En Sofía, cuando yo aún no te conocía.
Sentado en un banco, frente al monumento del Ejército Rojo, pensaba que ella
aparecería por una de las avenidas, entre los tristes árboles del comunismo.
Los tranvías y sus cosechadoras metálicas por en medio de las calles cirílicas
y las placas con los nombres purgados en dictaduras campesinas. Esperaba que fuera
corpórea en el museo de Ciencias Naturales, entre las vitrinas de pedruscos, de
meteoritos caídos y recolectados en Astrakán, en Siberia, como el misterio del
bólido de Tunguska. Aguardaba, la aguardaba, y entonces, yo no te conocía.
En Varsovia, cuando yo no te conocía, en mi
imbecilidad seguía ansioso, creyendo que ella o tal vez la otra ella, o ella, aparecerían
tras el monumento a Solidaridad, sorprendiéndome bajo la columna de Segismundo.
Y buscaba el bar del video clip de Paul Weller, y me subía y me bajaba de los
troles angustiados de Jaruzelski, el adoquinado gélido en la calle de Gagarin y
una cerveza y una botella de vodka estatal y aún, aún no, yo no te conocía.
En Londres, bajo la llovizna del desengaño,
cuando ni ella, ni otra ella, ni ella tampoco, se aparecieron en Bond Street,
ni frente a la tienda de Davidoff, cuando ya fui consciente de que mi corazón
había sido devorado por ellas, arrojado entre los ojos inexpresivos y los
rostros relucientes de muerte de las figuritas de Madame Tussaud, un corazón
oscuro de cuervo isabelino.
Y, por entonces, yo aún no te conocía.
Y no, yo aún no te conocía.