Reflexiones de una mente enferma
sobre el mal de la escritura
domingo, 2 de mayo de 2010
Olimpia, mi Olimpia
Muebles Pedro, sanitarios Pereda (escritor que persignó una hoja de la novela que escribía en memoria de su hijo recién fallecido), - yo también podría señalar la desgracia con mi sangre pero... ¿con qué motivo?, pierdo algo, se el qué, aunque ignoro la manera de evitarlo-, automóviles Sánchez, bodegas Butragüeño, lámparas López, comestibles Vicuña, autoescuela Murillo, restaurante Alfonso XII -disfrute de todo lujo en sus bodas, comuniones, bautizos…-, la calle Fleming auna el aroma de hamburguesas con los decadentes videoclubs, da paso a Cuzco y su hotel, a sus cuatro o cinco casas de masaje con nombres como Eileen, Marta...puedo leerlos rápidamente, con paso firme, me pregunto si continuará a la espera trás el cristal de su tienda de modas en la calle Bravo Murillo esquina con Villaamil, amalgamada con el apestoso aroma de la España rancia, antigüa, eterna, de carbonerías y bares de vermús y pajaritos fritos y anchoas y kimbos y vinos blancos y máquinas de pinball y dominós y mús y jubilados -montañas de jubilados- y casinos y residencias de ancianos y complejos deportivos con gimnasia programada para la tercera edad, donde -viejas- amas de casa acuden un día sin otro a su, eufemísticamente llamada, gimnasia de mantenimiento, sienten rejuvenecer... al menos aprovechan el tiempo sobrante desde que sus maridos han muerto o -simplemente- desde que ya no les hacen ni caso, evitan pegarse todo el santo día -por pena, desesperación y angustia-, a la botella del Mono, lingotazo va, lingotazo viene de anís... al bordear la verja del colegio Ortega y Gasset contemplo a los escolares frustrados en mitad de la calle... pienso en los tiempos de COU, BUP y la EGB (odio todas las siglas que me separan los espacios lejanos y oscuros de mi vida, se asemejan a cadáveres de instituciones sobre las que una vez nos abalanzamos y, tras devorarlas y exprimirlas, nos destrozaron, nos vimos obligados arelegarlas en la mente como una parte de nuestra esquelética y rancia existencia, perdida, que no nos valió absolutamente de nada, para nada), me veo como un colegial más, triste y abatido, temeroso por el incierto futuro lejano -que ya llega-, que vivo en forma de pasado, me pregunto si tras abandonar la calle Villaamil encontraré en la esquina de Bravo Murillo a esa mujer que siempre aguarda tras el cristal de la tienda de modas, ella se pregunta -supongo- si me pregunto si ella se preguntará si yo me pregunto si ella se preguntará... círculo infinito, cerco de amor que ignoro a dónde nos conduce, red sin retorno que se apaga en su pelo teñido de rojo con mechas naturales color desesperanza -mi color favorito-, mezcla de color castaño, escapo de mi sórdido influjo, es castigo observarte siempre tras ese cristal durante unos segundos al día, los que transcurren al pasar frente a ti, cuando te miro y tú me miras y ambos sentimos deseos de mucho más... no, no podemos -ni ahora ni nunca-, podría detenerme frente al escaparate (por una vez) y contemplarte durante más rato, estropearía nuestra estupenda relación, lo se, soy un hombre condenado a estropear cierto tipo de relaciones tarde o temprano, por eso, igual que a otros les sería permitido -incluso rogado e implorado, exigido-, en mi resultaría muy decepcionante y mal visto detenerme delante del escaparate a contemplarte embobado, así adivinarías todos mis defectos y yo no advertiría en ti ninguno, suplicarías que pasara de largo, que nunca jamás se me volviera a ocurrir parar delante de tu cristal, que cambiase de acera o girara tras la esquina para no cruzar por tu escaparate, que alterase mi ruta, por eso nunca -aunque lo deseo- me detendré frente a ti, llego a Villaamil con Bravo Murillo, en una decena de pasos me colocaré delante de ti, frente a tu frente con mi frente enfrente del cristal de tu mirada, con rostro triste y patético contemplaré la lluvia caer, temeroso de que no aparezcas, comprobaré el reloj de hito en hito para cerciorarme de que aún no es hora de cierre, ya falta menos, un poco menos... diez pasos me alejan de ti, nueve pasos de amor, de ansia de verte sonrosada y calentita en tu tienda, mientras fuera, los nada protegidos mortales, luchamos por sobrevivir, cuando una nube rasga el cielo y la tormenta cercena ilusiones, los ocho pasos muestran el lánguido luminoso desvaído de tu tiendecita de modas que a siete pasos palpita como corazón rojo eléctrico, a seis pasos anuncia la presencia de lo que más necesito durante el resto de los días de mi vida... recorrer esos cuatro segundos que son cinco pasos entre la lluvia que cae, a tres junto a la vieja castañera, a dos con mi soledad, a uno colisiono contra mi decepción, certifico mi tristeza, mi desengaño, decepcion que aparece al no verte en la tienda y leer un letrero que solicita dependiente con dedicación exclusiva, yo puedo prestarle dedicación exclusiva a mi amor desvencijado, triste y golpeado, minado, mientras prosigo mi camino hacia un destino, río, lugar donde desembocará mi vida, marismas en las que voy a refugiarme, muerte automática... mis propios pasos hacia ningún sitio, uno tras otro, de forma insensible, que terminan en mi reiterada desesperación final... tal vez debería haberme detenido ante aquel cristal del escaparate para quebrarlo, de una pedrada rajarlo de parte a parte, paralizarme lloroso al mirarte por última vez... pero no, no lo hice... resacas de burbon y sabores a quinina acuden a mi boca, mis pasosse encaminan -entre acíbar- hacia cualquier lugar, continúo ridiculizándome un poco más frente al opaco espejo de mis futuras aspiraciones de abrirme paso en la vida, tarareo una canción en memoria de la muchacha de cristal de la tienda de modas que, al final, al final, al final, al final, resultó ser un apestoso y mortecino MANIQUÍ de plástico blando y amarillento, de los que se dejan vestir y desnudar, de cuerpo con aristas y labios inexpresivos, cerca de mi cabeza y corazón una canción, la misma canción, siempre la misma canción, me doy vergüenza, pena, mucha pena, me doy pena, me doy pena, me doy pena, me doy pena, me doy pena, y, lógicamente, sin fin, acabo de descubrir que la eternidad es tu olor a perfume almacenado para siempre en mi piel, entre los pliegues de mi piel, la eternidad es el olor a perfume, podría continuar así eternamente estúpido Pigmalión, imbécil hombre de arena, asi eternamente
Escritor. Doctor en Estudios Literarios. Licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, Máster en Estudios Literarios, Literatura Hispanoamericana y Literatura española.
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