martes, 7 de julio de 2020

El día del ornitorrico




Si dijera que no sé cómo llegamos a esta situación mentiría. Lo se muy bien. Lo sabemos todos muy bien ahora, en lo que nos ha quedado del planeta tierra. La culpa fue de los cangrejos, bueno, de los super cangrejos. Bueno, la culpa fue nuestra. ¿Qué tienen que ver los cangrejos en todo lo que ocurrió? Mucho.
Llegó un momento en la Tierra  en que no dejábamos de consumir antibióticos para todo, muchos antibióticos, y las farmacéuticas se hacían ricas fabricándolos. Pero claro, los antibióticos se caducaban, y había que destruirlos, y nosotros, que no necesitábamos tantas medicinas, la verdad, los expulsábamos cuando íbamos al baño. Todo eso fue a parar a los ríos, al agua, al mar, a los lagos, y casi toda el agua del planeta se llenó de un líquido antibiótico.
Unos pequeños cangrejos se atiborraron de filtrar las aguas antibióticas. Y esos cangrejillos de río eran los bocados favoritos de los ornitorrincos que se hartaron de comerlos. Los antibióticos hicieron a los ornitorrincos super resistentes y poderosos. Y un  día, comenzaron su revolución.
No sé si lo saben, bueno ahora lo sabemos ya todos después de la guerra, que los ornitorrincos utilizan un sistema de electrorrecepción para localizar los movimientos de sus presas. Consiste en detectar los campos eléctricos de otro animal, en este caso el cangrejo, ¡y zasca! ¡Ñam, ñam!
Los antibióticos asimilados por la comida de los cangrejos agudizaron el sentido de electrorrecepción de los ornitorrincos, que empezaron a comunicarse de forma telepática unos con otros y así organizaron su revolución.
El día que ahora conocemos como “El Día del ornitorrinco” fue cuando Platypus I se puso en contacto telepático con el resto de los ornitorrincos del mundo para atacarnos. Y ustedes dirán, bueno, no hay muchos ornitorrincos, en muchos sitios ya se habían extinguido. Pues eso es un error. Empezaron a salir de sus guaridas, del subsuelo en donde se habían ocultado, estaban en madrigueras ocultas bajo raíces y ramas podridas de los árboles, y nos invadieron. Eran enormes, llevaban años alimentándose de comida repleta de antibióticos, pero eso no fue lo peor.
Lo peor fue que muchos ornitorrincos ya estaban en nuestras ciudades. Platypus I avisó con sus ondas cerebrales al ornitorrinco Carl, la famosa mascota, adorable, del zoo de Sídney. El ornitorrinco Carl organizó la revolución de los ornitorrincos de todos los zoos del mundo: Dexter, el mas famoso ornitorrinco del zoo de Londres, Pepe, el del zoo de Madrid, Lannister, el del zoo de Nueva York…, así, todos se fueron sumando al levantamiento.
A la vez, los ornitorrincos que estaban en granjas farmacéuticas, en los laboratorios secretos ubicados en edificios misteriosos de las ciudades, se unieron a la lucha. ¡Un momento! ¿Qué ornitorrincos de ciudad son esos?, me preguntarán ustedes. Pues muchos, porque la ciencia los estaba usando para hacer experimentos con ellos: los atiborraban a antibióticos, también, para ver los efectos de los fármacos, y buscaban con la leche de las hembras crear un suero resistente a las bacterias mutantes que habían desencadenado varias pandemias devastadoras en el mundo. Además, el veneno de los ornitorrincos, tratado de forma conveniente, podía ser la cura de la diabetes.
Entonces, casi nadie sabía que el ornitorrinco es un animal venenoso. ¿Quién puede imaginarlo con ese pico de pato y esa carita adorable? ¡Pues lo son! Tienen unos espolones en las patas traseras llenitos de veneno. Un veneno que te provoca un dolor que dura meses, y te deja hecho polvo. Y el de los super ornitorrincos con antibióticos era un super veneno que causó muchas bajas durante la breve guerra contra los humanos.
Fue en esa breve guerra, que no duró mucho, cuando muchos supimos que eran venenosos. Cuando los ornitorrincos de las aguas llegaron a las ciudades, se juntaron con los ornitorrincos que se habían liberado de los zoos y de los laboratorios y comenzó la batalla. Sus impulsos electromagnéticos se convirtieron en poderosas descargas eléctricas, en rayos que lo destruían todo. ¡Zas, zas!, y los coches saltaban por la aires, los tanques se derretían como mantequilla, las casas se derrumbaban.
Londres fue la primera ciudad en caer, luego Nueva York, le siguieron París, otros sitios de Estados Unidos, pronto toda Australia, de allí saltaron por Asia y llegaron a Europa. El mundo era de ellos. Nos rendimos pronto y una mañana, el día de la derrota, ocurrió lo increíble: emitieron un comunicado por la televisión mundial.
Platypus I habló a los humanos, ahora los esclavos de los ornitorrincos. ¡Habían desarrollado nuestro lenguaje! Entre ellos no lo precisaban porque se comunicaban mentalmente, pero el ser humano era inferior y necesitábamos que nos dieran las órdenes en nuestro idioma, algo que no les costó mucho aprender.
Platypus I nos habló por la tele: estaban hartos y nos harían pagar por todo lo que les habíamos hecho. Nos odiaban por muchas cosas. Primero, estaban hartos de que los confundiéramos con patos. “Miserables humanos”, dijo Platypus I, “aunque tenemos pico no somos patos. Nunca más nos diréis eso”. Y después añadió: “Y tampoco nos gusta que nos llaméis la pesadilla de Darwin. Nunca más”.
La pesadilla de Darwin… Eso sí que era bueno: cuando el naturalista inglés Charles Darwin vio un ornitorrinco en 1836 puso en duda todas sus teorías de la evolución. Desde entonces, los ornitorrincos fueron odiados por los naturalistas y los estudiosos del siglo XIX. A muchos los mataron porque eran una criaturas malditas: un error abominable de la naturaleza. Tenían mamas, es decir, eran mamíferos vivíparos. Sí, pero ponían huevos. Entonces eran ovíparos. ¿Las dos cosas a la vez? Esos bichos se burlaban del naturalista sueco Carl Linneo que en 1753 publicó una clasificación completa de 7.300 especies.
Linneo dijo que los mamíferos eran vivíparos. Ahora llegaba el ornitorrinco que no paraba de poner huevos. Linneo aseguraba que los animales con pico volaban. El ornitorrinco era un gran nadador y de volar nada. Linneo aseguraba que un animal con pico no tenía dientes. Pues los ornitorrincos tenían buenos dientes.
La verdad, los maltratamos mucho, y si no hubieran sido los ornitorrincos, otros animales igual de maltratados se hubieran revelado contra nosotros: la foca monje, la ballena, los monos, los perros… ¡Hasta las vacas, las ovejas o las gallinas podrían haber reclamado justicia! Simplemente, los ornitorrincos no querían seguir los desgraciados pasos del Dodo, un raro pájaro de Madagascar que extinguimos a finales del siglo XVII. El último Dodo se vio en 1674…
En fin, que perdimos la guerra. En las conversaciones de paz los políticos fueron incapaces de conseguir nada, y desde entonces fuimos esclavos, desde ese día, desde “El Día del ornitorrinco”.
Nos llevaron fuera de las ciudades y nos pusieron a trabajar para ellos. En muchos sitios nos usaban para construir una especie de pirámides, como las de los faraones, pero con la forma del pico del ornitorrinco, para así celebrar la tiranía de Platypus I. En China, haciendo sombra a la Gran Muralla, se levantaba un pico de tamaño descomunal. En Nueva York, un pico enorme superaba en altitud al Empire State Building. En Kuala Lumpur, Malasia, el monumento a Platypus  I era dos veces más alto que las Torres Petronas. Fue un  tiempo terrible, pero afortunadamente, de pronto, las cosas cambiaron…
En un lugar oculto un grupo de humanos resistía a los ornitorrincos. Situados en una fortaleza bajo tierra en el desierto de lo que en otro tiempo había sido el mar del Aral, ahora un enorme territorio salado a causa del desastre ambiental que habíamos causado nosotros durante años, allí abajo, bajo toneladas de sal, la resistencia logró el arma que acabó con los ornitorrincos. Es que al hombre se la ha dado muy bien, siempre, eso de crear cosas para la destrucción.
La clave la encontró un investigador en una novela antigua de Ciencia Ficción, en “La guerra de los Mundos” de un escritor inglés, casi olvidado, H. G. Wells. En ese libro, de 1898, la humanidad se salvaba de una invasión extraterrestre contagiándolos con un virus parecido a la gripe o al catarro común, al que los marcianos no eran resistentes.
De esa novela salió la idea salvadora. Los ornitorrincos eran super ornitorrincos porque se habían atiborrado a antibióticos. Uno de los problemas de tomar tantos antibióticos es que te haces menos resistente a las super bacterias. Algo que nos pasaba a los humanos desde hacía muchos años, al habernos auto medicado con antibióticos sin hacer caso a los médicos, tratándonos enfermedades que no necesitaban esos medicamentos, como el refriado o pequeñas molestias de garganta.
Por eso, siguiendo la idea encontrada en la novela de H. G. Wells, se fabricaron unas bombas víricas con neumococos. Cuando estallaron, los ornitorrincos sufrieron neumonías, otra infecciones, y se pusieron muy enfermos. Platypus I se murió pronto, y sin su líder, empezaron a retirarse a sus antiguos hábitats y pudimos reconquistar las ciudades. Así, recuperamos lo que nos quedaba del planeta, totalmente arrasado después de aquellos años que vinieron tras “El Día del ornitorrinco”.
Ahora estamos reconstruyendo el mundo. Pero ya no somos los mismos. Esto nos ha cambiado profundamente. Nos hemos jurado proteger a los animales, tratar mejor nuestro entorno, y leer más. La salvación se encontraba en una novela. Hacemos más caso a los libros, no paramos de leer. La solución a casi todos los males y problemas se encuentra en los libros.
Hace poco hemos encontrado una novela de un escritor checo, Karel Čapek, que la escribió en 1936. Se titula “La guerra de las salamandras” y en ella se nos advierte de una posible rebelión de unas salamandras gigantes super inteligentes. Ahora que lo hemos leído estamos preparados. El conocimiento es poder. Algo que no teníamos cuando nos atacaron los ornitorrincos, después de despreciar a la lectura y a las humanidades durante años. No volverá a ocurrir.
“El Día del ornitorrinco” nos ha hecho mas responsables con el medio ambiente, con nuestro planeta, pero también nos ha devuelto nuestra relación con la literatura y los libros, que maltratamos durante décadas. Si pudieran, los libros también se revelarían contra nosotros, contra nuestros móviles y nuestras tabletas, contra nuestros ordenadores y contra Netflix. Pero bueno, eso ya es otra historia, y además, desde ahora vamos a tratarlos con cariño. Así fue como los libros fueron nuestra salvación y nos liberaron de “El Día del ornitorrinco”.

viernes, 3 de julio de 2020

Carne Vs Hierro (versión corregida y aumentada)



Mientras hurgaba en los anaqueles de la librería de lance regentada por mi amiga Beatriz Viterbo, topé con una novelita de Lawrence Durrell titulada “Cefalú”. Me estremecí de inmediato. Beatriz, que solía acompañarme silenciosamente colocada a mi lado durante mis requisas sobre las cajas que apilaban todos esos volúmenes maltratados por la historia literaria, notó mi malestar. Es cierto, allí, entre “Madrid Costa Fleming” de Ángel Palomino, “La sangre” de Elena Quiroga, “La noria” de Romero, “Central Eléctrica” de Pacheco, o “Medico de cuerpos y almas” de Caldwell Taylor, las palabras “Cefalú” impresas en la cubierta de un libro doblemente amarillo (por el estridente color elegido para sus tapas y por el efecto del maltrato del tiempo literario) me causaron una inquietud enorme...
Esto tenía una explicación: mi vinculación con ese lugar, con Cefalú, pues soy poseedor de una historia que, en la trastienda de la librería, la propia Beatriz Viterbo me obligó a rememorar, junto a varios tragos de un Henessy tan cálido como pentotálico. Cefalú… Cefalú…, ese nombre despertaba en mí las terribles visiones de sangre y fuego, combates en donde la carne chocaba y se quebraba, ensangrentada, contra el hierro...
            
Hacía unos años: estaba leyendo a Lawrence Durrell, su “Carrusel Siciliano” que ya era de por sí una pesadilla pedante, y aun no entiendo cómo sucedió, pero en cuanto advertí en la solapa del libro que el autor poseía una novela titulada “Cefalú” sentí el deseo desesperado de hacerme con ella de inmediato; a lo largo de mi vida soñé recurrentemente con ese lugar, con Cefalú, y nunca había llegado a saber el motivo de tal obsesión. Quizás, con la lectura de ese libro, avistase una solución, una respuesta al enigma. Entonces ignoraba que, sorpresa, el libro de Lawrence Durrell ni tan siquiera trataba sobre Cefalú, era un disparate sobre un laberinto de Creta en donde una docena de turistas imbéciles acababan muriendo... Así que pensé que, por qué no, un buen lugar por donde comenzar a pergeñar algo de esa novela, de “Cefalú”, sería en Internet, en Iberlibro me haría con un volumen de segunda mano. Busqué en varios foros de viajeros por Sicilia, tecleé en Google la palabra Cefalú y obtuve miles de enlaces. Tras mucho investigar: allí estaba. Un blog titulado “Mi extraño viaje a Cefalú”. Accedí a él, pero la página estaba en obras. Un sencillo mensaje me remitía a una dirección de correo con un aviso: si de verdad te interesa mi extraño viaje a Cefalú, escríbeme.
¡Pues claro que me interesaba! ¿De qué extraño viaje se trataba? ¿Qué le había sucedido a ese individuo para que lo calificara así? Le mandé un correo. Pasaron dos días, cuando ya creí que no me respondería, ¡zas!, allí estaba la contestación. Asunto: Palermo huele a sardinas, ese era el título de su correo. Estimado amigo, empezaba diciendo, y continuaba así:
˂˂Palermo huele terriblemente a sardinas. Pero no a pescado fresco, que va, eso sería soportable, huele a fritanga de sardinas. En cualquier portal, rellano, casa o patio interior, un palermitano sumerge sardinas en aceite hirviendo y genera una humareda maloliente… El pestazo a fritura me hartó tanto, me saturó, hasta no poder aguantarlo más. Necesitaba marcharme de allí, de la ciudad, aunque fuera por unas horas. Soy escritor…, pero no un escritor de esos que te imaginarás, ahora, al leer mi correo, adornado con la erótica de la literatura, emborrachado de éxito y publicaciones… No, ni mucho menos, soy un escritor por encargo: lo peor del negocio. Igual redacto manuales industriales que reviso prospectos farmacéuticos o, ese era el asunto que me llevó a Palermo, escribía como negro la biografía de un personaje célebre. Sea como fuera, estaba encerrado en ese maldito hotel Termini que se caía de viejo (sí, la editorial no se caracterizaba por ser muy generosa) y aquel sábado por la mañana no aguanté más la reclusión y telefoneé a mi agente. Me prometió que, en media hora, una persona iría a buscarme para llevarme a un pequeño recorrido turístico. Era mi recompensa a una semana de trabajo escribiendo las memorias de un conocido industrial que tenía un oscuro pasado enlazado con la mafia; pasado que no debía mencionar, obviamente. Al poco rato me avisaron desde la recepción. Un hombre venía a buscarme. Sí que se han dado prisa los de la editorial, pensé, señal de que les importa mucho esta biografía que estoy elaborando… Me encontré con un hombre alto, embutido en un traje algo pasado de moda, con cierto aire de gentleman británico, pero como de los años sesenta. Totalmente calvo, rubricaba su cara con unas enormes gafas negras de gruesos cristales, horribles, que lo convertían en el estereotipo más clásico de un completo miope. Me saludó cálidamente, me dijo que se llamaba Tiresias y añadió: el chofer nos espera. ¡Un chofer y todo! Vaya, la editorial había tirado la casa por la ventana, se ve que me tenían aprecio. Acomodados en el vehículo, le pregunté a Tiresias, mi cicerone, que a dónde nos dirigíamos. Ummm, pareció dudar un instante, iremos a Cefalú, resolvió, ¿entendido Tommaso?, le dijo al chofer que, tras asentir con la cabeza, arrancó en dirección a esa localidad, a unos 70 kilómetros de Palermo˃˃.
Así acababa el primer correo.
Espero con impaciencia que me sigas contando tu viaje, me apresuré a responderle. Y dime cómo te llamas, por favor.

A las pocas horas, un segundo email llegaba a mi bandeja de entrada. Asunto: Tumor de piedra (debo añadir que yo había sido, recientemente, operado de un tumor en la columna vertebral, por lo que ese encabezado recorrió mi espinazo como una descarga).
˂˂El chofer de Tiresias nos dejó frente a la catedral normanda de Cefalú. Durante el trayecto desde Palermo mi guía no dejó de mostrarse como un hombre amable, excelente conversador y de una cultura exquisita: en varias ocasiones sus reflexiones giraron en derredor de la Eneida, de la Odisea, sobre Dante y Petrarca e, incluso, los poetas sicilianos que florecieron en la corte de Federico II Hohenstaufen como antecesores del dolce still novo. Yo escuchaba encantado, hablaba de Pier della Vigna, Giacomo da Lentini, Guitonne de Arezzo, y luego de Guinizelli, de Cavalcanti… Sabía que era escritor y que esos asuntos podrían interesarme. Lo que ignoraba era el tipo de escritor que yo era, oscurecido, tan alejado de un “cor gentile”.
˂˂La catedral de Cefalú, incrustada, empastada entre las casas, entre los tejadillos rojizos, una excrecencia, un enorme tumor de piedra pardusca que le había salida al pueblo en su mismo hueso: esa es la impresión que me dio la construcción. Me desasosegaba. Y una extraña estatua en la escalinata de acceso acrecentaba mi malestar.
˂˂¿Quién es?…, bueno, ¿era?, le pregunté a Tiresias. ¿Y qué más da?, me repuso. En cualquier caso, su tiempo ha pasado ya, ¿no cree? Tiresias advirtió mi inquietud y con un gesto tranquilizador me invitó a recorrer el interior, un interior dominado, fagocitado por el Pantocrátor del ábside, de quien todo el mundo en Cefalú estaba taaaaan orgulloso. Un caramelo policromado, un dulce empalagoso de dorados. Y justo debajo, representados como murciélagos o tarántulas, los arcángeles…
˂˂¡Elija la vida, rechace la muerte!, escuché el grito. ¡Silencio! ¡No hable en alto, está en un lugar de oración! La mujer, de rostro asediado por la vejez y la piel ajada de soles y por el trabajo en el campo, no dejaba de chillarle al vigilante del duomo sus ¡elija la vida, rechace la muerte! El vigilante reaccionó con brutalidad: un empujón desplazó a la mujer, que patinó por los escaques de la Catedral en un grotesco curling siciliano. Quedó frente a una imagen de Santa Ágata. A voces, se dirigió a ella: Soy María Fernanda, madre de tres hijas y te pido que tengas compasión... El vigilante la sujetó del brazo para despacharla. La gente miraba con asombro, indignación y compasión. ¡Le he dicho que se calle! La mujer, al sentir la presa metálica en su piel, se revolvió y le chilló al guardia: ¡Elija la vida, no la muerte! Pero él no tuvo necesidad de elegir. Un golpetazo en la cara sumió a María Fernanda en la espiral de la vergüenza. Y fue, tal vez, como si todo el azúcar de las cúpulas se desmoronara sobre ella. Y yo, pobre estúpido, tan sólo pude refugiarme del dolor agudo de aquella escena arrastrando mis pensamientos por las frescas losetas de la Catedral y fijando la vista en un elemento sorprendente: se trataba de la figura de un enano que cargaba a sus espaldas con la pila de agua bendita (te adjunto foto).
˂˂Tiresias ayudó a levantarse a la mujer y, algo desagradado por la escena que acabábamos de presenciar, me comentó que quizás fuera un buen momento para abandonar el lugar y dirigirnos a un restaurante que conocía en donde podríamos recuperar fuerzas…
˂˂Por cierto, me preguntas por mi nombre: puedes llamarme Agesilao, Agesilao Degli Incerti˃˃

¡No, no, no!; le escribí como respuesta a tan descarado correo. Has cometido un error al mandarme la fotografía de la pila bautismal del enano. Has topado con un estudioso sobre Kafka, lo siento amigo Agesilao —si es que te llamas en verdad así, cosa que dudo—. Esta figurita fue lo que más le llamó la atención a Kafka cuando la vio por un Kaiserpanorama, el artefacto de fotografías en tres dimensiones que hacía furor en su época. Reseñó en uno de sus diarios que el enano de la pila bautismal le parecía enormemente vivo… La fotografía exhibida en el Kaiserpanorama era de la iglesia de Santa Anastasia en Verona (te adjunto la foto verdadera que vio Kafka, la tuya, desde luego, también es de esa misma iglesia veronesa).

Asunto: Una Catedral contiene todas las iglesias del mundo.
˂˂Muy mal biógrafo de Kafka debes ser, amigo, cuando no entiendes que en efecto, la vi: vi esa pila de agua bendita, la del enano que, según tú, fascinó a Kafka. En efecto, allí está, no tienes más que dirigirte a la Catedral de Cefalú y buscarla en una esquina, junto a una columna. Y con un poco de suerte la encontrarás. Porque las naves son un juego de cajas chinas arquitectónicas, porque una Catedral es un gran receptáculo que contiene, en su interior, todas las iglesias del mundo. Si, en efecto, estudias a Kafka, eso ya deberías saberlo. Y aunque ganas me dan de terminar aquí mi relación contigo, no sé, quizás por lástima de tu ignorancia, acabaré de relatarte mi viaje; pero que sepas cuánto me acabas de decepcionar.
˂˂Tras callejear brevemente, encontramos el lugar que conocía Tiresias. Detrás de un rústico lavadero se abría una bóveda de entrada a la trattoria, bautizada con el curioso nombre de Il Comodoro al Pomodoro.
˂˂Pasta y pescado, mariscos frescos, especias, aceite, vinagre, salsa de tomate (por supuesto) y mucha verdura. Una dieta italiana aderezada con las bonanzas de los productos marítimos de la zona. Il Comodoro salía en todas las fotos colocadas por las paredes. Se trataba de uno de esos curiosos personajes que a veces produce el mundo de la gastronomía. Aparecía risueño, con el pelo blanco y ensortijado, vestido de almirante, con un lacito estrafalario que le adornaba el cuello de la almidonada camisa. Allí, estaba retratado con Anthony Quinn frente a una mesa repleta de marisco fresco (los bogavantes aún con las pinzas atadas por unas gomas); acá, posaba con Burt Lancaster y un monumental plato de pasta; allá, envarado con Gina Lollobrígida; más allá aún, henchido de gozo con Michael Douglas; un poco más cerca, presumido en mitad del celebérrimo triunvirato que formaban Sharon Stone, Kevin Costner y Tom Hanks... Y el salón del restaurante estaba presidido por una fotografía enorme de Il Comodoro junto a Sofía Loren, dedicada por ella con cálidas y admirativas palabras. A lo largo de las paredes, además, se extendían retratos y dedicatorias de todo tipo de personajes, desgreñados ídolos del rock, de los que tan sólo pude reconocer a Paul McCartney, abúlicos futbolistas y deportistas impersonales, además de alguna que otra estrella televisiva. Y me llamó la atención una dedicatoria que ocupaba un lugar marginal, en una esquina con poca luz, algo deslustrada, del escritor Umberto Eco. Reflexioné acerca del sitio hasta donde los famosos del cine y del deporte desplazaron al intelectual. Sí, ciertamente, siempre fue así, me ratifiqué... Esas paredes eran como la vida misma, establecían toda una estructura de castas en función de la fama, de las actividades de cada uno. La camiseta de Zinedine Zidane, de la época en la que jugaba en la Juventus de Turín, autografiada por el fenómeno, se extendía como un pulpo blanquinegro aplastado sobre un muro. Pedro Almodovar y Penélope Cruz proyectaban sus sonrisas de comensales agradecidos desde unos retratos de cierto mal gusto. Sus caras estaban como deformadas, tal vez fueron fotografiados demasiado cerca. O eso, o acababan de sufrir un accidente que los convertía en grotescos monstruos, en esperpentos... Quizá una súbita alergia al marisco. El Comodoro, desde hacía ya tiempo, ocupaba su lugar en la tumba, así que debía contentarse con proyectar su sonrisa amarilla desde las reliquias desvaídas en las que se abrazaba a Clint Eastwood y a Sean Connery, en un ambiente de franca camaradería. El restaurante cayó en manos de los herederos, que bien pronto iban a venderlo al capital extranjero, para dejarse así de complicaciones de una vez por todas. Para mí fueron unos fettuccinis a la salsa Alfredo y un extraordinario carpaccio de carne de buey espolvoreado con queso parmesano y espinacas en un “marinado especial comodoro”. Tiresias, primero sacudió un buen chorro de aceite de oliva en su plato y, a modo de antipasti, untó terrosos pedazos de un pan esponjoso y crujiente, después, trasegó un plato de espaguetis con almejas y gambas, luego un strogonoff, todo ello regado con un buen vino, un Rosso del Conte de 2005, y sendos tiramisús de postre, coronados con las consabidas copas de grappa Castellare (la del pajarito en la etiqueta) y los pastosos expresso˃˃.

Así, terminaba aquel extraño correo gastronómico-cinematográfico. No quise responder a sus insultos ni a tan curiosas reflexiones. Casi sin haber terminado de leerlo, me llegó el último mensaje.    

Asunto: Cefalú: Carne vs. Hierro.
˂˂Al término de la comida, Tiresias me llevó a dar una pequeña caminata digestiva, como la calificó, serpenteando por las callejas del lugar. Tuvimos ocasión de hablar, entonces, de algunos escritores sicilianos. Como si el hartazgo del Commodoro nos remordiera la conciencia, a la cabeza de Tiresias acudió la novela del siracusano Elio Vittorini, “Coloquio en Sicilia”, y su reflejo de la hambruna durante la posguerra siciliana. Era tantísima la enfermedad del hambre… ¡comer, comer, comer! Lo que fuera…, achicoria, caracoles, hierbajos…, agua, agua hervida, que también alimenta, declamó en voz alta uno de los pasajes del libro.
˂˂Después mencionó a Ripellino, de Palermo, al que tú conocerás bien por su “Praga Mágica”, si es que en verdad te preocupa tanto Kafka como dices…
˂˂A la charla acudieron Quasimodo, Pirandello y Lampedusa (como no), Sciascia, y Giovanni Verga. De este último, Tiresias recordaba la impresión que le causó la lectura de “Los Malavoglia”, y ese carácter siciliano que Verga denominó “la ley de la ostra”, condición de los más miserables que existían como pegados a la roca, mientras malviven evitando que el oleaje no los arrastre… Acabamos en una especie de minúsculo paseo marítimo: un conglomerado de casitas de pescadores que se apiñaban unas contra otras, como si se refugiaran del frío o buscaran cobijo de los vientos, como si entre todas se esforzaran para evitar su derrumbe aplicando a la arquitectura la vergiana “ley de la ostra”.
˂˂Un ambiente de calma y serenidad: tan sólo las lejanas campanadas de una iglesia, el crujir de una falúa en un improvisado embarcadero y el chillido de una gaviota insolente y hambrienta, se atrevían a turbar el silencio marino, un silencio como de salobre derrota… Oxidada.
˂˂Hasta nosotros se acercó un anciano que miró con los ojos acuosos a Tiresias y le dijo: Por allá vinieron los aviones. Y su dedo retorcido, áspero de reumas, estacó el cielo quemado de azul. Se refería a los días de la Segunda Guerra Mundial, al desembarco aliado en Sicilia, a los bombardeos. Por allí, por allí vinieron…, prosiguió el hombre meneando la cabeza: Y la mayor desgracia fue que me dejaron vivo. Sentenció. Sólo el olaje nos sacó del silencio reflexivo. Necesitaba decir algo mientras el anciano, tambaleándose, se alejaba. ¿Sabe?, le espeté a Tiresias, yo de eso de la guerra no sé mucho, pero la imagen que me queda de los aliados recorriendo la isla es la de la novela de “La piel”... Bueno, realmente la de la película, cuando el tanque… ¡Sí, el tanque!, me interrumpió. Sabía muy bien lo que iba a decir: cuando en la obra de Malaparte, un tanque americano arrolla a un italiano que celebraba jubiloso la liberación. Algo impactante, desde luego, me aseguró.
˂˂Es la historia de la isla: la batalla entre la carne y el hierro, concluyó. No entendí muy bien a que se refería con ello, pero desde ese momento, y hasta el regreso a Palermo, apenas despegamos los labios. El retorno fue rápido y, como me encontraba repuesto de las angustias y olores de la ciudad, le rogué a Tiresias que me dejara en el centro, que me apetecía dar un paseo al atardecer. Me extendió su mano algo fría y estilizada y me regaló una sonrisa amable a modo de despedida. Media hora después, en la vía Mascagni, encontré una librería de segunda mano y, mientras ojeaba unos volúmenes, me quedé estupefacto al reconocer a mi Tiresias, a mi cicerone, en la fotografía de la contraportada de uno de ellos.
˂˂¡Acabo de estar con este hombre! Le dije al librero, que sonrió condescendiente ante lo que entendía como una absurda broma. Lo dudo, me dijo, ese hombre es el Maestro, el Maestro Don Gesualdo, y hace años que murió… Debió ver mi cara de asombro, porque cambió el tono de su voz y me dijo seriamente: se confunde usted. Don Gesualdo, el maestro Bufalino, el escritor más grande de Sicilia, hace ya 15 años que murió en un accidente de automóvil en estas mismas carreteras de la isla.
˂˂Y allí estaba, proyectándose desde una foto de la contraportada de su novela “Las Mentiras de la Noche”. Quedé aturdido, pero mayor aturdimiento experimenté cuando, al llegar al hotel, me llamó por teléfono mi agente y lo primero que hizo fue disculparse: siento mucho que, al final, no haya podido acudir nadie de la editorial a buscarte, que te hayas pasado el día allí metido en la habitación…˃˃.

Intenté, por todos los medios, conocer a Agesilao. Nos citamos en la cafetería del Circulo de las Bellas Artes. En la mesa de enfrente, un hombre de barbas valleinclanescas… Debía ser él, el misterioso viajero de Cefalú, pero ¿a qué esperaba para darse a conocer? Tenía muchas cosas que decirle. Que el chofer Tomasso se había salvado del accidente de automóvil que le costó la vida a Bufalino, y que aparecía en el título de otra novela de Bufalino, “Tomasso y el fotógrafo ciego”. Que Bufalino sufría mucho de la vista y apenas veía, y que era un guiño metaliterario el haberlo bautizado en esos delirantes y mentirosos correos que me había enviado como Tiresias, el adivino ciego de Tebas que se aparece, en su sombra espectral, ante Ulises en el Hades.
El propio Agesilao me mentía con su nombre: Agesilao Degli Incerti es un personaje de “Las Mentiras de la Noche”. Tiresias era un heterónimo de Bufalino, además, por el que se hacía llamar en algunos libros suyos… Era un mentiroso y un plagiario, que en algunas partes de sus correos —lo de la catedral, lo del viejo y los bombardeos, incluso de forma algo remozada el pasaje del restaurante— había utilizado trocitos de una novelita del autor Juan Carlos Rodríguez Bretón, un escritor menor cuya obra ya no se puede encontrar casi en ninguna parte y que se titula “Los escaques de Satán”.
El camarero se me acercó para decirme que estaba invitado a mi Tanqueray. Di por supuesto que esa era la señal del barbudo para que me acercara a él. ¡No, no, no ha sido ese hombre, es aquel de allí!, me dijo el camarero señalando una mesa, ahora vacía. ¡Agesilao estuvo observándome todo ese rato!  Y ya no contestó a mis siguientes correos. Había desaparecido.

Años después, comprendí el motivo por el cual el fantasma de Bufalino se refirió a la isla como Carne vs. Hierro. Ese era el nombre que los soldados dieron a la llamada Operación Husky de invasión aliada de la isla durante la Segunda Guerra Mundial... La carne de los italianos contra el hierro de los blindados… Por eso, también necesitaba confesarle ahora a Agesilao mi angustia por Cefalú: porque en un viaje que realicé a Costa Rica para asistir a un Congreso latinoamericano sobre Kafka, una noche, unos entendidos en esos asuntos me hicieron una regresión y descubrieron que yo, en otra vida, había sido un paracaidista aliado que había muerto en una refriega en Cefalú, por un disparo en la columna vertebral…
Más Carne contra Hierro… No sé, he comenzado a investigar eso, quizás me sirva para escribir, un día, una novela…

Sí, necesitaba decirle todo eso a Agesilao, y lo hice en varios correos sin respuesta, hasta que me llego un mensaje advirtiéndome: la dirección ya no estaba operativa. Necesitaba contárselo a Agesilao tal y como se lo acababa de narrar a Beatriz Viterbo entre terciopelos de coñac y lomos acartonados de libros usados: ahora ya entendía que en una Catedral cupieran todas las iglesias del mundo porque comprendía muy bien que el fantasma de un escritor bebiese un reserva de 2005 y tomase Tiramisú a los postres, porque sabía, ahora ya sí, a qué tipo de Carne vs. Hierro se refería Bufalino: a su carne, a la de su cuerpo, atrapado entre los retorcidos hierros de su automóvil, tirado en una cuneta de una carretera de Sicilia mientras sobre un charco de aceite goteaban las palabras de su literatura.

jueves, 2 de julio de 2020

Acción/Reacción



ACCIÓN/REACCIÓN
Tengo que hacer algo para que el timbre del teléfono no enferme todos mis miedos, para que el cinturón y su hebilla no sean los brazos de un pulpo, para no masticar mis dientes con mis dientes y que mis labios amordacen las heridas… Tengo que hacer algo para que mi perfil en el espejo no sea un Pollock de golpes y moretones. Tengo que hacer algo… Acabo de hacerlo: he escrito este relato, sudario de vergüenzas y amenazas, palabras liberadoras que transfiguran mi rostro en la máscara de las valientes.