras My Ever Changing Moods ha interpretado Had You Ever Had It Blue; un tema bien curioso porque se trata de una reescritura de With Everything To Loose —del disco Our Favourite Shop—. La pieza original, de incendiaria letra política y reivindicativa, para su mudanza de piel en Had You Ever Had It Blue se ha transformado en una cuestión de amores desesperanzados. El objetivo de esta re-composición fue la banda sonora de la película Absolute Begginers de Julian Temple, un musical repleto de estrellas del pop, como Bowie, Sade, etc.

Weller ha conseguido algo más que enfervorizar al público con estos temas de The Style Council. Igual que aquella magdalena de Proust que desencadenaba los resortes de la memoria involuntaria, por un instante nos ha hecho partícipes de una pequeña parte de la letra de My Ever Changing Moods

The past is knowledge
The present our mistake
And the future
We always leave too late.

El pasado es sabiduría, el presente nuestro error y el futuro siempre lo dejamos para muy tarde”. Estos serán los pilares fundamentales sobre los que se cimentarán las casi dos horas de concierto de Weller, sólidamente ancladas en el pasado, ubicadas en nuestro presente, pero siempre mirando hacia adelante, prolijas en conocimiento y con la importancia de saber reconocer los errores para convertirlos en mejoría y porvenir.

Por eso, aparece Nova, la primera canción que interpreta de A Kind Revolution, seguida de Long Long Road, en un interesante binomio para presentar este último trabajo. En Nova los ecos de David Bowie son notables, el cantante ha tomado un riesgo, porque todas sus composiciones de A Kind Revolution, como ocurría con Saturns Pattern, miran aventuradamente al futuro. Long Long Road es una canción lírica y delicada con cierto regusto a The Beatles, que se agudiza en su interpretación en directo. De nuevo, ese pasado que es conocimiento, como el mayor de los tesoros de Mr. Weller.

Saturns Pattern, la canción que da título a ese disco, brota a golpes de teclado, iluminando las curvas y los sinuosos recovecos que la música del Modfather ha recorrido en sus ansias de futuro. Y demuestra que es una de esas composiciones maestras al comportarse en directo de una forma arrebatadora. Así, llega Up In Suze´s Room, muy celebrada por el público. Un tema bautizado de psicodelia que poco a poco se va abriendo camino entre los clásicos wellerianos de su época en solitario, perteneciente a uno de sus trabajos más sólidos: Heavy Soul.

Y de repente, Shout To The Top! La Riviera enloquece. Es la tercera y última aparición de The Style Council en el concierto. Es Marcel Proust en estado puro. Es una regresión colectiva con alas que se agitan al son de los golpes rítmicos de la canción. Es el recuerdo de la música sonando a todo volumen en el radiocasete del automóvil durante una tarde de otoño, a la salida de la Facultad. Es el sonido de una década, la verdadera banda sonora de nuestras esperanzas juveniles, maleadas y tal vez malbaratadas por el paso del tiempo. De nuevo esta todo ahí: pasado, presente, errores, recuerdos, sabiduría y futuro. Eso es Shout To The Top!


Un clásico literario —como En busca del tiempo perdido de Proust— es, en palabras de otro escritor, Mark Twain, “un libro del que todo el mundo habla, pero que nadie ha leído”. Sin embargo, una canción de rock clásica presenta una anatomía bien distinta: es una composición que nos sabemos de memoria, pero que a todo el mundo le suena diferente, por uno u otro motivo.

Shout To The Top! les sonó a algunos como ese primer disco de vinilo comprado con la ilusión estereofónica de las cajas del legendario Vieta Uno; para otros fue el pitch acelerado de un plato DJ-1400 de Acoustic Control, de cuando pinchaban la canción en una discoteca de moda… Sonidos, todos distintos, que llegaban desde un pasado que, a pesar de poseer entradas y calvicie, o tripa y arrugones, suena resurrecto y juvenil sobre el escenario. Es nuestro pasado y lo queremos. Y por eso amamos Shout To The Top!

Un momento frustrante para cualquier artista se produce cuando no consigue dar luz a su obra. Cuando nadie quiere apostar por ella, cuando los rechazos se acumulan clavados en el corazón como un San Sebastián de negativas, cuando parece que nadie va a querer que vuelvas a editar, publicar, difundir, mostrar al mundo, ninguna de tus ideas. A Marcel Proust le ocurrió con el primer volumen de su obra En busca del tiempo perdido, el titulado Por el camino de Swann (Alianza Editorial). Rechazado por la editorial Gallimard, tuvo que publicarlo costeándolo con dinero de su propio bolsillo.

Estamos ahora a principios de 1991. Paul Weller, tras 18 años invertidos en dos bandas de éxito, multitud de discos, de éxitos y de sencillos, se encuentra por vez primera sin grupo, sin discográfica y sin trabajo que promocionar. El final de The Style Council ha sido frustrante. Polydor no ha comprendido la deriva del grupo hacia la música Garage-House, entonces un género musical underground que en breve estallaría alcanzando un gran éxito en Gran Bretaña. Sin embargo, la discográfica no apoya la idea y el disco no ve la luz. En ese momento turbulento, Weller se reinventa. Crea Freedom High Records para dar salida a su primer single en solitario, firmado como The Paul Weller Movement y titulado Into Tomorrow. De nuevo, el tiempo, el mañana, los errores y el fantasma del pasado.

Sobre el escenario, Into Tomorrow. Uno de los momentos culminantes de un concierto plagado de momentos culminantes. La canción, esa mezcla de rock y funk, se desata con potencia. Es el sonido que quiso ser mañana y que ahora es hoy. Es el nuevo camino en solitario que ha llevado al muchacho de Woking hasta el futuro o, lo que es lo mismo, ha guiado a Weller desde la ciudad al bosque pasando por el mundo moderno y aterrizando en Saturno.

La pasión desencadenada de From the Floorboards Up se encadena con Into Tomorrow para generar un momento de electricidad que podría iluminar Madrid. La banda que acompaña a Paul tiene mucho de culpa en esto: el siempre fiable Andy Crofts en el bajo —de la banda The Moons—, el impresionante Steve Pilgrim a la batería y Ben Gordelier a la percusión, junto a Steve Cradock en la guitarra.

Es necesario detenerse en este guitarrista, miembro fundamental de la banda Ocean Colour Scene y mano derecha de Paul Weller en los escenarios cada vez que emprende una gira. Aunque suene a manido, realmente es un fiel escudero del genio, una especie de Sancho Panza guitarrero que custodia a este Don Quijote musical en que se ha convertido Weller, siempre luchando contra los molinos de viento de la industria, un inconformista que anda buscando su hueco y reafirmándose con ese ya mencionado Estoy donde debo estar y que sería el equivalente al cervantino y existencial Yo sé quién soy, frase crucial que pronuncia el Ingenioso Hidalgo en el Capítulo V de la Primera Parte.
En efecto, Weller sabe muy bien quién es, y lo que hace: se trata de un monumental compositor de buenas canciones, y se apresura a demostrarlo con Above The Clouds y, después y sentado al teclado, desgrana las notas de una super-pieza: You Do Something To Me. De su obra magna, Stanley Road, esta es una de sus más inconmensurables obras maestras.

Puedes encontrar una reseña mía sobre Stanley Road aquí:
https://www.minuevaedad.com/actualidad/2017/8/16/el-disco-del-mes-stanley-road-de-paul-weller/

Al momento tranquilo, casi introspectivo de la balada, pronto se le sube por la espalda una canción furibunda, Woo Sé Mama, de A Kind Revolution. La banda se desmelena, estalla el torbellino que ya no se detendrá. Marchan en el desfile musical, como agitadas en una coctelera que mezcla rock, pop, funk, blues, soul y funk: She Moves With The Fayre, Friday Street, Porcelain Gods, Peacock Suite y Whirlpool´s End.

En estos dos últimos temas que anteceden al primer bis, se hace patente la alquimia entre Weller y Cradock, entre hidalgo y escudero, enzarzados en una conversación de guitarras a dúo, en deliciosos fraseos sostenidos por sus instrumentos que acaban por montar las guirnaldas de una pequeña jam-session tan ruidosa como gozosa.

El tiempo se detiene en los bises. El primero arranca con These City Streets, ambiental y cósmica, con cierto regusto a aquella Kosmos del disco del debut en solitario de Weller, y que sirve para firmar hasta cinco canciones de Saturns Pattern, por tan solo cuatro de A Kind Revolution. En efecto, no tengo dudas: Saturns Pattern está llamado a ser uno de los grandes discos de la carrera de Weller y él parece saberlo. El bis fue subiendo de intensidad al aparecer otro de esos temas inolvidables del Stanley Road, la impactante Broken Stones. Y con la sala conteniendo la respiración, el estallido de felicidad: el ritmo, el contrapunto, esa línea de bajo que recuerda al Taxman de The Beatles, en una palabra: Start!

La primera canción de The Jam acababa de asomar la cabeza como si se desperezara una tortuga adormecida. Un tema sobre la comunicación y la incomunicación, tal vez sobre la extraña interacción que puede producirse entre una estrella del rock y su público:

No es importante para ti saber mi nombre
Ni que yo conozca el tuyo
Si nos comunicamos tan solo por dos minutos
Será suficiente

Número uno en las listas de Gran Bretaña en 1980, Start! incinera La Riviera, que alcanza el paroxismo, junto a un desmelenado Come On/Let´s Go del disco As Is Now, y que, curiosamente, no desentona con el tema compuesto 25 años antes. Es la puerta abierta a un segundo bis compuesto por dos canciones que son como dos estacazos atizados directamente sobre la nostalgia de los presentes: The Changing Man, del Stanley Road, y la comunión absoluta del artista con su público, ensamblados por el delirio y el recuerdo: A Town Called Malice.

Es la última canción del concierto que, no podía ser de otra forma, se cierra con el emblemático tema de The Jam. Weller ha tocado tres canciones de The Style Council y dos de The Jam, junto a los mejores éxitos de su carrera en solitario y los hits de sus dos últimos discos, Saturns Pattern y A Kind Revolution. En esto radica su grandeza: no ha necesitado acordarse de Sonik Kicks, ni de 22 Dreams, ni de Wild Wood, ni de Heliocentric, ni de Illumination, todos ellos discos muy notables, repletos de temas inolvidables, para arrastrarnos por un recorrido pleno de calidad, furia, veteranía y nervio. Memorable.

Con los últimos acordes de A Town Called Malice en la cabeza, muchos se retiran a casa recordando su primera borrachera en aquella fiesta del colegio en casa de Paco el heavy, o saboreando de nuevo el primer cigarrillo consumido medio a escondidas, o esos momentos tristes posteriores a los desengaños, anegados en tardes lluviosas de domingo, que se negociaban con cierta dignidad si nos acompañaba la ira de Paul Weller y The Jam en la doble pletina AIWA mientras la voz de tu padre o tu madre emergía de la realidad para quejarse del volumen demasiado alto de la música.

No me preguntes como pasa el tiempo (Visor), así se titula un poemario del mexicano José Emilio Pacheco. Es una pregunta que nos disgusta formular porque, siempre, el tiempo pasa doliéndonos. En la letra de A Town Called Malice podemos entenderlo:

El fantasma de un tren de vapor
despierta ecos en mi camino.
Por el momento no va a ninguna parte
-sólo da vueltas y vueltas-.
Niños en el patio y columpios que crujen.
Risa perdida en la brisa

En efecto, el concierto de Weller ha sido un viaje por los sentidos y por ese tren de vapor que es la memoria. Ha sido como saborear una y otra vez la magdalena del recuerdo, tan suave y esponjosa que despierta ecos en nuestros caminos, envuelta en ofrendas musicales llevadas a cabo por un Marcel Proust de la canción, capaz de serpentear por flash backs prodigiosos hasta nuestra juventud, dando vueltas y vueltas para, después, mostrarnos parte de lo que serán los clásicos modernos del futuro.

Ha sido todo eso, tiempo perdido en la brisa que después ha sido recordado y, en cierto modo, recobrado, por el hombre de Woking que alcanzó Saturno para ofrecernos una Revolución Amable después de haber intentado despertar a la nación con patadas sónicas.

Y esa revolución es, realmente, lo único que Paul Weller lleva haciendo toda su vida y lo que mejor sabe hacer: una (r)evolución que, no podía ser de otra forma, también ha sido —y es— la nuestra.



miércoles, 20 de septiembre de 2017

Literatura y género distópico: ¿ficción o realidad?



*Esta columna se publicó originalmente en el sitio achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/literatura-genero-distopico-ficcion-realidad/


Esta semana he terminado de ver la serie Black Mirror, una producción impecable emitida en el formato de compilación, es decir, con episodios que se pueden ver independientemente unos de otros, pero que juntos conforman un todo; un universo particular. Y en este caso, el universo de Black Mirror es una sociedad futura en la cual los avances tecnológicos pretenden hacernos la vida más sencilla. Sin embargo, eso no es así, y al final la utopía de la ciencia se convierte en la esclavitud del hombre. La serie me ha llevado a reflexionar sobre este tipo de universos ficticios en donde el presunto bienestar oculta un grado de opresión y sufrimiento intolerable para el ser humano. Es lo que se ha venido a denominar literatura distópica, y me pregunto: ¿es tan solo una ficción?

En Black Mirror todos los personajes se mueven en un universo similar, aunque pertenezcan a diferentes capítulos: un mundo sobre-tecnificado en donde las mejoras cibernéticas que pretendían facilitarnos la vida, precisamente, nos la complican. Aparte de advertirnos del lado siniestro de la ciencia, y de la catástrofe que significa la mala aplicación de la tecnología, en muchos de los escenarios se nos presenta un Estado que, en pos del bienestar de sus ciudadanos, ha implantado medidas que resultan opresivas. Estas tramas nos conducen directamente a la literatura de género distópico, algo a lo que, visto el panorama actual, quizás deberíamos prestar mucha más atención.

La distopía se contrapone, evidentemente, a la utopía. Utopía (Alianza Editorial) fue un libro escrito por Tomás Moro en 1516, con el explicativo subtítulo de Libro del Estado ideal de una República en la nueva isla de Utopía. Utopía será, de esta manera, el Estado político ideal. Y por su propia idealidad, imposible e inexistente. Sin embargo, la proposición de Moro era muy atractiva.

Ahora bien, ¿qué ocurriría en el seno de un Estado perfecto? ¿Sus habitantes serían más felices o más infelices? ¿Mediante qué resortes puede el Estado imponer esa presunta perfección? Dilemas demasiado atractivos como para no dar lugar a algunas de las mejores novelas de la historia de la Literatura, más aún cuando el siglo XX, con el comunismo y el nazismo, pretendió encarnar el gobierno utópico amparado en las dos ideologías más criminales que hayan existido.

Producto de esta inquietud, los escritores han ido poniendo en pie un nuevo género literario, el género distópico. En estas novelas siempre se muestra un sistema político y social que, amparado en el bienestar de los súbditos, esconde un régimen totalitario represivo y sanguinario, en donde se desarrollan las mayores aberraciones con objeto de perpetuarlo: desde eugenesia y sacrificios rituales de la población, pasando por mentiras y manipulaciones de la realidad, hasta torturas, prohibiciones de los derechos fundamentales en aras del beneficio social y, finalmente, opresión, guerras, genocidios y muertes.

Una de estas primeras novelas distópicas fue Los viajes de Gulliver (Alianza Editorial), de 1726. La obra, de Jonathan Swift, está escrita con cierto espíritu satírico para denunciar los Estados europeos, los peligros de los avances científicos…, en una obra que es mucho más que un relato infantil-juvenil. Después, en 1885, H. G. Wells y La máquina del tiempo (Valdemar) se encargaron de viajar a una época en donde la sociedad de los Eloi vive instalada en la despreocupación paradisiaca, pero albergan su reverso en los Morlocks, criaturas salvajes y asesinas que representan esa paradoja de la sociedad perfecta. No puede existir una utopía sin su correspondiente distopía.

Mucho más interesante me resulta Nosotros (Akal) del ruso Evgueni Zamiátin, que escribió esta novela en 1924 y, al amparo de los regímenes totalitarios del siglo XX, se convirtió en la obra fundamental sobre la que se han ido apoyando el resto de novelas distópicas posteriores. Esta novela surge como un rechazo a la Revolución Rusa, denunciando algunos de esos pilares fundamentales que buscaban imponer la hermandad y la fraternidad universales: el sacrificio de vidas humanas en pos de los ideales, la figura de un líder de naturaleza casi divina —el Benefactor— y los resortes de violencia que hacen posible que un régimen así cristalice. Una buena novela para recomendar a todos aquellos que todavía defienden que, a diferencia del nazismo y para marcar una estúpida zanja que separe a ambas ideologías asesinas, las ideas comunistas eran unos bellos ideales que se llevaron mal a la práctica.

El índice de deshumanización es tal en la sociedad distópica de Nosotros que los ciudadanos poseen nombres-matrícula. Y cuando es necesario, son lobotomizados para que no creen problemas. La obra de Zamiatin, capital en el gènero distópico, lo llevó a tener que exiliarse de la recién nacida Unión Soviética. Nosotros, es una de las tres grandes novelas distópicas del siglo XX. Las otras dos son: ¿Un mundo feliz? (Debolsillo) de Aldous Huxley y 1984 (Austral) de George Orwell, y ambos autores han reconocido la deuda que poseen con el ruso.

La novela de Huxley, de 1937, nos coloca en un Londres futuro en donde una sociedad ultra tecnológica controla las emociones de los súbditos inhibiéndolas mediante una droga llamada Soma, que los convierte en una especie de esclavos del sistema. Por su parte, 1984 es una obra mucho más conocida, por su acertada adaptación cinematográfica, y a que la mayoría de sus vaticinios sobre nuestro futuro se han ido cumpliendo de forma aterradora.

En 1984 existe un Ministerio de la Verdad que se dedica a manipular la Historia, eliminando grandes partes de ella y supliéndolas por mentiras; hay una Policía del Pensamiento y un Partido único regido por el Gran Hermano que alimenta un continuo estado de guerra contra un archienemigo ficticio, para alienar así a los ciudadanos, que se comportan como maniquíes al servicio del sistema. La similitud con ciertos aspectos de nuestra realidad es pasmosa, diríase que aterradora.

Aquí os dejo la secuencia inicial de la adaptación al cine, que refleja lo que se denominan como “los dos minutos de odio”:


A estas obras capitales se pueden añadir algunas otras bien interesantes que tocan el género distópico de forma tangencial, o desde otras perspectivas: Rebelión en la granja (Destino) del propio Orwell, Fahrenheit 451 (Minotauro) de Ray Bradbury, La naranja mecánica (Booket) de Anthony Burguess —con su espectacular adaptación cinematográfica por mano de Stanley Kubrick— o El palacio de los sueños (Cátedra) del albanes Ismaíl Kadaré, en donde todo un Estado pretende conocer el contenido de los sueños de sus súbditos como una forma de adelantarse a las posibles conspiraciones.



Aquí os enlazo a un par de reseñas críticas sobre la novela de Ismaíl Kadaré, que pueden resultar útiles para ampliar información:


Me he referido en esta columna, de una forma fugaz, a este tipo de literatura únicamente mencionando algunas de las obras y de los escritores más notables del género distópico. Por supuesto, y no es este lugar para ello, sus tramas y estructuras son riquísimas, presentando, además, toda una serie de similitudes entre ellas, especialmente a la hora de retratar a los personajes protagonistas que intentan sublevarse al rodillo totalitario del bienestar impuesto, sin conseguirlo.

Dejando a un lado esas consideraciones que darían para una amplia clase de literatura, no puedo dejar de pensar en que la percha de ciencia ficción sobre la que se afirma el género distópico, quizás, no sea tan ficticia, y que los avances tecnológicos que aparecen en estas novelas, o en la serie de Black Mirror, si no han llegado ya se encuentran a la vuelta de la esquina.

Quiero decir con esto que, tal vez, nuestra tan cacareada democracia occidental, nuestra sociedad de consumo, nuestro Estado del bienestar, cada vez esté derivando más hacia un totalitarismo que impone el pensamiento único, sanciona lo políticamente incorrecto, castiga la capacidad de pensar de forma individual y trata de mantenernos la mayor del tiempo alienados en el consumo del ocio y en estado de pánico gracias a una milimétrica desinformación cuyo objeto es que no seamos capaces de pensar por nosotros mismos y formularnos algunas preguntas que, de hacerlo, podrían terminar con el sistema que, tan vanidosamente, ser jacta de ser la mejor forma de gobierno para los hombres.

¿Lo es? ¿Somos hombres o ya somos otra cosa, una especie acogotada, aplastada y reprimida que juguetea con la tecnología, los móviles, las películas en 3D, los ordenadores de última generación, y nos creemos que lo controlamos y que lo sabemos todo cuando, en realidad, es completamente al revés, que estamos esclavizados por un sistema falsamente liberal que nos ahoga?

¿No estaremos viviendo la mayor de las distopías sin ser capaces de entenderla? Tal vez en las lecturas de estas novelas, o en la serie Black Mirror podamos encontrar un espejo que refleje alguna respuesta que consiga despertarnos de la estupidez.
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