*Esta crónica apareció en achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/el-triple-deja-vu-en-el-concierto-de-deacon-blue-en-la-riviera-de-madrid/
Pues sí, los misterios de la mente son los culpables de que experimentemos esa extraña sensación de que estamos viviendo algo que ya nos ha ocurrido. Ese fenómeno se denomina con el elegante término francés dèjá vu. El pasado lunes 4 de marzo viví ese fenómeno glorioso durante el concierto de Deacon Blue, traídos de la mano de la promotora Houston Party. Al concierto de ese día añadí sensaciones del concierto del 2 de febrero de 2018 en el Teatro Barceló, y de uno todavía mucho más lejano: el que dieron en la sala Aqualung un 2 de mayo de 1993. Deacon Blue, en La Riviera, unieron de forma cuántica y temporal un arco musical que comprende más de 25 años de canciones y recuerdos. No en vano, esta gira se llama 30 Years and Counting: toda una declaración de intenciones.
Sobre el escenario de La Riviera apareció una banda que no es la misma que en 1993. Ha sufrido para mal y para bien el paso de los años. Para mal: entre los músicos ya no está Graeme Kelling. Realmente no está desde el 2000, puesto que fue el guitarrista original del grupo desde 1985, lo abandonó cuando Deacon Blue entraron en hiato en 1994, regresó en 1999 cuando se reagruparon, pero hubo de retirarse al ser diagnosticado de cáncer. Aun así, y hasta que falleció de un cáncer de páncreas en 2004, con 47 años, siguió contribuyendo como guitarrista en los discos Walking Back Home y Homesick.
Primer dèjá vu: como en el concierto del año pasado en el Barceló, alguien muestra una pancarta recordando al guitarrista. El cantante Ricky Ross la ve y se la pide. La sube al escenario y dedica unas emocionadas palabras a recordar al compañero. Hemos saldado una deuda con el tiempo.
Antes de eso, han sonado algunas canciones inesperadas. Quizás tenían en la cabeza el anterior setlist en Madrid, apenas un año antes, y quisieron variar para ofrecer temas menos escuchados en directo, o nunca oídos, por el público de la capital. Se cayó una canción que parecía fija, Raintown, y otra clásica como I´ll Never Fall In Love Again, para ceder su sitio a The Very Thing y Town To Be Blamed, dos temas menores de su disco debut, además de la canción solo incluida en uno de sus Greatest Hits, I Was Right And You Were Wrong, que abrió el concierto. También apareció The Rest, del más que interesante disco The Hipsters, y desaparecieron algunos clásicos como Circus Lights o Love And Regret.
Puedes comparar esta crítica con la que publicamos en Achtung! del concierto en el Teatro Barceló:
Antes dije que el tiempo había pasado para mal en algunos aspectos, pero en muchos otros ha sido para bien: Deacon Blue son ahora un grupo potente, solvente y directo. Esta vez eligieron un puñado de canciones que les permitió mostrarse algo más rockeros, incluso apareció una magnífica y guitarrera Queen Of The New Year, e imprimieron a su actuación un nervio contagioso que cuajó fácilmente entre el público totalmente entregado.
La banda escocesa sabe muy bien qué tipo de concesiones hacer a la audiencia: las canciones más exitosas de Raintown y del disco When The Worlds Knows Your Name. Es decir, los hits Wages Day —la primera en aparecer—, la primorosa Loaded, When Will You (Make My Telephone Ring) —magníficamente empastada a una versión de The Chi-Lites, Have You Seen Her?, en uno de esos momentos inolvidables que hacen muy grande a un concierto—, Chocolate Girl —mezclada con una excelente versión de You´ve Got A Friend de Carole King— Dignity —¿cómo podría faltar este himno?— y las celebradísimas Real Gone Kid y Fergus Sings The Blues —ya casi para terminar en un éxtasis multitudinario—.
Estas canciones demuestran que el concierto se balanceó entre dos extremos: algunos temas menos protagonistas de la discografía del grupo, junto a los monumentales triunfos cantados a coro hasta enronquecer las gargantas. En ambos extremos, la banda obtiene nota de sobresaliente, y en algunos momentos una excelsa matrícula de honor.
Deacon Blue se han especializado en enardecer a su público con una batería de canciones que podrían denominarse como de soft pop. Otra banda, quizás, será incapaz de sostenerse en este equilibrio, pero lo consiguen gracias a la combinación de voces y personalidades arrebatadoras repletas de carisma de sus dos cantantes (en efecto, porque son dos), Ricky Ross y Lorraine McIntosh.
El juego de las voces de ambos cantantes se ha ido perfeccionando hasta conjugarse como las dos piezas de un tetris, y Lorraine McIntosh ha ido ganando protagonismo, por supuesto no en detrimento del líder de la banda, simplemente colocándose a su altura: ambos, con su presencia, ya llenan el escenario. Una simbiosis muy complicada de conseguir y sin duda una de las razones del éxito de la banda, especialmente desde su retorno tras el hiato del 1994 al 1999.
Se han reinventado, pero reinventarse de forma honesta, si hablamos de una banda de rock, no es algo sencillo. Ellos han sabido hacerlo publicando algunos discos desiguales, pero varios excelentes: ya he comentado de pasada la brillantez de The Hipsters, al que añado también Believers. Que algunas canciones de estos dos discos accedan al setlist de un concierto en el que comparten espacio con los grandes temas de Deacon Blue, y no solo no desentonan, sino que marcan momentos álgidos del show, es el motivo de peso que hace que el regreso del grupo sea un éxito y no un fracaso.
Eso, y la entrega de Ricky Ross sobre el escenario. Algo que esta fuera de toda duda y que resulta rejuvenecedor —el cantante ha cumplido 61 enérgicos años— para todos los que pasamos de la cincuentena. Y claro, al lucir esos dígitos, su concepto de la música viene cargado de influencias que resultan benéficas para cualquier grupo que interprete música cálida, delicada y aterciopelada, con ciertos impactos de rock.
Así, Deacon Blue impregnan a su música de un entusiasmo generacional fuertemente afirmado en las fuentes del blues, de la música romántica, de la balada pop, de los medios tiempos a lo Bacharach And David, de la canción-himno, de la llamada Sing-Along, incluso del rockabilly o la música industrial de Edimburgo (tímidamente, en Your Town).
En todas estas modalidades la voz de Ross se comporta extraordinariamente, es un todo terreno al mejor estilo de esas voces repletas de clase a las que nos tienen acostumbrados algunos cantantes británicos: Paul Weller o el también escocés Roddy Frame de Aztec Camera, por ejemplo.
Cuando tuvimos ocasión de verlos el año pasado, nos sorprendieron con su último bis: una versión de Bob Dylan interpretada a coro entre todos los miembros del grupo, Forever Young, que muchos asociarían a la versión de Chrissie Hynde. En esa ocasión, ese último bis iba dedicado a ellos mismos, como una forma de manifestar sus sentimientos en el regreso a los escenarios. Sin embargo, ahora, el bis final nos dejó boquiabiertos y conmovidos.
No se puede terminar de mejor forma un concierto. Una versión coral, pasando por el micro desde el batería y el bajista hasta el propio teclista, de Always On My Mind, la canción defendida por Brenda Lee, pero enormemente popularizada por Elvis Presley.
Deacon Blue son muy listos: con esta canción se puede identificar mucho mejor el público, y corearla hasta el éxtasis, algo que con Forever Young no ocurría en la gira anterior. Aunque el público se componga en su gran mayoría de gente entre cuarenta y cincuenta años, hay que reconocer que no todo el mundo ha conectado con Dylan, mientras que Always On My Mind, ya sea por Elvis o ya sea por los Pet Shop Boys que la versionaron con un éxito descomunal, es un tema eterno que se comparte con el público hasta el arrobo.
He visto muchos bises y finales de conciertos memorables, pero como este de Deacon Blue ninguno. Desbordante, emotivo, original, sencillo, acertado y repleto de savoir faire. Si Forever Young era una reivindicación propia, esta vez Always On My Mind era un obvio homenaje al apoyo incansable de los fans. El público supo agradecerlo con entusiasmo. Todo el mundo se marchó a su casa encantado…
Un momento, no podía terminar sin narrar la comunión colectiva, y segundo dèjá vu, experimentada durante la interpretación de Dignity. Porque ese, y no otro, a pesar de los buenos instantes que ofreció el grupo, era el esperado por todos. Dignity es una canción que ha trascendido al propio grupo a pesar de que nunca gozó de privilegios en las listas de éxitos ni escaló a posiciones altas entre los hits británicos. Sin embargo, es difícil encontrarse con grupos que puedan elevar, como una bandera, un tema tan querido por su público de forma unánime, y que se reconozca como un clásico moderno.
El derroche de energía y efervescencia que se intercambió entre la banda y el público durante la interpretación de Dignity fue la demostración de lo que significa ser y pertenecer a una buena banda de rock, de lo que le ocurre a una persona que acude al concierto de su grupo favorito y de lo que sucede cuando la banda se entrega con sinceridad y sin cicatería.
Entonces, cuando se interpreta el Gran Éxito, la sala hierve, el suelo se desgaja, el escenario se eleva y se produce, solo en raras ocasiones como esta, el momento que justifica el haber seguido de forma incansable, durante toda una vida, a un grupo de rock que hace canciones. Tan simple, o tan complejamente imposible, como eso.
Y entonces, ganas la calle con una sensación de que lo que has visto es irrepetible. Ese es el tercer dèjá vu.